domingo, 17 de mayo de 2015

Alma Mahler. La novia del viento




ALMA MAHLER (La novia del viento) de SUSSANE KEEGAN
Por José Luis Vicent.

A medida que la proliferación de datos y complicados nombres (muy acertado lo de poner un índice de los mismos), dificultaban la lectura, iba llegando al rescate la buena literatura, tanto de la autora en una exposición biográfica meticulosa y ordenada, como de los personajes reales, plasmado principalmente en sus correspondencias con esta peculiar mujer, hasta no tener más remedio que admitir, que gran parte de sus más de trescientas páginas –algunas espesas-, no son debidas al capricho sino a la necesidad.

Yo, desde el primer extenso borrador, he ido reduciendo el resumen –evitando terminar en el minimalismo biográfico de una lápida-, hasta dejarlo en algo, que exento de opinión, permita al menos no olvidarla demasiado.

El primer capítulo puntualiza la influencia del padre (Emil Jacob Schindler) en una niña que sueña con ser rica para facilitar la labor a los creativos como él, mientras piensa que su madre lo “domesticó”, inhibiendo su labor de artista. Parte de ese tiempo lo pasó en una casa solariega rodeada de naturaleza gracias a un mecenas que confió en las aptitudes de Emil, admirado también por Carl Moll que cinco años después de la muerte de aquel, se convertirá en su padrastro. Alma no siente simpatía por “un hombre de escaso talento” que solo hace de educador, así que, con trece años, se queda sin prototipo al que ayudar en su vida creativa. Alma, que había estimulado su imaginación leyendo a Nietzsche, Schopenhauer y Platón, se adentró en la música alentada por su madre que sí reconoce sus dotes artísticas, en un momento importante en la Viena cultural y política, ampliamente reflejada en estas páginas. En 1896 con 17 años, conoce a Max Burckhard (de 42) que toma la dirección del teatro de Viena y lo sustituye por otro más opulento mejorando su repertorio. Le regala libros y valora su intelecto hasta rendirse a sus encantos, pero ella prefiere conservar su pureza virginal “como rasgo de dominio, no como rasgo de la época”.

En 1897 un grupo de pintores, escultores y arquitectos se alejaron del conservadurismo vienés para formar lo que llamaron la Secesión, donde trataron de abrir el mundo artístico a los ojos de todos. Su primer presidente fue Gustav Klimt al que Alma ya había conocido en algunas reuniones en su casa de Hohe Warte y que a los 35 años, supo ahondar en la “penetración visual” que ella había observado en su padre. Pese a la sensualidad y erotismo de sus pinturas, Alma nunca fue modelo de Klimt. A su madre le preocupa que atraiga a hombres que le doblan la edad y Carl Moll le pide que se olvide de su hijastra. Klimt, en una extensa carta asegura que no es posible ser indiferente ante ella, pero acepta despidiéndose como su “desgraciado amigo”. Alma cree que le ha traicionado porque se ha doblado y aireado sus secretos y se siente al borde del suicidio, pero en su viaje anual a la naturaleza de Goisern, en una forja de melodías llama la atención de Alexander Zemlinsky –feo profesor de 28 años-, que la acepta como discípula, y “suspirando por él al contacto de sus manos al piano” lo pone en aprietos porque “pasa de la amabilidad a la frialdad” en un instante. Alma no sabe bien qué hacer de esta relación profesor-alumna, hasta que Bertha y Emil Zuckerkandl la invitan a una cena para conocer a otro músico: Gustav Mahler de 41 años y 1,65 de estatura, “delgado, de energía nerviosa y que se excita hablando”. Después de discutir sobre una partitura de Zemlinsky y sobre “la relatividad de la belleza”, Alma ya sabe que la “joya suprema” es Gustav.


Los capítulos quinto al octavo están dedicados a su vida con Mahler, hijo de un tabernero de Moravia y de una mujer descendiente de jaboneros, que quedó paralítica en su parto y sometida a la tiranía del marido. A los cuatro años encuentra un piano en el desván que le salva de los azotes del padre. A los 10 debuta como concertista y a los 15 se matricula en el conservatorio de Viena. La muerte de su hermano Ernst a los 13 años por pericarditis y la de su madre –a la que nunca olvidó-, en 1989 le obligan a volcarse en sus otros tres hermanos y a dudar del Dios bondadoso sin hallar respuesta ni en Nietzsche ni en Schopenhauer. Se considera triplemente apátrida: “Bohemio entre los austriacos, austriaco entre los alemanes y judío entre todos los pueblos del mundo”. Considera a Wagner un incendiario cuando éste afirma que la exaltación aria es vital en la obra de arte y piensa que si su vida fuera pacífica “como un río por una pradera”, sería incapaz de componer nada. Mahler va alcanzando éxitos, y en sus tres años dirigiendo la Filarmónica de Viena, consigue poner en su sitio a solistas envalentonados que se situaban por encima del director, sustituye a otros por jóvenes no histriónicos y prohíbe la entrada al público una vez empezada la representación. En diez años dio nueva vida a la ópera frente a décadas de vacías arias.

Pero todo eso, según la crítica de arte Bertha Zuckerkandl, lo consiguió “gracias a una maravillosa muchacha vienesa” con quien Mahler en 1901 ya tiene claro que quiere casarse. Alma no sabe cómo decírselo a Zemlinsky. Con él, las cosas siempre están claras, mientras que con Gustav desconoce querer al hombre, al director o a su arte, aunque afirma que “está por encima de cualquier otro”. En una densa carta, Mahler también expresa sus dudas, no desea relación competitiva, sino que se convierta en lo que él necesita: una mujer, no una colega. Poco después también duda de si será o no capaz de consumar el matrimonio y en su entorno también hay discrepancias respecto a su relación con un hombre casi veinte años mayor que ella. Sin embargo, Alma, que también había pensado en romper, obtiene respuestas para todo, incluso –aun pesándole después por la merma de su respeto-, se entrega antes de la boda y un día en que lo observa de cara en un concierto ya no duda de que su misión es “apartarle toda piedra en el camino y vivir para él”. Pasan los veranos en Maiernigg en un idílico entorno junto a un lago, donde Mahler puede componer en paz. Una vida “tan inhumana en su pureza”, que empieza a ahogarse, porque mientras Gustav engulle cultura, ella siente su ser arrebatado. Él la entiende pero le dice que ha de entregarse a su obra y Alma comienza a convertirse en su gran ayuda, olvidándose de desarrollar sus propias cualidades.



En 1902 nace María. Alma, exhausta y deprimida dice “todo lo que hay dentro de mí, pertenece a Gustav”. En verano de 1904 nace Anna, su segunda hija, mientras Mahler está terminando su sexta sinfonía. 1905 marca el apogeo de Mahler. La crítica de arte Erika Conrat-Tietze dice que “es un prodigioso golpe de fortuna que estos dos seres humanos tan excepcionalmente talentosos, se hayan vinculado entre sí”. Con la octava sinfonía, Alma prepara para Gustav una versión “armonizada” y él alaba su gran memoria para la música. Fue el último verano de paz, belleza y alegría. En 1907 le envían a Frankfurt donde se le acusa de perseguir objetivos personales y se inician campañas contra él alentadas por nacionalistas alemanes. En 1907 el empresario Heinrich Conrad le propone ir a Nueva York tres meses cada año durante cuatro años y él acepta porque “no puede soportar más tiempo a la chusma”. Con 5 años, María fallece de difteria. “Mahler se pasaba el tiempo llorando a mares y sollozando una y otra vez a la puerta de mi dormitorio”. Dos días después, frau Moll, madre de Alma, padece un colapso por tensión que requiere reposo absoluto y a Mahler se le detecta un defecto valvular bilateral congénito.

La casa de Maiernigg queda maldita y cambian a otra en el Tirol. A Alma le atormenta más el estado de su marido “siempre semienamorado de una muerte liberadora, ahora a su alcance”, que la muerte de la niña. Solos en Nueva York –a Anna la han dejado en Viena al cuidado de Carl y frau Moll- y sin el bálsamo del trabajo, se derrumba, lo que hace que Gustav se obsesione menos con su propia pena y se preocupe más por ella, devolviéndola a su apogeo. El verano de 1908 en el Tirol componiendo la novena sinfonía, Mahler siente sus limitaciones cardíacas y cree haber perdido claridad mental, sin embargo en Nueva York, unos accionistas están dispuestos a crear la “Orquesta Mahler”. En sus idas y venidas del nuevo al viejo continente, no siempre están juntos y un verano con Anna en el balneario de Tobelbad conoce a Walter Gropius -arquitecto de 27 años- que revitaliza la casi olvidada adulación masculina, pero estando Mahler en Munich, se escriben cartas muy sólidas que le hacen olvidar a Gropius. Sin embargo, éste, le envía una por error a Mahler, pidiéndole la mano, lo que hace que Alma destape todo su descontento, para finalmente llorar juntos y admitir “la obligación interna con su pareja”.  Alma percibe que su vida está otra vez vacía, pero no se lo confiesa a Gustav, al que Freud asegura que su edad es un atractivo para ella porque enaltece la figura del padre. Gustav vuelve a creer en el amor de ella porque es lo que da sentido a su vida, mientras Alma es a la vez feliz e infeliz. En 1910 estrena en Munich su octava sinfonía con el público en pie, entre ellos Thomas Mann que dice estar en deuda con él por la experiencia vivida esa noche.

Alma a veces piensa en Gropius y aprovecha un viaje a Paris para coincidir con él en el coche-cama del tren. En 1911 estando Mahler en Nueva York, una infección en la garganta y una nueva lesión cardíaca, le obligan a llevarlo a un bacteriólogo en Paris. Es ingresado en un sanatorio con un deterioro progresivo y finalmente trasladado a Viena. Antes de morir dio instrucciones a frau Moll para ser enterrado al lado de su hija Putzi (María). Sus últimas palabras “vivir por ti, morir por ti, Almschi” las garabateó sobre el esbozo de su décima sinfonía. Alma en su quiere irse a la tumba con Mahler, pero el hecho de haber “fallecido día del cumpleaños de Gropius puede ser una señal de esperanza”. Gustav no quiso que le guardara luto y gradualmente reanudó esa actividad que hacía “poblar su jardín de genios”. Sin embargo, ni Schreker “compositor mezcla de otros muchos”, ni el doctor Fraenkel “dotado pero no genial”, ni Paul Kammerer “biólogo experimental”, significaron nada en su vida. Hasta que Carl Moll le habla de un pintor genial llamado Oskar Kokoschka.



En el capítulo “la novia del viento” que subtitula esta obra, el protagonista es este pintor, que como otros artistas, estaba empeñado en deshacerse del post-impresionismo. En su pintura y en su prosa se observan contradicciones entre mente y sexo, entre el amor perfecto y el agresivo de la consumación como problema insoluble y temas conflictivos relacionados con el subconsciente. Como “el hombre sin atributos” de Musil –referenciado en muchas partes de esta biografía-, Kokoschka no sabe bien a donde dirigir su obra. Cuando expone en Viena, Carl Moll queda impresionado, le pide un retrato y le habla de Alma. En su encuentro, ambos afirman que se enamoraron a primera vista. Alma con 33 años, rodeada de recuerdos vivos y fantasmas, piensa que él, al que le saca siete, “solo es un novicio en el jardín de los genios”, pero cae bajo su hechizo y le promete casarse si pinta una obra maestra. Entonces le dedica “la novia del viento”, obra maestra expresionista según el propio autor. Pero a Alma solo le atrae su ferocidad y Kokoschka cree que perderá sus dotes si no están juntos y que jamás se casarán porque ha sido capaz de abortar el hijo de ambos que se gestaba en su vientre.  Cuando estalla la guerra, se va al frente donde es herido varias veces. Ella se lleva las cartas de su estudio pensando que ha muerto y en agosto de 1915, estando él en el frente de Ucrania, se casa con Gropius. En 1919, recuperado de las heridas ideó hacer una muñeca de tamaño natural que aparentara la edad de Alma y en una fiesta organizada por él mismo, la expuso como “la imagen de un amor dilapidado y exorcizado”.

El matrimonio es guardado en secreto durante algún tiempo y Gropius solo dos días después del enlace, se marcha a servir en los Húsares de Francia. Pasan juntos las Navidades de 1915 y en febrero de 1916 está embarazada de una niña aria que nacerá en octubre. Cuando Walter Gropius consigue un permiso para verla, Alma se muestra reticente a su proximidad y a la de la niña, a la que prácticamente le impide tocar.  Gropius consigue triunfar como director de escuela de artes y oficios y de la academia de bellas artes con un nuevo edifico que une arquitectura, escultura y pintura, pero para ese momento, las diferencias con Alma son grandes y ella acaba de conocer a Franz Werfel, “el más humano de los poetas experimentales” que formó en Hamburgo junto a Max Brod, Franz Kafka y el filósofo Félix Weltsch, un grupo de intelectuales judío-alemanes. Cuando se conocen, Alma tiene 38 años y Werfel –adorador de la música de Mahler-, solo 27.  A Gropius, que piensa “los judíos son nuestra ruina” no le valió su brillantez ni tener una hija de pureza wagneriana y en pocos meses, las visitas de Werfel son una clara “tentación romántica”. En el entreacto de un concierto sucumben y en agosto de 1918 nace prematuramente su cuarto hijo, Martín, en un hemorrágico parto. Werfel se echa la culpa por su impetuosidad y Gropius, creyendo ser el padre, la acompaña en la ambulancia. Un día que la escucha tutear a Werfel por teléfono cae derrumbado al saber la verdad. En Austria comienza un periodo de enfermedades y pobreza. Alma encuentra en Werfel apoyo y sostén y piensa que si se salvara el niño, todo iría bien. Pero el niño muere. Antes lo bautizó, y Gropius, al que finalmente le pide el divorcio, se comportó “con toda su grandeza, pero como siempre, incapaz de ayudarle”. Werfel se hace cargo de ella y cuando lee “el hombre espejo” comienza su éxito.

Los últimos cinco capítulos son dedicados casi exclusivamente a su relación con Werfel que piensa que Alma es la compañera ideal y que sin ella, “su vida sería como un café vienés, lleno de discusiones”. Alma estimuló su producción, alcanzando fama como novelista y autor de obras dramáticas. Ella podría entonces componer, pero sin el visto bueno de Mahler, prácticamente abandona. En Werfel encuentra en lugar de un padre, un hijo de amor perfecto “obediente, creador, de buen carácter y varón”.  En su eterna confusión antisemita, perdona su judaísmo en favor de su creatividad. La relación con sus hijas es una mezcla de amor, indiferencia y celos. En poco tiempo Anna se casa y se separa varias veces. Su madre cree que es debido a que no busca “el tipo superior”. De Manon –la hija no mestiza-, tampoco alardea porque no es más que el resultado de su existencia pro-creativa. Así que a Alma solo le preocupa “allanar el camino del genio masculino”. Pasan ocho años sin casarse, con paradas en Venecia, Berlín, Palestina y en la Riviera italiana, aunque no siempre juntos y es cuando ella, con 48 años dice “sentirse lejos del aliento de su vida”. En el terreno político, la izquierda cree muertos los ideales y la derecha despotrica de la intromisión de los intelectuales. Werfel cree en la justicia y el proletariado. Alma no. En julio de 1929 con casi 50 años, se casan. Con el caldo de cultivo del nazismo de fondo, Mussolini –por el que Alma siente simpatía-, es incapaz de detener los deseos de Hitler de integrar a Austria en el tercer Reich. Se queman libros y pinturas (algunas de Kokoschka). También son años de grandes diferencias con Anna, que según ella, sacaron lo peor de su madre, y con Werfel –políticas principalmente-.



La muerte en abril de 1935 de su hija Manon, tras una poliomielitis y una larga parálisis, a diferencia de la de María que la separó un tiempo de Mahler, la unió más a Werfel como única cosa en común en aquel torbellino mundial, que les hará vender la casa de Venecia y después, en 1937 con fiesta incluida, abandonar la de Viena, y emprender rumbo al nuevo mundo en un largo y complicado alejamiento de Europa. Alma y Anna acuden a Milán para reunirse con Werfel, que durante un tiempo ha estado refugiado en Capri. Pasan por Praga, Budapest, Zagreb y Trieste, llegando a Francia desde Suiza donde respiran por primera vez desde que salieron de Viena. Un atisbo de normalidad llega mediante una invitación desde Holanda -con entrega del manuscrito de sus memorias con Mahler- y una escapada a Londres, donde Anna les espera y Werfel hace tratos con editores. Llegan noticias de sus amigos, algunos sonreídos por la suerte, alguno suicidado y otros encarcelados. Vuelven a Francia instalándose en Paris con la idea de hacer vida normal. Anna -a la que ya no verían en ocho años-, se queda en Londres. Alma viaja al sur de Francia en busca de una casa de verano y Werfel sufre un ataque al corazón del que tarda en recuperarse. Poco después frau Moll muere. Alma bebe a diario y Werfel empeora. Cuando cae Bélgica, se trasladan a Marsella para huir a EEUU sin éxito (hay colas de varios días para obtener el visado). Lo intentan desde Burdeos, Hendaya y Lourdes, hasta que un salvoconducto les permite volver a Marsella, donde semanas después les confirman el visado americano y recuperan un baúl que contenía sinfonías de Mahler. En septiembre de 1940 caminan hacia Perpignan por senderos perdidos hasta la frontera española. Ven una Barcelona devastada por la guerra civil y parten en tren a Madrid y luego a Lisboa donde tras dos semanas inician la travesía atlántica.

Durante sus años en California, Werfel da conferencias, sigue escribiendo y termina “la canción de Bernardette”, en la que dice que “no se trata de una guerra entre naciones sino de un nihilismo radical, donde el ser humano no es la imagen de Dios sino una máquina amoral, frente al metafísico de que el Cosmos es el propio espíritu y cada átomo posee su propio significado”. El desarrollo espiritual de Werfel como el de Mahler era parte del Todo Universal. Alma, a lo suyo, ha sido capaz de convertir a un mayordomo, callado en extremo, en una persona creativa, enseñándole a escribir obras dramáticas, mientras sus comentarios anti-judíos fluctúan caprichosamente hasta el punto de tildar de cobardes a los aliados y de superhombres a los alemanes, no dando credibilidad a todo lo que se dice de los campos de concentración. Son momentos en los que Werfel enfurece pero Alma es capaz de mostrar un anti semitismo que no permite a otros porque se considera superior y porque los judíos tratados por ella, como Mahler y Werfel son “casos aparte, relevantes por alguna causa”. Werfel con la salud deteriorada, escribe lejos de casa y Alma que se da cuenta piensa que no podrá vivir sin él. El 26 de agosto de 1945, se lo encuentra en el suelo de su escritorio en la parte posterior de la casa.



Alma no acude al funeral porque dice que nunca va a los entierros, pero sí lee la oración fúnebre que la cambia con frases referentes al bautismo cristiano, después de tener a la concurrencia una hora esperando.  Alma siente el vacío después de 30 años con él: “perdí a un tesoro, a mi niño grande, ¿por qué sigo viva?”. Se dedica a ordenar sus papeles y empieza su propia biografía. Acusa de fraude a Carl Moll, su hija Anna –a la que visita en Londres- y su yerno por temas de herencia. Viaja a la ruinosa Viena donde ya no encuentra ni cartas ni manuscritos y regresa a Nueva York donde una discusión acerca de la propiedad intelectual entre Mann y Schonberg sobre la música dodecafónica, la satisface porque sigue influyendo en los hombres eminentes. Gropius se mantiene como un “viejo amigo” mientras las sombras de Mahler y Werfel se agrandan. Incluso con 70 años recibe una espléndida carta de Kokoschka llena de literatura. Envejece acompañada de su ya habitual Benedictine, al tiempo que van desapareciendo grandes hombres con quienes mantuvo amistad. En sus últimos años, Anna (que siempre fue ninguneada por su madre) se desplaza a vivir con ella a Nueva York donde continúa realizando buenas esculturas. En 1958 con 80 años, Alma da muestras de avanzada demencia senil y es atendida por la antigua enfermera Ida que se traslada desde Viena. Fallece el 11 de diciembre de 1964 con 86 años habiendo sido consolada con las lecturas de su amigo Suma Morgensten para mitigar su temor a la muerte. Cinco años después a petición propia, sus restos son trasladados junto a los de su hija Manon.


Seguro que Sussane Keegan, siendo mujer, se las ha tenido que arreglar ella sola para componer una obra dan densa, tan documentada y tan cálida en cuanto al reflejo de caracteres y sentimientos. Ya me hubiera gustado a mí encontrar una musa que concediera a este resumen, la décima parte de la calidad que Alma –aunque fuera por egoísmo-, concedía a sus genios.


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