Cuando nos preguntamos sobre la causa de que el autor de esta biografía dedique las primeras paginas de su libro a castigar al lector con los antecedentes familiares del mítico y regio personaje, desde Jorge III y sus quince hijos hasta el nacimiento de Victoria, la respuesta intuitiva sería doble: o bien el autor está obsesionado por los datos o no sabe hacerlo mejor. Lo cierto es que, superado este enmarañado capítulo, una se deja arrastrar por la sensación de que tras los datos no sólo se esconde información, sino la taimada intención de envolver el relato en una supuesta objetividad, tras la cual se oculta una de las más despiadadas visiones de la monarquía británica.
Así que la rápida pero acumulativa descripción de tanto matrimonio fallido y tanta descendencia frustrada vienen a ilustrar la existencia de una familia real decadente y enfermiza, donde parece difícil encontrar un miembro mínimamente normal o saludable respecto a sus aptitudes intelectuales, morales o simplemente físicas. Débiles de mente o de hábitos, ludópatas o alcohólicos, envenenados por arsénico o laúdano, obesos y achacosos, los descendientes del rey parecen haber heredado lo peor de la especie y practicar una corrupción política y social que evidencia el declive de la monarquía. De este modo, el autor deja que el lector saque sus conclusiones sin hacer ninguna valoración explícita, pero dirigiendo sutilmente su opinión mediante una cuidadosa selección de los hechos de la Historia.
Esta forma de disimulo del verdadero propósito de Lytton-Strachey está de acuerdo con su juvenil rebeldía, su formación elitista y su adscripción al grupo de Bloomsbury, donde se reunieron las élites filosóficas, científicas y artísticas de su tiempo. De modo que ese tono frío y distante va impregnando el discurso del autor, y va dejando caer ante el lector las circunstancias que rodearon la niñez de Victoria, criada entre la disciplina prusiana de las faldas maternas y las sólidas directrices de su institutriz Lehzen. Con cierto asombro leemos que la educación de la futura reina se fundamentó sobre todo en la doctrina religiosa y en un férreo adiestramiento de la voluntad basado en la moral de al iglesia anglicana. La escasa formación intelectual y política de Victoria contrasta con la de su marido Alberto de Coburgo, un hombre de su tiempo, erudito, cultivado y conocedor de las últimas tendencias filosóficas y científicas.
La figura de Victoria que va surgiendo ante nuestros ojos es tan mediocre desde el punto de vista intelectual como desde el psicológico y emocional. De las anécdotas de su adolescencia y los juicios sobre sus primos -de los que valora su apostura, el color de sus ojos y sus habilidades sociales- deducimos que se trata de una criatura romántica hasta la cursilería, cuyas aspiraciones son las de cualquier jovencita del montón. Este rasgo, que en otro biógrafo podría añadir un rasgo humano al personaje, en este caso es un indicio del retrato que paulatinamente se irá formando de tan egregia persona. En conclusión, Victoria es el resultado de unas consistentes creencias religiosas, una tozuda energía para hacer su voluntad, y un universo sentimental sin demasiado control. Sus demandas políticas y su comunicación con el Parlamento y sus ministros se rigen por la afinidad o rechazo que éstos le suscitan. Le preocupan más sus camareras que la guerra de Crimea, es decir, lo insignificante e inmediato tiene para ella más valor que la política exterior o los asuntos económicos y nacionales.
Sin decirlo tan claramente, el biógrafo ha guiado al lector hacia ese perfil que combina la insignificancia personal con la relevancia del rol heredado. De vez en cuando, entre el relato de los acontecimientos políticos que singularizaron su reinado, se desliza astutamente un suceso frívolo, como la actitud segura y sin complejos, a pesar de su rechoncha figura, que mantuvo ante la elegante y esbelta emperatriz Eugenia. De forma deliberadamente intrascendente deja caer las palabras de Victoria ante la imposibilidad de que hubiera podido sentirse inferior ante otra mujer más bella: “Ella era la reina de Inglaterra”. Se destacan su vitalidad y energía física para afrontar la vida cotidiana, los sobresaltos domésticos y la vida pública. De ello se podría inferir que el personaje presenta cierta inmadurez en su comportamiento, que le lleva a improvisar sus actos, vivir felizmente el presente sin preocuparse del futuro ni tener en cuenta el pasado. El contraste entre su carácter y el de su marido recuerda a la diferencia entre consciencia e inconsciencia. Mientras la contradictoria y ambiciosa personalidad de Alberto le hacía ser infeliz a pesar de su competencia y formación, Victoria era saludablemente fuerte y vital en su ignorancia.
La adoración casi enfermiza por su marido se manifiesta tanto en la depresión de Victoria tras la muerte del príncipe como en la biografía de Alberto encargada por la reina a Mr. Martín. Su insistencia para ensalzar la figura del difunto por encima de todo refleja ese infantilismo de carácter del que hablamos y que cada vez se hace más evidente a medida que avanzamos en la lectura. “Quería que fuera un héroe romántico de un cuento moral” reseña el biógrafo de Alberto. El empeño por magnificar la memoria del difunto consorte dice mucho de la pesadilla que supuso la insistencia de Victoria para editores, arquitectos y artistas. Su obsesiva conducta confirma la visión romántica que tuvo de su persona y de la vida que compartieron. Otro dato más que se incorpora al retrato que nos vamos formando de la que dio su nombre a toda una época.
La misma inmadurez se extiende a la comunicación que mantuvo con sus Primeros ministros, más vinculada a factores emocionales que políticos, como ya dijimos. Su afecto por Lord Melbourne se podría asociar a la necesidad de la figura paterna tanto como a la introducción de Victoria en la vida social de la Corte y sus frívolos entretenimientos. La antipatía por Gladstone se justificaba con razones puramente sentimentales pues le “consideraba más una institución que una mujer”, en palabras de la propia reina. Seguramente el mejor diagnóstico lo hace el más favorito de sus ministros: Disraeli. En su biografía podemos leer la irónica y esclarecedora descripción de Victoria:
“Era consciente de todo: de las complejas relaciones entre circunstancias y carácter que se daban en la reina; del orgullo que produce ocupar un puesto de superioridad, entrelazado en este caso de modo inextricable con la arrogancia personal; del excesivo sentimentalismo de la soberana; de la ingenuidad de sus puntos de vista; de su seria y pesada respetabilidad, tan incongruentemente salpicada de caprichosos impulsos repentinos, de actitudes extrañas y pintorescas, de los singulares límites intelectuales de Victoria y del esencial elemento femenino que impregnaba cada partícula de su ser”
Este fragmento, plagado de adjetivos valorativos, es una síntesis de la personalidad de la reina Victoria, en el que observamos que apenas contiene opiniones elogiosas y quizá por eso resulta más verosímil. El retrato no mejora con la vejez, donde la vemos convertida en una matriarca cuya vida se rige por el control del tiempo y del espacio, los dos ingredientes del ser humano y de los relatos de sus vidas, reales o imaginarias. La reina, más amable y menos estirada en su trato social, impuso el orden y la norma como eje de su existencia y de su entorno. El afán por cumplir horarios y la rigidez de sus costumbres junto con el enaltecimiento del trabajo se proyectaron en una enfermiza obsesión por la catalogación de objetos y por el coleccionismo, tal y como se narra en esta biografía:
“El deseo vehemente, agudizado y convertido en obsesión por los años, por la permanencia de las cosas, por la solidez, por la colocación de barreras visibles contra la atrocidad del cambio y del tiempo”
Quizá esta afirmación contenga la esencia del llamado espíritu victoriano, si entendemos que el placer de contemplar sus colecciones remite a su carácter conservador en todos los sentidos: político y moral. Ese espíritu conservador –de nuevo la irónica sutileza del autor- se extendió a todo: ropa, juguetes, esculturas, adornos… y todo lo fotografió y etiquetó para que permaneciera inamovible para siempre. Este afán de detener la vida y la historia, de petrificarla para que no sufriera modificación alguna, podría entenderse como el comportamiento patológicamente fetichista de quien pretende dominar las cosas porque no puede controlar situaciones o personas. Porque, según Lytton-Strachey, “sentía con redoblada satisfacción, que había conseguido detener la transitoriedad del mundo”
La misma visión de una personalidad simple y sin complejidades se evidencia en sus gustos artísticos y literarios, así como en su limitado sentido del humor. Si sus costumbres se hicieron más tolerantes y sus juicios más amables, como en su juventud con lord Melbourne, también se trivializaron sus intereses:
“…una anciana más amable, abuelita adorada […] el amor a los tópicos…los problemas sin importancia, los constantes sentimentalismos de la vida doméstica. Se convirtió en la confidente de las menudencias diarias de sus damas […] su interés por criadas y fregonas…”
“Su sentido del humor era grande pero primitivo. Cuando el chiste era más sutil le gustaba menos; y si se aproximaba a los confines de la indecencia, el peligro era serio. No nos hace gracia -decía”
Respecto a sus gustos literarios, se ironiza sobre su afición a ciertas novelas y su incapacidad para comprender la obra de George Elliot qu Alberto le había recomendado. Pero debemos considerar que su formación fue ínfima y sus lecturas más frecuentes, sermones y libros de oraciones. Así que tenemos la impresión de estar ante una figura histórica muy poco relevante respecto a la política y a la ciencia, ya que no influyó en la primera e ignoró la segunda. Una época tan estimulante respecto a los grandes cambios económicos, sociales y científicos permaneció oculta para este personaje que vivió en una burbuja y a espaldas del mundo. De los movimientos de liberación de la mujer dijo: “Dios creó a los hombres y a las mujeres diferentes. Dejadles, pues, a cada uno en su sitio”
Educada en la ortodoxia cristiana, tampoco sus creencias y prácticas religiosas eran complicadas, pues practicaba la moral aprendida de Lehzen, hija de un pastor luterano, y la de su madre, la duquesa de Kent:
“Su naturaleza, tan poco sutil e imaginativa, la hacía apartarse del complicado misticismo de la Alta Iglesia anglicana; parecía encontrarse más a gusto en la fe sencilla de la Iglesia presbiteriana de Escocia”
Finalizado el retrato en todos sus matices, nos quedamos con la impresión de que la persona no ha estado a la altura de su personaje, y resulta difícil comprender cómo alguien cuyo mayor mérito ha sido nacer en una familia de reyes y vivir muchos años ha dado su impronta a una de las épocas más interesantes del siglo XIX. Pues, como indica su biógrafo, la influencia de Victoria en la política fue escasísima, salvo el paréntesis de la vida de Alberto. Las claves de su popularidad habría que buscarlas en el misticismo de la corona, que hizo ley del sentido común y en la sintonía con un país que se asentaba en la defensa de la propiedad privada, en la clase media y en la magnificencia del Imperio. En una lúcida e ingeniosa frase se resume este principio tan británico: “El imperialismo, además de un negocio, era una creencia”
La sencillez de su personalidad y el boato de la monarquía podrían ser algunas de las claves por las que fue tan popular entre sus súbditos, según Lytton-Strachey, además del hecho de haber reinado sesenta años: Tal vez fuera su personalidad y su posición –la maravillosa combinación de ambas- lo que en definitiva resultó fascinante”
Los valores victorianos se entienden mejor después de leer esta biografía, en la que hemos visto emerger las virtudes de la moral, el trabajo, la estabilidad y el respeto a la vejez. Se cierra así el círculo de una vida que se nutrió de una infancia severa, una religión sencilla y del orgullo de ser reina. Concluimos con la última pincelada a este retrato magnífico y sugerente, pues contiene más preguntas que aserciones:
“Absorta en su vida rutinaria y poco capacitada para distinguir entre lo accesorio y lo esencial, Victoria sólo era remotamente consciente de lo que ocurría. Al finalizar el reinado, la Corona era más débil que nunca.”
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