domingo, 16 de febrero de 2014

Acerca de "El Aleph" de J.L Borges

Contertuli@s del club de lectura:

El monólogo interior caótico utilizado por R. Chirbes en Crematorio  nos hizo recordar la enumeración caótica de El Aleph, de modo que acabamos la tertulia sobre la novela con la lectura de la bellísima descripción del misterioso "aleph". Y como una cosa lleva a la otra, nuestro compañero J.L Vicent ha escrito este sugerente artículo, lleno de sabiduría y belleza. Creo que tenía razón Valle- Inclán cuando definió el esperpento como la "deformación de la realidad sujeta a una matemática perfecta" El arte también lo es. GB








ACERCA DE “El ALEPH” de J.L. Borges


¿PARALELISMO CON EL ALEPH? (J.L.Vicent)

La línea que separa una idea trivial flotando en la superficie del cerebro de otra compleja y sesuda atrapada en su interior puede ser muy fina, y en el peligro que supone andar por ella convencido de estar más cerca de la primera orilla que de la segunda (si es que las líneas caminadas poseen orillas), me voy a permitir el atrevimiento de conceder un significado al objeto que da título a este cuento aun a riesgo de caer no solo en una errónea interpretación sino en una total des-interpretación, lo cual es bastante peor.

Dejando a un lado si la recíproca antipatía de los dos personajes vivos del cuento (el visitante –Borges- y el visitado -Carlos Argentino-, primo de la fallecida Beatriz a quien el primero rinde homenaje cada año el día de su muerte acudiendo a la casa donde Carlos conserva el hermoso retrato de la difunta), viene motivada exclusivamente por la rivalidad profesional, haré hincapié únicamente al momento en que Carlos anima a Borges a que baje al sótano y siga sus instrucciones concentrando su atención en el objeto que –bajo plena oscuridad- deberá ver brillar en un lugar concreto de la escalera. De hecho, Borges, autor de su propio personaje, detiene esa primera parte del cuento justo cuando se acomoda y se dispone a seguirle el juego.

Dice así:

Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?

Tras una serie de analogías determina:

Por lo demás, el problema central es irresoluble:
la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.
Algo, sin embargo, recogeré.



En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.

El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo.
Vi el populoso mar,
vi el alba y la tarde,
vi las muchedumbres de América,
vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide,
vi un laberinto roto (era Londres),
vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo,
vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó,
vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos,
vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua,
vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena,
vi en Inverness a una mujer que no olvidaré,
vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo,
vi un cáncer en el pecho,
vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol,
vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland,
vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche),
vi la noche y el día contemporáneo,
vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala,
vi mi dormitorio sin nadie,
vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin,
vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba,
vi la delicada osatura de una mano,
vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales,
vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española,
vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo,
vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos,
vi todas las hormigas que hay en la tierra,
vi un astrolabio persa,
vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino,
vi un adorado monumento en la Chacarita,
vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo,
vi la circulación de mi oscura sangre,
vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte,
vi el Aleph, desde todos los puntos,
vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra,
vi mi cara y mis vísceras,
vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.



He estado tentando de resumir la enumeración caótica de la visión invitando a que cada cual la leyera en el contexto del propio relato, pero de inmediato me he dado cuenta de que cometería un error. Creo que esta secuencia, aunque caótica, no se debe nunca fragmentar,  ni por supuesto alterar en su ordenación, ya que es la parte del todo que Borges eligió recoger.

Del Aleph se ha dicho tanto, tan igual y tan distinto, que una opinión más vertida sobre el pozo de las interpretaciones, apenas moverá sus complicadas aguas. De hecho me resisto a creer que lo que diga a continuación así se trate y más bien se deba considerar como algo muy común que guarda cierto paralelismo con ese objeto nada común visionado en el sótano de aquella casa en peligro de derribo.

A tan simple conclusión he llegado en este asunto, que tuvo que ser un episodio de una intrascendente serie televisiva la que lo alumbró casi de forma instintiva, tal vez porque lo vi pasados muy pocos días de su lectura, de la que hasta ese momento sólo era capaz de atribuir términos relacionados con Dios, universo o eternidad, es decir, nada nuevo supongo. Para que luego digan que la televisión no enseña.

El capítulo en cuestión mostraba a un profesor lamentándose ante uno de los alumnos que supuestamente le atendían, de que éste (y seguramente así pensaban todos), le preguntara de qué le iba a servir en la vida real aquello que le estaba explicando.

El profesor, tras unos segundos de silencio escarbó en su cerebro en busca de una respuesta que alejara al alumno de toda duda y empezó a escribir en la pizarra unas cuantas cifras del valor  cuya aplicación estaba siendo cuestionada.

Se trataba del número Pi, reconocido por su infinito número de decimales que jamás se repiten bajo secuencia alguna, bajo patrón alguno,  y por tanto incapaces de regresar a cualquier lugar donde reiniciarse.

 Si a esos decimales se les aplicara una relación sencilla que los tradujera a letras y signos ortográficos –decía el profesor- podrían formarse todas las palabras que existen en todos los idiomas. Y con las palabras, todas las frases que se puedan y que no se puedan imaginar. Estarían escritos todos los poemas, todas las novelas y cuentos, todas las leyes, todos los libros sagrados de todas las religiones, todas las vidas contadas de todos los hombres y mujeres del mundo. Todo lo que ha pasado y lo que pasará. Todo lo que tú, muchacho –apuntaba-, has vivido y vivirás.

Así fue más o menos. De inmediato me hizo recordar que guardaba similitud con la cantidad de cosas que el autor y a la vez protagonista del cuento ve en un instante concentrados en la brillante esfera y que describe correlativamente ante la imposibilidad física de hacerlo en el minúsculo golpe de vista al que se sometían agrupadas todas las imágenes.

Dos cosas poseen en común.

La primera está en sus símbolos. El Aleph es la letra hebrea que representa el infinito. Pi es la letra griega cuyo número de infinitas cifras no es posible escribir.

La segunda está en sus formas. Pi no sería posible sin una redonda circunferencia que lo relacionara con su diámetro. El Aleph no sería posible sin la esfera que relaciona el todo concentrado en un punto y en un momento.

Y que me perdone Borges al intentar comparar a Pi con la esfera de su formidable y complicadísimo relato pero que sepa igualmente que, de no haber visto ese día a esa hora ese programa de televisión, jamás se me hubiera ocurrido plantear un paralelismo similar.

Pero ese día estaba escrito en el número Pi y visionado en el Aleph.


1 comentario:

GloriaB dijo...

El Aleph de Borges siempre sugiere algo nuevo, como en este caso, el número PI. Lo mejor de leer es que todo "te habla" de lo leído, como si el mundo se organizase para que establezcamos asociaciones. A mí siempre me ha impresionado este cuento por aquello del misterio físico-filosófico del espacio-tiempo. Y, sobre todo, me ha hecho creer que el arte y la poesía están más cerca de la ciencia de lo que nos cuentan.

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