jueves, 12 de mayo de 2016

Alicia en el País de las Maravillas

“ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS” de Lewis Carroll




Por José Luis Vicent Marin.

Les pregunté a un par de niños que escarbaban con sus palas en la arena, por qué llevaban las gorras con la visera en el cogote. Tras ofrecerles varias respuestas solo reaccionaron al indicarles que tal vez llevaban al revés la cabeza y no la gorra.

El multidisciplinar Charles Lutwidge Dodgson disfrazado de Lewis Carroll ha conseguido que este regalo para los niños, a base de avivar la imaginación del absurdo ligado a la coherencia, sea también objeto de veneración por parte de los adultos, donde la magia y el surrealismo —inseparables pero distinguibles según el tamaño del ojo que lo ve— hacen que por encima de la mayoría, este libro signifique mucho más de lo que parece.

Ya en el comienzo, Alicia se sorprende de que su hermana esté leyendo algo carente de dibujos y de diálogos, rechazando con ello el modo de contar basado en largas parrafadas y sustituyéndolo a menudo por cortas acciones que en su reiteración, recuerdan el aprendizaje basado en ensayo y error, como los intentos por conseguir la llave que la saque al jardín, las ofensas al ratón y al loro con los gustos de su gata y del Fox Terrier del vecino por cazar ratones y pajarillos, o las distorsión constante en la letra de algunos poemas.

Con los juegos sin reglas o las competiciones sin fin determinado donde lo único cierto es que nadie participa para ganar, brinda toda una lección incomprensible para el ser humano. Así es como el Dodo propone para secarse el agua, una carrera sin lugar de comienzo ni final que termina a su señal con premio para todos. O el aberrante juego de croquet donde los palos-flamencos son tomados para golpear a las huidizas bolas-erizos a través de los arcos-soldados, empeñados en alterar el recorrido al cambiar constantemente de posición. Ni animales ni personas quedan bien parados en su trato, aunque nada de ello parece alterarlos demasiado, como si esos actos se correspondieran con el orden natural al que pertenecen.

Los brebajes que propician los arbitrarios cambios en el cuerpo de Alicia le despiertan reflexiones lógicas e incongruentes por partes iguales, desde la imposibilidad de imaginar cómo será “la llama de una vela apagada” en la que teme convertirse si sigue encogiendo, hasta la dualidad en el deseo de no crecer y condenarse a aprender lecciones toda la vida o crecer y por tanto envejecer. Ese querer y no querer o afirmar y negar a la vez, le llevan a aconsejarse y reprenderse, tomando ese doble papel de autoridad y sumisión que le hacen creer ser personas distintas, como cuando cayó al pozo del que solo saldrá si a la pregunta de “quién soy” le responden con una identidad de su gusto. Ese “yo” desconocido vuelve a presentarse en su encuentro con la oruga azul, enzarzadas en una conversación circular en la que “siente ser otra” como le ocurrirá a aquella al transformarse en crisálida y en mariposa y surge un nuevo absurdo cuando le ofrece como solución al control de su tamaño que tome del hongo redondo sobre el que reposa, un trozo de un lado para crecer y del opuesto para encoger. Tantas confusiones le hacen pensar que está viviendo dentro de un cuento y que si no existe un libro sobre todo lo que le está ocurriendo, cuando crezca será ella quien lo escriba.


 


La importancia del tiempo y qué hacer con él, tiene en el Conejo Blanco, siempre alterado por las prisas y temeroso de lo que la Duquesa “no le va a decir por haberla hecho esperar”, a su antagónico en el lacayo-rana silbando sentado a la puerta de casa de su ama convencido de poder seguir así días y días. En su interior, la Duquesa con su bebé-marrano en brazos e indiferente al desorden y a los objetos que le lanza la cocinera, opina que si cada uno se ocupara de sus asuntos el mundo andaría más rápido. Alicia no observa ventaja en ello y aquella exhibe su desinterés al manifestar que no le importa si la tierra tarda 24 o 12 horas en dar la vuelta sobre su eje. Otra alegoría al respecto llega con el Sombrerero, cuyo reloj solo marca el día, piensa que al tiempo hay que tratarlo con respeto y sin embargo, según Alicia, no debería perderlo en adivinanzas sin respuesta. Por último, esa llamativa conclusión de mover el espacio (corriendo un lugar en la mesa de la merienda) a fin de no permanecer fijo delante de la taza cuando el tiempo se detiene a la hora del té.

Las incursiones aritméticas y gramaticales son otra constante dentro de la lógica del desconcierto. Alicia, sin haberlo tomado, es corregida al decir que no puede tomar más té en lugar de menos té que sería lo correcto en esa negación. Oraciones llenas de contrasentido se suceden casi vertiginosamente: no es lo mismo “veo lo que como” que “como lo que veo” ni “me gusta lo que dan” que “me dan lo que me gusta” ni “respiro cuando duermo” que “duermo cuando respiro”. El gato de Cheshire enreda con frases poco aclaratorias como “si no importa el destino, no importa el camino, siempre que llegue a alguna parte”, o los monosílabos “esa” y “aquella” para indicar las direcciones donde viven el Sombrerero y la Liebre de Marzo. Este gato, que extiende a sí mismo la locura intrínseca de aquellos dos al manifestar su alegría o enojo al contrario que los perros, aparece repentinamente y desaparece desvaneciéndose hasta dejar flotando su sonrisa. Pero el zénit del surrealismo se produce más adelante, cuando habiendo visibilizado solo su cabeza, el Rey, la Reina y el Verdugo discuten sobre cómo cortar algo que no está soportado por ningún cuerpo.

Los juegos de palabras son otro eje sobre el que giran multitud de conversaciones que no dejan indiferente a nadie. El pato dice saber encontrar gusanos o ranas pero no sabe lo que es “encontrar aconsejable”. La Símil Tortuga no quiere que la interrumpan con su historia pero resulta que no empieza nunca, y cuando hace referencia a la educación en una escuela donde el primer día estudian diez horas y van menguando una hora cada día hasta llegar al feriado o festivo (otra incursión temporal y matemática), deteriora los nombres tanto de los contenidos como de las materias alterando con ello su significado.


La distancia entre vasallos y amos así como el despotismo de estos, se manifiesta por ejemplo con los jardineros de la Reina (aunque Alicia cree que todo el mundo tiene la manía de mandar), cuando boca abajo e indistinguibles al ser naipes idénticos por el revés, esperan temerosos a que aquella, como hace con cualquiera que le contraríe, les mande cortar la cabeza por errar en el color de los rosales. Sin embargo, con el Grifo, ese animal mitológico mezcla de águila y león reaparece el tema del “falso yo” al opinar que tanto la autoridad de la Reina como la pena de la Tortuga son fruto de la apariencia.

En el juicio a la Duquesa por el robo de las tartas todo es superlativo. Los Reyes, con una simple peluca asumen el papel de jueces; el Conejo Blanco encargado de leer la acusación, es interrumpido por el Rey que pide veredicto antes de aparecer los testigos; los mamíferos y pájaros que componen el jurado, copian en sus pizarras cualquier cosa que escuchan, tenga o no que ver con el asunto, incluyendo la conversión a libras de una suma de fechas; El interrogatorio al Sombrerero y a la cocinera con escarceos de la Liebre y el Lirón, es un galimatías repleto de confusiones lingüísticas con guiños a la censura y la represión. Finalmente, el testimonio de Alicia vuelta a su tamaño natural y liberada de los temores anteriores, es un desafío a la autoridad en una sucesión de actitudes gráficamente cómicas pero rozando las aristas de la insumisión hacia la incompetencia jurídica, concluyendo que a nadie importa lo que ellos, que no son más que el mazo de una baraja, puedan decir. Es entonces cuando las cartas se convierten en las hojas secas que caen de los árboles y mezclándose con las palabras de su hermana le despiertan de su sueño a orilla del río.

Cuando le dije a mi mujer que debíamos leer “Alicia en el país de las maravillas” en el club de lectura, se quedó perpleja porque creía recordar que fue el primer cuento que leyó de niña. Yo le confesé que no lo había hecho nunca y después de unos segundos en los que quizá su mente la transportó a su infancia, me respondió que eso era un disparate, sin aclararme si se refería al contenido del libro o a que lo tuviera que hacer ahora. Una vez terminado, sé que el mayor disparate ha sido haber tardado tanto tiempo en leerlo.

 



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