viernes, 19 de febrero de 2021

Un historia de la lectura - Comentario

 

EL LECTOR Y SUS PASIONES INCONTENIBLES

Antonio Rey

 

 

En cada coleccionista existe un Don Juan Tenorio.

Freud

 

El libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo,

teme a los roedores, resiste mal la intemperie

y sufre cuando cae en manos inexpertas.

Umberto Eco

 

Lo bueno de robar libros (y no cajas fuertes)

es que uno puede examinar con detenimiento su contenido

antes de perpetrar el delito

Roberto Bolaño

 

 

En la última sesión de nuestra tertulia literaria y a raíz del debate promovido por Una historia de la lectura ya comentamos que Alberto Manguel nació en Buenos Aires, y vivió allí, pero también en Inglaterra, Francia, Italia, Tahití, Canadá y Estados Unidos. De 2000 a 2015, su lugar preferido en el mundo fue la localidad francesa de Poitou-Charentes, donde él y su socio y pareja compraron y restauraron un presbiterio medieval, y se hicieron construir una biblioteca con paneles de roble para albergar los casi 40.000 libros de Manguel, reunidos a lo largo de su vida. Como también sabemos, en septiembre de 2020, la colección fue donada al Centro de Investigación en Historia de la Lectura en Lisboa, Portugal, con Manguel a la cabeza. Ante esta importante cifra de libros cabe preguntarse si una persona que reúne esta enorme biblioteca es un simple coleccionista, un bibliófilo, o se adentra ya en los terrenos de la psicopatología.

Me propongo, con la brevedad que este espacio me proporciona y para no cansaros en demasía, indagar un poco en estas ‘patologías del libro’, o cómo en realidad debían ser llamadas: ‘patologías del lector’.

Lo primero sería definir qué es el coleccionismo y si detrás de ese título se esconde alguna suerte de pasión morbosa, ya que este hábito se ha convertido en materia de investigación por parte de estudiosos de las ciencias sociales y desde el punto de vista de la psicología existe inclusive un apartado de estudio denominado ‘psicología del coleccionismo’, que intenta encontrar los mecanismos y los factores motivadores que hacen que determinadas personas dediquen a veces grandes cantidades de dinero, tiempo y esfuerzo para crear y mantener colecciones, en este caso de libros.

En principio el coleccionismo puede muy bien ser una actividad beneficiosa, una distracción, un hobby, una «patología sana» (A. Vallejo-Nágera) o «locura amable» (N. A. Basbanes), una fuente de placer enriquecedora y que aporta importantes beneficios psicológicos al que la practica como el desarrollo de la memoria, el orden, la paciencia o la constancia. Pero el coleccionismo también puede tener un lado oscuro y cuando el sujeto se convierte en un comprador compulsivo, estamos llegando a la frontera de la patología, en este caso el coleccionismo obsesivo. Por tanto es factible que coleccionar libros de esta manera pueda ser un síntoma de un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). Por otro lado están los cuadros clínicos, como el síndrome de Diógenes (también llamado disposofobia o silogomanía) caracterizado por la acumulación de objetos (acumular no es coleccionar) o la adicción a las compras, con lo que llevan de acopio de objetos, que ya figuran con pleno derecho entre los trastornos mentales. Las diferencias son bastante obvias: el coleccionista tiene un propósito definido, presume de su colección y suele ser ordenado, factores que no se dan en este otro tipo de desorden. 

Si nos atenemos a la definición de la RAE, colección es el ‘conjunto ordfenado de cosas, por lo común de una misma clase y reunidas por su especial interés o valor’, y coleccionista el que hace colección de algo. De forma que, en principio, ser coleccionista no es un comportamiento moralmente errado ni psicológicamente desviado.

 Cuando se habla de libros a esta práctica se le denomina bibliofilia, la madre de todas las patologías y a su pariente más cercana, bibliomanía (también llamada por Joaquín Rodriguez, bibliofrenia). ¿Y dónde está la diferencia o el límite entre ambas? Dicho de manera rápida podemos decir que el bibliófilo ama los libros, y el bibliómano es el que ha llevado ese amor a los límites de lo mórbido.

No podemos dejar de citar el famoso artículo de Umberto Eco, notable bibliófilo, titulado Desear, poseer, enloquecer. Aclara el sabio italiano que la bibliofilia «es ciertamente un amor por los libros, aunque no necesariamente por su contenido», y por lo tanto, sería un amante del libro-objeto. Para él la divisoria entre bibliófilo y bibliómano radicaría en la intención, o sea, en la razón que lleva a cada uno a comprar un libro. El primero quiere el libro pero quiere compartirlo, mostrarlo a los demás, presumir de su colección. Entre ambos solo media un estrecho filo, el que le lleva a enloquecer, de tal manera que más que la intención debemos hablar de la intensidad del deseo y aparece la propensión exagerada a acumular libros. Así entramos en el tercer escalón de Eco y hablamos de bibliomanía.

Aunque el vocablo parece ser que ya había sido utilizado antes, adquiere carta de naturaleza cuando el reverendo Thomas Frognal Dibdin (1776-1847), coadjutor en Kensington, escribió, en 1809, un tratado de casi 800 páginas con el título The Bibliomanía or Book Madness. Containing some account of the History, symtomns, and cure of this fatal disease. Este mismo autor al final de su vida, en 1832, también ideó un nuevo concepto para describir un sentimiento opuesto a la bibliofilia al que llamó bibliofobia y que se caracteriza por ser una auténtica aversión a los libros. Algunos, incluso, han propuesto una clasificación de este mal y la dividen en: monográfica o selectiva, coyuntural o temporal y pasajera, bibliofobia clínica y, por último, la sobrevenida o inducida. En la actualidad se sigue entendiendo a esta última como una fobia más, o lo que es lo mismo, un miedo irracional a un estímulo fóbico, en este caso los libros y la lectura. Suele iniciarse en edades tempranas cuando los niños tienen, normalmente en la escuela, alguna experiencia muy desagradable con la lectura, que les hace sentirse mal.

Y volviendo a los bibliómanos los ha habido innumerables a lo largo de la historia. Citaremos como ejemplo a Cicerón (106-43 a.C.), impenitente y obsesivo, o a Francesco Petrarca (1304-1374), poseído de «un deseo insaciable incapaz de controlar» como el mismo confesaba en una carta a un amigo. Otro ávido bibliófilo fue Samuel Pepys (1633–1703), funcionario naval, político y célebre diarista británico. Conocido por su diario privado, donó a la Universidad de Cambridge su fabulosa biblioteca. Muy citado es el caso de Sir Thomas Phillips (1792-1872), anticuario británico, considerado el coleccionista de libros más desmedido de la historia y que se hizo famoso por reunir la mayor colección de material manuscrito en el siglo XIX d. C., debido a su severa condición de bibliómano. Acumuló cerca de 40.000 ejemplares de libros y 60.000 manuscrito, toda una serie de tesoros bibliográficos solo con la intención de enterrarlos en su casa. Su mansión estaba atestada de libros. Compró bibliotecas enteras y jamás vio lo que había comprado. En una ocasión le escribió a un amigo diciéndole que quería llegar a tener todos los libros del mundo. Al final, su enfermedad bibliomaníaca, que bien podría bautizarse con el neologismo bibliotafia (enterrar libros), le hizo perder toda su fortuna. Contemporáneo y compatriota de Pepys es el caso de Richard Heber (1773-1833) poseído igual que los anteriores por una pasión impetuosa por el coleccionismo de libros. Se dice que llegó a poseer unos trescientos mil libros almacenados en ocho casas repartidas por toda Europa (París, Bruselas, Gante y Amberes). Otro destacado coleccionista bibliómano fue el pintor londinense Robert Lenkiewicz (1941-2002) quien durante cuarenta años construyó una biblioteca de alrededor de 25.000 volúmenes dedicados sobre todo a las ciencias ocultas, la demonolatría, la magia, la filosofía, especialmente la metafísica, la alquimia, la muerte, la psicología y la sexualidad. Su colección de libros sobre magia y brujería fue una de las mejores en manos privadas y acabó a su muerte por venderse progresivamente en subastas. Y ya en el siglo XX citaremos a Alfred Chester Beatty (1875-1968) como uno de los grandes coleccionistas de libros y manuscritos de África, Asia, Europa y Oriente medio, que actualmente se encuentran en Dublín en una biblioteca con su nombre.

Y siguiendo con otras bibliopatías, entraremos de lleno en el terreno de una de las más graves: la biblioclastia. Atendiendo a su etimología, el vocablo viene del griego biblio: libro y klao: romper. Es decir, destrucción de libros. Como sinónimo tenemos el anglicismo biblioclasmo, aún no admitido por la RAE. Entre las definiciones de esta auténtica perversidad, variante extrema de la bibliofobia, me quedo con la que propone M. Albero: «actividad de lesa humanidad practicada a título individual, pero también a veces de forma institucional y sistemática, consistente en destruir libros por los más variados procedimientos, siendo la quema el preferido por su alto contenido simbólico».

  La destrucción de libros puede ser de dos clases: natural, por un lado, o bien provocada intencionadamente por el hombre. Entre las primeras están: la acción del tiempo; el maltrato natural; las catástrofes naturales: incendios, inundaciones, etcétera; el polvo y la humedad; las guerras y revoluciones y los insectos bibliófagos.

Y respecto a las causas provocadas por el hombre, recurriremos otra vez a Umberto Eco que distingue, atendiendo al motivo de la misma, tres tipos de biblioclastia: la fundamentalista, por injuria y por interés. En la primera el destructor no odia a los libros como objeto, sino por su contenido y no quiere que otros los lean. El segundo tipo, por incuria, se produce por dejadez de forma que el estado en que están muchas bibliotecas conduce a la destrucción de sus libros. Es la de tantas bibliotecas, tan pobres y tan poco cuidadas, que a menudo se transforman en espacios de destrucción del libro, porque una manera de destruir los libros consiste en dejarlos morir y hacerlos desaparecer en lugares recónditos e inaccesibles. Y, por último, el biblioclasta por interés, bastante común entre anticuarios poco íntegros, que son los que destruyen libros para venderlo por partes, y así obtener mejor provecho para su negocio.

A lo largo de la historia de la humanidad, y desafortunadamente en fechas recientes, se han cometido multitud de crímenes contra los libros. Fernando Baez en su excelente y exhaustivo libro nos propone un extenso itinerario que nos lleva desde la destrucción de tablillas sumerias al reciente saqueo de las bibliotecas de Bagdad, pasando por la destrucción de la legendaria biblioteca de Alejandría, los grandes clásicos griegos desaparecidos, la obsesión destructora del emperador chino Shih Huang-Ti, los papiros quemados de Herculano, los desmanes de los inquisidores, el incendio de la biblioteca del El Escorial, la suerte dispar de los libros gnósticos y astrológicos, la quema de libros por los nazis, la destrucción de libros durante la Guerra Civil española, la censura de autores como D. H. Lawrence, J. Joyce o S. Rushdie por motivos sexuales o religiosos y otros muchos más.

Y para terminar este apartado citaremos, dentro de la «biblioclastia literaria», varios ejemplos notables. En los Hechos de los Apóstoles se narran quemas de libros de magia por parte de conversos al cristianismo en el siglo I d.C.: «Bastantes de los que habían practicado la magia reunieron los libros y los quemaron delante de todos. Calcularon el precio de los libros y hallaron que ascendía a cincuenta mil monedas de plata. De esta forma la palabra del Señor crecía y se robustecía poderosamente.»

También es famoso el pasaje de la hoguera de libros en el capítulo VI de El Quijote donde se muestra la selección de libros de caballerías y su quema posterior, en el episodio conocido como «donoso escrutinio» y que aunque ha sido fuente de variadas interpretaciones parece claro que es una tremenda crítica literaria y que Cervantes se hizo eco de las diversas prácticas de censura que en su época se aplicaban a la escritura.

Otro clásico literario es la novela distópica de Ray Bradbury Farenheit 451 (con película homónima de Francois Truffaut de 1966) donde la biblioclastia es la protagonista incuestionable, en la cual se presenta una sociedad donde los bomberos tienen la misión de localizar y quemar libros.

Y por tercera vez tenemos que citar a Eco que publicó, como es sabido, El nombre de la rosa en 1980. En esta obra (y en la película de Jean Jaques Annaud en 1986) se trata extensamente el tema de los libros cuya lectura debe prohibirse, del conocimiento reservado para unos pocos, de los vicios del espíritu. De hecho, la biblioteca más completa de toda la Edad Media se consume bajo las llamas de un pavoroso incendio que, aunque fortuito, no deja de conseguir el fin de acabar con el conocimiento que se considera poco encaminado hacia la alabanza de Dios.

Y para terminar no podemos olvidar aquí a Pepe Carvalho, detective protagonista de la serie de novela negra escrita por el autor barcelonés Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003). Carvalho tiene un pasado de militancia comunista y ha sido agente de la CIA. Su afición principal es la gastronomía y para encender la chimenea de su casa de Vallvidrera el detective recurre a los libros de su biblioteca, lo que el autor aprovecha para, a la manera del escrutinio de la biblioteca del Quijote (uno de los primeros libros que entrega a las llamas), llevar a cabo un ejercicio de crítica literaria. En palabras de su personaje, “Leí libros durante 40 años de mi vida y ahora los voy quemando porque apenas me enseñaron a vivir” dice en Quinteto de Buenos Aires. El primer libro quemado había sido España como problema de Laín Entralgo. En Tatuaje (1974) le quedaban unos tres mil libros y en Los mares del sur (1979) ya había quemado un tercio. El acto pirómano de Carvalho no es, ni mucho menos, un acto de represión cultural o de censura, sino más bien una expresión poética de amor a la literatura y a la vida, y un grito de desencanto.

Y hemos dejado para el final dos de las patologías del lector que también han generado bastante bibliografía, bien por su frecuencia o por su peculiaridad. Nos referimos a la bibliofagia y a la bibliocleptomanía.

  Por otro lado, cuando hablamos de bibliofagia nos referimos, ateniéndonos a su etimología, al hecho, no muy usual, de comer libros. Y a partir de aquí debemos distinguir entre una bibliofagia verdadera o clínica y otra, metafórica, referida a la lectura voraz. Esta última se define como la necesidad de lectura constante y se manifiesta de manera distinta en cada individuo y en cada situación. Manguel en su capítulo «Lectura privada» dice que cada cual gusta de leer de una manera o en un lugar determinado; en una butaca precisa, en la cama, al aire libre, bajo un árbol, etc. ya que con frecuencia, el placer que proporciona la lectura depende de la comodidad del lector. Cada cual tiene su lugar preferente para cada tipo de lectura. Pero el devorador de libros -que no hay que confundirlo con el lector empedernido-, no se los come en sentido literal sino que los lee pero con devoción y atolondramiento. Gallud Jardiel ha llamado a esta actividad de «comerse» los libros con prisa y ansiedad bibliopepsia, que es una enfermedad que define como «propensión a la lectura apresurada, fragmentada y sin aprovechamiento», y Albero dice con ironía que es muy común entre solapistas, lectores en diagonal y lectores de blogs. Manguel habla en su libro de las metáforas gastronómicas y cita el caso famoso de Samuel Johnson, el lector voraz, que ya hemos comentado en nuestra tertulia. (Apartado Metáforas de la lectura, a la que remitimos)

 Pero la bibliofagia en sentido estricto consiste en comerse de verdad los libros y ha existido y existe como trastorno psiquiátrico. Se le conoce con el nombre de «pica», vocablo que procede latín y quiere decir «urraca» (Urraca común = Pica pica), ave de la familia de los córvidos, conocida por robar y consumir sustancias incomestibles. La pica aparece en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-V) como un trastorno de la ingestión y de la conducta alimentaria de la infancia o la niñez y definido como el consumo persistente de sustancias no nutritivas durante un período de por lo menos un mes, de forma inadecuada y siempre que su práctica no esté sancionada culturalmente. Muchas especies animales, incluidos primates, presentan este comportamiento. El trastorno está documentado desde la antigüedad, y en la mayor parte de los casos, se ha considerado más como síntoma de otro trastorno que como entidad independiente. Se presenta sobre todo en niños, embarazadas, enfermos mentales, autistas y discapacitados intelectuales. Su causa es desconocida aunque su descripción, como decimos, es antigua. Los raros casos de bibliofagia más famosos están ya descritos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. El profeta Ezequiel (c. 595-570 a.C), que tuvo importantes revelaciones en forma de visiones simbólicas que según la creencia hebrea le fueron transmitidas por Jehová, dijo que Dios le presentó un rollo de papiro y le ordenó :Abre la boca y come lo que te presento. Miré y vi que se tendía hacia mí una mano con un rollo. Lo desenvolvió ante mí y vi que estaba escrito por delante y por detrás, y lo que en él estaba escrito eran lamentaciones y elegías". Y siguió diciéndole: «Hijo de Hombre, come eso que tienes delante; come ese rollo y habla luego a la casa de Israel. Yo abrí la boca e hízome él comer el rollo, diciendo: Hijo de hombre, llena tu vientre e hincha tus entrañas con este rollo que te presento. Yo lo comí y me supo a mieles».

Visión del profeta Ezequiel
La bibliofagia también está presente en el Apocalipsis de san Juan donde se retoma esta idea de tragar una obra: «La voz que yo había oído del cielo, de nuevo me habló y me dijo: Ve, toma el librito abierto de mano del ángel que está sobre el mar y sobre la tierra. Fuíme hacia el ángel diciendo que me diese el librito. Él me respondió: toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel. Tomé el librito de mano del ángel y me puse a comerlo».

   F. Baez comenta que el hecho no debía ser tan raro en la antigüedad y la prueba de ello es que Dioscórides (40-90 d.C) lo recomendaba en su Materia médica: «El papiro quemado hasta hacerlo ceniza tiene virtud de atajar las úlceras corruptivas, las de la boca y las de cualquier parte, el papel de papiro, quemado, obra lo mismo pero con más fuerza». También Hacia el 130 d. C., Artemidoro, autor del más antiguo tratado de interpretación de los sueños que se conoce, mencionó a aquellos donde se comen libros: «Soñar con comer un libro es bueno para personas instruidas, para sofistas y para todos aquellos que se ganan la vida disertando sobre libros»

   Y ya en el terreno del anecdotario y en épocas más recientes, entre las curiosas historietas atribuidas a Menelik II emperador de Etiopía (entonces Abisinia) (1889-1909), cuenta G. Doval que Menelik tras pasar un ictus, y como buen creyente, convencido de que al comer páginas de La Biblia sanaría, se tragó algunas hojas de El libro de los Reyes (algunos exagerados dicen que el libro entero).

   Para terminar esta condensada síntesis hablaremos un poco de la bibliocleptomanía, que es la cleptomanía de los libros, o sea la pasión de robar libros, seguro que conocida de todos y todas. Es, bien mirado, la patología más grave, sobre todo para el agraviado. La definición se aplica también para aquella persona a la que se le ha prestado un libro y jamás lo devuelve a su dueño.

   Existe una bien elaborada tipología del ladrón de libros y estos se pueden clasificar en tres grupos: el ladrón ocasional, que roba siempre que tiene oportunidad. El ladrón ilustrado, que es aquel que de verdad quiere un libro, pero no tiene dinero para comprarlo. Por último tenemos al ladrón por encargo, señalado por los libreros como el más odiado.

A lo largo de la historia ha habido ladrones ilustres. A la cabeza se coloca el famoso Conde Libri (Conde Guglielmo Libri Caricci dalla Sommaja) cuya vida (1803-1869) es de tal fertilidad y riqueza que puede parecer inventada; fue, entre otras cosas, un matemático ilustre publicando una teoría sobre los números con solo diecisiete años. Se le concedió la Cátedra de Física Matemática de Pisa en 1823, con solo veinte años. Fue miembro de la Academia de las Ciencias y publicó en Italia una historia de las matemáticas en cuatro volúmenes. Bibliófilo apasionado logró coleccionar más de 40.000 libros y manuscritos. Más tarde fue nombrado nada menos Inspector de Bibliotecas de Francia, aunque una vez que se fueron descubriendo sus flaquezas le llegó una orden de arresto que le obligó a exilarse a Inglaterra, no sin llevarse en cajas 30 mil libros de su colección y que posteriormente fueron vendidas en subastas  públicas.

De entre los españoles, cuenta Albero las andanzas de Don Bartolomé José Gallardo a quien debemos el término bibliopirata, voz acuñada por Serafín Estébanez Calderón y que aparece en un soneto que le dedicó, y que no podemos dejar de reproducir:

 

Caco, cuco faquín, bibliopirata,
tenaza de los libros, chuzo, púa,
de papeles, aparte la ganzúa,
hurón, carcoma, polilleja, rata;

uñilargo, garduño, garrapata
para sacar los libros, cabria, grúa,
Argel de bibliotecas, gran falúa
armada en corso, haciendo cala y cata.

Empapas un archivo en la bragueta,
un Simancas te cabe en el bolsillo,
te pones por corbata una maleta;

juegas del dos, del cinco por tresillo,
y al fin te beberás, como una sopa
llena de libros, África y Europa.

 

   Gallardo escribía versos y escritos satíricos que le valieron condenas. Por su afición literaria fue un bibliófilo destacado, citado nada menos que por Menéndez Pelayo, y publicó un Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos, que según M. Albero, es uno de los tesoros de la bibliografía nacional. Pero de bibliófilo pasó a bibliocleptómano, y una de sus mayores hazañas fue robar libros en la Biblioteca Nacional; los arrojaba por la ventana para que un ‘asistente’ los recogiera, y a lo largo de su vida expolió toda clase de bibliotecas públicas y particulares; tuvo, por otro lado hasta sus partidarios, como Unamuno que le llamó ‘salvador’, dando a entender que gracias a sus sustracciones se salvaron muchos libros que de otra forma hubieran desaparecido.

   Pero estos estas cifras de libros robados palidecen ante las 19 toneladas (sic) de libros y manuscritos valiosos, incluyendo incunables y códices indígenas, que robó Stephen Blumberg de 140 bibliotecas de universidades norteamericanas.

   También en la literatura se mencionan a otros famosos ladrones de libros como la bibliotecaria de Filadelfia Susan Horn que en 1997 fue desalojada de su apartamento y sus compañeros hallaron 6.000 volúmenes que ella había sustraído del acervo que custodiaba.

   Sin embargo cualquier caso de robo de libros es nada en comparación con la leyenda de fray Vicente, miembro del monasterio de San María de Poblet en Barcelona, que durante una supuesta quema de su convento en 1835 salvó volúmenes raros y puso una librería. Pero llegó a tal su locura libresca que llegó a asesinar a una docena de personas para recuperar los ejemplares que les había vendido o hacerse con un ejemplar del Furs de Valencia impreso en 1482 por Lambert Palmar, introductor de la imprenta en España.  Más tarde Gustav Flaubert leyó la historia del librero asesino y estructuró un relato llamado Bibliomanía, primer texto publicado por el escritor francés.

   La lista podría ser más extensa y detallada pero remitimos a la bibliografía esencial y terminamos aquí este modesto acercamiento al mundo de la patología del lector.

 

Bibliografía esencial

Albero, M. (2013). Enfermos del libro. Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas. Sevilla. Universidad de Sevilla

Albero, M. (2017). Roba este libro. Introducción a la bibliocleptomanía. Madrid. Abada Editores

Baez, F. (2004). Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumarias a la guerra de Irak. Barcelona. Destino

Basbanes, N.A. (1995). A Gentle Madness: Bibliophiles, Bibliomanes, and the Eternal Passion for Books. Fine Books Press (Edición Kindle)

Bibliopatías (2016). Texturas, nº 30, 148 p.

Blades, W. (2016). Los enemigos de los libros. Contra la biblioclastia, la intolerancia y otras bibliopatías. Madrid. Forcola

Blom, Phillip (2013). El coleccionista apasionado. Barcelona. Anagrama

Doval, G. (2004). El libro de los hechos insólitos. Madrid. Alianza Ed.

Eco, H. (2001). Desear, poseer y enloquecer. El malpensante, 31, 55-57.

Flor, F. R. de la (2004). Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura. Sevilla. Ed. Renacimiento

Gallud Jardiel, E. (2007). Voy a dar voces. En: http://humoradas.blogspot.com

Rodríguez, J. (2010). Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros. Santa Cruz de Tenerife. Ed. Melusina

lunes, 15 de febrero de 2021

Una historia de la lectura - Comentario

 

El poder del lector
 Gloria Benito

 La verdad es que nuestro poder como lectores es universal, y es universalmente temido, porque se sabe que la lectura puede, en el mejor de los casos, convertir a dóciles ciudadanos en seres racionales, capaces de oponerse a la injusticia, a la miseria, al abuso de quienes nos gobiernan. (Prólogo)


El núcleo de este riguroso y atractivo acercamiento  a la lectura se  encuentra en un tema que sobrevuela todo el texto: el poder del lector en un proceso comunicativo que parte del autor como creador del libro y llega al lector como destinatario e intérprete de su sentido. De acuerdo con las modernas teorías de la interpretación, Alberto Manguel  plantea su proyecto como reivindicación de un lector, poderoso como un dios, que mediante la lectura ordena el caos y crea su propio universo. Este lector-intérprete se establece como centro y motivo de una red de conceptos, trabados para profundizar en los numerosos y sugerentes matices que se desarrollan a lo largo del libro.                                           

Esta estructura reticular queda contenida y encuadrada por el primer y último  capítulo, titulados La última página y El último pliego. En el primero, tras dejarnos atisbar el misterioso enigma del significado, insiste el autor en el carácter creador y transformador de la lectura cuando ésta es lenta, reflexiva y acumulativa. Cuando leemos —dice Manguel— proyectamos nuestro bagaje cultural, en el que se encuentran los libros leídos. Pero sobre todo se nos hace cómplices de su decisión de no contar esta historia de forma cronológica sino asociativa, al modo del mosaico  formado por gran variedad de teselas.

En el último capítulo, el autor nos sirve una enumeración, casi tan caótica como la del Aleph de Borges, de todos aquellos aspectos que podría haber tratado—y no trata— en su libro, con lo que sutilmente se adelanta a críticas impertinentes. Con esta argucia, además de ilustrarnos  sobre la enormidad de  tal proyecto, Manguel deja al lector en soledad frente a un texto abierto y no conclusivo para que empiece a desempeñar su rol, que “consiste en hacer visible aquello que la escritura sugiere mediante indicios y sombras
El contenido medular del libro está organizado en dos secciones. La primera, Lecturas, comprende nueve entradas o capítulos, donde la diversidad temática va desde la explicación de los mecanismos cognitivos de la lectura — de Aristóteles a la Neurolingüística— hasta las metáforas gastronómicas de referencia: “Algunos libros hay que saborearlos, otros hay que tragarlos, y unos pocos, masticarlos y digerirlos”  “…hablan de que un libro es un refrito, de aderezar la trama, de condimentar una escena, o de hincarle el diente a un texto”. 

Pero si alguna idea se impone es la de  priorizar la lectura silenciosa en un espacio de intimidad y recogimiento como medio de vincular  la interpretación personal del lector con el ejercicio de su libertad. Pues es esta libertad interpretativa la que convierte al lector en sujeto de un proceso que Manguel considera cercano a la adquisición del conocimiento. Comienza —nos dice— con la capacidad y el derecho de hacer preguntas y aceptar la liquidez cambiante del texto como algo inacabado, donde lo ausente, las pausas, los vacíos puedan ser significativos ya que “el misterio, lo secreto, lo vacío reflejan mejor la realidad y la vida”.

Este hilo se enlaza con otros, como la importancia de la memoria como “biblioteca íntima” y la del aprendizaje comprensivo, cuyo fundamento es la libertad del alumno para leer e interpretar textos completos y no fragmentarios o seleccionados en aras de intereses espurios.  Fuera de ese espacio de soledad creadora, la capacidad lectora trasciende su esencia individual para proyectarse hacia otros espacios y ámbitos de la vida. Por ejemplo,  los que determinan la forma y tamaño de los libros, e incluso el mobiliario para leer, estudiar, copiar o iluminar textos. La lectura se extiende más allá de la escritura alfabética para abarcar regiones iconográficas, con fines didácticos y religiosos, cifradas en  muros y vitrales.

Mediante los nueve capítulos de la segunda sección, Los poderes del lector, penetra en los aspectos relativos a la vida social o económica donde el libro se convierte en administrador de emociones colectivas o negocios cotidianos. Así, La lectura para otros suele tener una finalidad utilitaria, ya sea de índole espiritual, adoctrinadora o de grato y saludable entretenimiento. Con ironía llama nuestra atención sobre las lecturas de los autores ante un público entregado como una forma de publicitar su producto y fomentar las ventas, algo que sucedía ya en la antigua Roma. Con similar actitud nos conduce hacia los primeros bibliotecarios, catalogadores de libros, que ordenan así su universo de libros. Nos acerca a la esencia creadora de la traducción que —como dice Rilke— considera “el procedimiento más puro para reconocer la habilidad poética”. Muestra a los que se aprovechaban de la credulidad del pueblo para basar en los libros sus augurios o profecías, como hiciera Constantino para justificar su política. Nos enseña, mediante la historia de la pintura, cómo el lector simbólico pasó de ser masculino a femenino en el reformista y humanista siglo XIV, y la poca duración de este logro.

En el interesante capítulo, La lectura entre paredes, nos asombra con las literaturas y lenguas que surgieron de las restricciones de libertad, como las que sufrieron las mujeres japonesas de la época Heian, cuyo instinto de supervivencia fructificó en obras como La historia de Genji y El libro de la almohada. A estos datos y reflexiones se añaden otras aparentemente más anecdóticas como la tolerancia hacia los que roban libros para exponerlos después en sus vitrinas como propios, poseídos de una patología bibliómana. Pero a continuación nos encontramos con otros ladrones encubiertos, como  los que censuran y queman libros asfixiando libertad de los lectores  porque ellos, los más peligrosos saqueadores de los derechos de los ciudadanos, son los que cierran librerías y bibliotecas porque  conocen y temen el poder del lector. 

Manguel cita a Kafka cuando éste exige que “sólo leamos libros que muerdan y arañen”. Irene Vallejo, nos recomienda “libros que perturben”. Barthes  menciona el gozoso “punzamiento” que algunas lecturas nos producen. Lo que tienen en común estas reflexiones es que todas nos hablan de un maravilloso objeto que deja huella, nos transforma, nos hace crecer. Como este libro, Una historia de la lectura

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Como complemento os dejamos este interesante artículo aparecido en el diario El País :https://elpais.com/diario/2007/01/13/cultura/1168642803_850215.html?prm=enviar_email

jueves, 11 de febrero de 2021

Una historia de la lectura - Comentario


Por José Luis Vicent Marin

   
 
Con el uso del artículo indefinido “Una” en la denominación del título, Alberto Manguel afirma que esta no es la única historia de la lectura posible. En el último capítulo habla en primera persona de un libro que como escritor no ha escrito y como lector le gustaría leer, llamado "la historia de la lectura", con el artículo definido que le confiere el poder de ser la verdadera, la absoluta, pero que abarcaría tanto que sería imposible de hacer. Esa obra incluiría varias páginas en blanco que el lector tendría la capacidad de rellenar y dado que cada uno de ellos, de nosotros, sería libre de interpretar e imaginar a su manera, iría creciendo de acuerdo al número de los mismos, haciendo buena otra declaración suya afirmando que se trataría, además, de una historia sin fin.
La propia tertulia del club de lectura y ahora mismo, estas simples letras, por minúsculas que sean, quizá estén entrando en ese terreno expansivo y al mismo tiempo tan unipersonal, como lo manifiesta aseverando que “la imprenta  ha creado la ilusión de que todos los lectores del Quijote están leyendo el mismo libro”.
Es evidente pues, que el autor concede al lector todo el protagonismo. Significativa es su cita de que "quizá se pueda vivir sin escribir pero no se puede vivir sin leer" como igualmente lo son las del comienzo de las dos partes en que ha dividido la obra. La primera que lleva por título “la última página” contiene una brevísima de Gustave Flaubert que dice sencillamente “leer para vivir” y la segunda cuyo título es nada menos que “los poderes del lector” otra rotunda de Ralph Waldo Emerson afirmando que “hay que ser inventor para leer como es debido”.
Tal vez ese halago le venga por las lecturas que de niño le hacía al Borges ya muy privado de vista, donde aquel se constituía en el verdadero lector, el que viajaba e imaginaba el paisaje, mientras Manguel se limitaba a conducir el vehículo.
Cada uno de sus 22 capítulos es como un mini ensayo y se ocupa de un aspecto concreto referido a la lectura. Incluye una ligera introducción, a menudo personal, que enlaza con un desarrollo temporal y finaliza con una reflexión, una conclusión, o incluso una duda, un pro y un contra, o un interrogante que nos obliga a detenernos y a pensar antes de acometer el siguiente capítulo.
De hecho, dada la complejidad de abarcar la obra como un todo, quizá fuera necesario extraer un poco de cada uno, algo así como una muestra de sangre dispuesta a ser analizada en un laboratorio de más largo alcance que mi simple vista. Por tanto, pasaré someramente por ellos con no muchas más palabras que las que contienen su propio título.
 
“La última página” goza de tener, entre otros, a Borges como referente y habla del enorme poder trasmisor de los libros que pueden influir de maneras distintas en los lectores y concluye que a diferencia de la vida, los puedes vivir cuantas veces quieras.
En “leer sombras” habla de la evolución del proceso de la lectura, genético, sensorial, etcétera, hasta las complejas connotaciones personales que deciden sea el lector quien sirve al texto y no al revés.
En “Los lectores silenciosos” trata del camino hasta llegar a ellos, nosotros mismos, puesto que al principio la mayoría de la gente no sabía leer y se limitaba a escuchar. De ahí viene “prestar oídos” a un relato o ese texto “no suena bien”. Leer para uno mismo en silencio posee la gran ventaja de no requerir del tiempo estricto para pronunciarlo, alargándolo o acortándolo a nuestro interés.“El libro de la memoria” centra su atención en toda la sabiduría que, de viva voz,  fue pasando de generación en generación y por eso cuando en África muere un anciano, arde una biblioteca.
En “aprender a leer” se plasman una serie de métodos utilizados a lo largo de la historia, pasando por la edad media, renacimiento, etcétera hasta llegar al método escolástico, la escuela de Selestat o la universidad de Heildelberg que incorporando una perspectiva humanista fueron creando la antesala de la enseñanza actual.
“La primera página en blanco” empieza con un texto de Kafka afirmando que toda lectura es alegórica y por tanto objeto de otras lecturas. Hace mención a Dante que diferenció la lectura literal de la alegórica o mística que subdividió en otras tres y a Tomás de Aquino que contaba con la “intencionalidad del autor”. Finalmente vuelve a profundizar en Kafka que de niño elaboró su propia manera de leer y de adulto afirmó que un libro debe ser escrito para que “quiebre el mar helado de nuestro interior”. Existen alrededor de 15.000 títulos acerca del estudio de su obra. De su Metamorfosis se dice que incita a la risa, a la parábola religiosa, al bolcheviquismo, a la decadencia burguesa, etcétera, y El Castillo no posee la última página porque el lector puede continuar a través de los infinitos niveles de texto.
En “lecturas de imágenes”, entramos en una galería de arte atemporal con dibujos prehistóricos, grabados en pergaminos, pinturas religiosas sobre  lienzos, paredes o vidrieras y obras talladas en madera o en piedra, mostrando una narrativa concreta o a menudo sujeta a la libre interpretación.
“Leer para otros” nos ofrece situaciones concretas como las lecturas apremiantes de su niñera, las de las fábricas de tabaco en Cuba y la anécdota de la marca Montecristo, las de la vida monástica o las de los juglares, amén de esa interesante mención al Quijote de Cervantes donde todo un capítulo “el curioso impertinente” es leído como una novela independiente. La conclusión de que la lectura ajena despersonaliza al oyente privándole de una parte de su libertad contrasta con el mencionado Borges que, escuchando, quizá veía más que otros a través de su ceguera.
En “las formas del libro” hay un extenso repaso a la historia de los soportes de la palabra escrita en tablas de arcilla, rollos de papiro o pergamino y el códice hasta la invención de la imprenta y la actualidad.  
En “lectura privada” pone el ejemplo de Colette que busca su espacio para la lectura ante el rechazo de su padre y la vigilancia de su madre y se nos insta a hacer lo propio pero con plena libertad. En la antigüedad se leía recostado y los monjes lo hacían en los catres de sus celdas. Hoy sigue estando muy extendido leer en la cama, pero también es agradable hacerlo en el ferrocarril, bajo un árbol, en la arena de la playa, en unas rocas, en el sillón bajo el foco de una luz eléctrica e incluso en el retrete. Cada cual tiene su lugar preferente para cada tipo de lectura.
En “metamorfosis de la lectura” el centro es el poeta Walt Whitman que pasó su vida buscando comprender el acto de leer y al que no le abrumaban las lecturas inquietantes porque lo hacía en plena naturaleza. Frases metafóricas nuevas y antiguas relacionan la lectura con funciones corporales como devorar un libro, rumiar su paisaje, sentir el gusto poético o comenzar una dieta de novela policíaca.
 
La segunda parte se inicia con el capítulo “principios”, donde el autor dice haber observado en Bagdad las Babilonias de todas las épocas, entre ellas, la de Alejandro Magno donde según los arqueólogos empezó la prehistoria de los libros hace más de cinco mil años cambiando la naturaleza de la comunicación con el arte de escribir. Por desgracia, a algunas escrituras como la etrusca todavía se le resiste el código que las traduzca.   
En los “ordenadores del universo” profundiza en el mundo de las bibliotecas desde aquella primigenia en Alejandría hasta nuestros días y la necesidad de organizar y catalogar la inmensidad de creaciones.
En “leer el futuro” trata las escrituras bíblicas y visionarias como la de Constantino que terminó por convertir a él y a Roma al cristianismo. Más adelante los que fueron perseguidos se constituyeron en perseguidores. Los textos pueden ser como oráculos que hablan enigmáticamente y que el ser humano a veces descifra como única lectura y otras como sujeta a muchas interpretaciones.
En “el lector simbólico” hay un paseo minucioso sobre fotos, cuadros e imágenes donde el libro es objeto principal destacando algunas contradicciones de tipo religioso, como la Anunciación de Martini donde la Virgen lleva un libro rojo en la mano, frente al hecho de que en la Catedral de Constantinopla ninguna imagen de ella porta libro alguno entre sus manos.
“Lectura de interiores” nos plantea los prejuicios de leer libros inadecuados según el grupo humano al que pertenezcamos, no solo por el supuesto contenido sino por el color de la tapa. Profundiza bastante en la segregación de las mujeres en la lectura con ejemplos sangrantes de las viejas costumbres japonesas y nos invita finalmente a atravesar la barrera de la destinación del libro.
En “Robar libros” se refuerza la idea de la inviolabilidad de toda obra escrita mostrando casos en los que la codicia, el afán de posesión, la negligencia  o el saqueo por motivos políticos han puesto en peligro o incluso a veces han terminado con la vida de algunas obras. A nivel individual, un libro nuestro, un libro que nos ha ilustrado, un libro que conocemos por sus pequeños deterioros, un libro que nos ha dejado y en el que hemos dejado nuestra huella, jamás lo debemos perder.  
“El autor como lector” es un paseo a lo largo de los siglos donde autores como Heródoto, Plinio el Joven y más tarde Moliére o Dickens, leían sus obras al público aplicando técnicas más o menos teatrales para seducir al oyente. Costumbre que el autor de esta obra compara tibiamente con las lecturas parciales que otros autores hacen de las suyas cuando las presentan en público a grupos reducidos.
En “El traductor como lector” pone en valor la importancia de los traductores y su habilidad para ir más allá y entender, interpretar o actualizar el objetivo del autor. Destaca la figura del poeta Rilke que siempre buscaba los verdaderos significados de obras como las de la francesa Louiese Labé a las que al traducir al alemán decía gozar de dos lecturas simultáneas ganándole profundidad frente a la sencillez original motivada por el momento cultural de la época. También la Biblia y sus numerosas revisiones son tema de interés en este capítulo.
“Lecturas prohibidas” aborda el poder de la palabra tan temida por los tiranos y se hace eco de numerosos intentos por mantener el analfabetismo, como es el caso de los negros en EEUU, o al menos evitar lecturas de determinados libros, desde Calígula que ordenó quemar las obras de Homero hasta Pinochet prohibiendo el Quijote porque defendía la libertad personal y atacaba la autoridad convencional. En cualquier caso, concluye, todo lector se convierte en su propio censor cuando subordina el texto a su conveniencia.
En “El loco de los libros” un humanista alemán estableció siete especies de locos relacionados con los libros en base a una obra de Sebastián Brant que se hizo popular. Eso y una dedicación exclusiva al papel de las gafas como símbolo de intelectualidad y elemento inseparable del libro completan este curioso capítulo.
Por último, en “Los guardas del libro” se advierte en base a un relato de Hemingway, de la inmensidad oceánica de lo escrito y por escribir. A partir de ahí, conecta con ese libro imaginario llamado “La historia de la lectura” en el que escribiría cosas referidas a algunas falacias sobre las reacciones del lector, opciones y objetivos de escribir en primera, segunda o tercera persona, y numerosas apreciaciones en las que deja ver su absoluto reconocimiento al poder del lector. 


Afortunadamente, en esta vasta obra, como en El infinito en un junco, también se filtran episodios autobiográficos que le acercan levemente a una narrativa pura y nos recrea con ilustraciones minuciosamente escogidas en las que tomarse una pausa. Pero es finalmente el enfoque, atribuyendo el protagonismo al lector y no al libro, una de las grandes diferencias que observo con la del mes pasado. La segunda es que no me cabe duda en cuanto a su catalogación como ensayo y la tercera que me parece menos cercana que aquella, aunque posiblemente el hecho de haberla leído en segundo lugar haya jugado en su contra. Se me ocurre que tal vez el orden a la hora de acometer lecturas afines pueda ser objeto de un nuevo capítulo en esa interminable historia de la lectura.
Como es lógico hay más diferencias pero también bastantes coincidencias sobre todo en los referentes históricos. Los hechos son hechos y eso no es interpretable, pero en los libros, en todos los libros, incluso en este, hay algo de ficción, sugerencias, reflexiones, adornos narrativos, etcétera, que conceden al lector la capacidad de enjuiciarlos, de ser o no sensible a ellos, en definitiva, de disponer de ese espacio secreto que según el propio Manguel, existe entre el lector y su libro.
Un espacio que se me ha presentado como un acordeón, unas veces tan estrecho  que he podido escuchar su música como un abrazo, y otras tan ancho que he necesitado aguzar bien el oído para disfrutarla.

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