La paz como
alternativa: Lemaitre y Echenoz
En la última
sesión del curso comparamos dos novelas sobre la llamada Gran Guerra
(1914-1918), cuyos autores, Pierre Lemaitre y Jean Echenoz, comparten temática
y nacionalidad. Ambos critican los excesos y terribles efectos de la guerra y
ambos son franceses, premiados con el prestigioso Goncourt. Ahí se acaban las
similitudes, pues sus respectivas obras no pueden ser más distintas. A
reflexionar sobre estas y otras cuestiones dedicamos este comentario con el que
cerramos el club de lectura en la primavera de 2015.
Nos vemos
allá arriba de Pierre Lemaitre
Respecto a la
guerra, Lemaitre denuncia en primer lugar la estupidez e ineficacia de aquellos que la promueven y gestionan, tanto
civiles como militares. La corrupción, asociada al negocio de las armas y la
muerte, aparece como fondo temático, y afecta tanto a los nuevos ricos como a
las élites económicas y políticas que ostentan y mantienen el poder. Con una
estructura lineal y en paralelo se
alternan dos historias, en torno a las
cuales se reúnen a dos clases de personajes: las víctimas, Édouard Péricourt y Albert Maillard, que han sufrido el dolor y el miedo del combate, y el
grupo de los que han permanecido siempre en el perímetro de la confrontación,
como los miembros de la acomodada familia Péricourt y sus sumisos
colaboradores. La fragmentación y alternancia de las dos líneas argumentales
configura un relato, en el que la dosificación de la tensión narrativa atrapa
desde el comienzo la atención del lector, asegurándose así la amenidad de la
novela, muy similar a la de los best seller en que se inspira.
La dualidad
argumental tiene su correlato en los dos espacios en que transcurren los
hechos: los suburbios parisinos en contraste con el centro de una ciudad, donde
las mansiones de los ricos y las amplias avenidas y bulevares acogen modos de
vida muy diferentes. Mientras los
excombatientes Albert y Édouard luchan por una supervivencia tanto
física como psicológica, en que las penurias y el hambre ahogan su presente y
su futuro, los acaudalados burgueses se entretienen, tanto en atenuar sus
heridas interiores como en intentar ser felices o aprovechar las circunstancias
para enriquecerse con dudosas actividades. Así, el señor Péricourt proyecta
monumentos funerarios para honrar a un hijo que
rechazó en el pasado; su hija Madeleine espera hacer una buena boda con
el apuesto y arribista Henri D´Aulnay-Pradelle, un aristócrata venido a menos,
que necesita urgentemente dinero para restaurar sus ruinosos castillos y
decadentes blasones.
Las víctimas,
Albert y Édouard, se oponen tanto como se complementan, pues los dos
representan dos caras de la misma realidad: el primero se identifica con la
timidez, el miedo y la insignificancia, con aspiraciones sencillas como trabajar,
casarse con su antigua novia y ser feliz en familia; el segundo combina el ingenio, la sensibilidad y el
talento del arte con la rabia y la necesidad de rebelarse contra los que le
condenaron a vivir lisiado y fatalmente mutilado. Albert compensa el
sentimiento de culpa por haber obligado
a su amigo a vivir, con el
agradecimiento por haber sido rescatado por éste de una muerte segura. La
sarcástica y dolorida pasividad de Édouard y su violento comportamiento se
contrarrestan con los resignados esfuerzos de Albert por conseguir casa y
comida. La evolución de los acontecimientos, plagados de fingimientos, mentiras
y la planificación de la más disparatada
estafa que se pueda imaginar, desembocarán en un final catártico que resolverá
los conflictos de los dos protagonistas. Un final amable y feliz para una obra bien concebida, y escrita para
una mayoría de lectores, que buscan el entretenimiento tanto como la editorial
la venta de ejemplares.
Si Los Péricourt
encarnan el poder del dinero y la posibilidad de modificar la realidad según
sus deseos, el exoficial Henri DÁulnay- Pradelle personifica la ambición y la
falta de escrúpulos para conseguir sus fines. Su desvergonzado, hipócrita y
torpe comportamiento le singulariza como el malvado de la historia, por lo que
sobre él, sus colaboradores y sus secuaces recaerán todos los castigos y
penalidades, necesarios para provocar la antipatía de los complacidos
destinatarios del libro. Es evidente que este planteamiento tan maniqueo
respecto a los atributos y funciones de los personajes no aporta novedad alguna
a la novela, ya que reproduce los artificios más tópicos del relato
tradicional. Debido a ello Nos vemos allá
arriba carece de uno de los requisitos que Cervantes exigía en las buenas novelas: la verosimilitud.
La mejor que se puede decir de ésta es que la historia está bien contada y se
lee bien y con facilidad, que el mensaje antibelicista está meridianamente
claro, así como los temas secundarios. Lo peor, que no es en absoluto creíble.
Otro aspecto a
considerar es el punto de vista y actitud del narrador, un valor a tener en
cuenta a la hora de analizar y enjuiciar cualquier obra literaria. Ironía,
comicidad y humor se superponen y conciertan para establecer una voz muy
implicada en la historia narrada, que se impregna así de la subjetividad y
opiniones del creador, responsable del
texto. Aparte de lo sugerido, que es mucho, con frecuencia se interrumpe el
relato para insertar un comentario de forma explícita. Obsérvese en este
ejemplo, donde se explican los beneficios que el codicioso Henri espera conseguir
por enterrar a los muertos. El primer párrafo es narrativo. El segundo, el
comentario:
“A ochenta francos el muerto y con un coste
oficial de veinticinco, Pradelle esperaba un beneficio neto de dos millones y
medio. Y si el ministerio hacía unos encargos bajo cuerda, descontados los
sobornos, se acercaría a los cinco millones.
El pelotazo del siglo. Incluso después de
acabada, la guerra ofrece grandes oportunidades para los negocios.” (124)
Y es este humor,
que no llega a ser negro, uno de los rasgos de la novela que más gratificante
hacen su lectura, dada la empatía que se produce entre narrador y lector. Se
trata de un recurso bastante trillado pero no por ello menos apreciado. Hemos
seleccionado y clasificado algunos fragmentos de los muchos que salpican el
relato. Leídos despacio y atentamente están llenos de sabrosa y malintencionada
información:
Retratos y caricaturas
El odioso
Henri DÁulnay- Pradelle, según Albert
“Alto, delgado, elegante, con una buena mata
de pelo castaño oscuro y ondulado, la nariz recta y unos labios finos y
maravillosamente perfilados. Y los ojos muy azules. […] y encima siempre estaba
enfadado. Era un hombre impaciente que no tenía término medio: aceleraba o
frenaba; entre lo uno y lo otro, nada. Avanzaba adelantando un hombro como si
quisiera empujar los muebles, llegaba hasta ti a toda velocidad y se sentaba de
golpe, ésa era su marcha habitual. Era una mezcla curiosa: con sus aires
aristocráticos parecía sumamente civilizado y al mismo tiempo absolutamente
brutal. En cierto modo, como aquella guerra.” (14)
La convencional Sra. Maillard
“La señora
Maillard sólo tenía un hijo y adoraba a los jefes. […] Esa exacerbada veneración por la autoridad le
venía de su padre, adjunto del subjefe de gabinete del Ministerio de Correos y
Telégrafos, que veía la jerarquía de su administración como una metáfora del
universo”. (17)
El esperpéntico general Morieux
“El general Morieux parecía muy mayor y era
calcado a los viejos que habían enviado a la muerte a dos generaciones enteras,
la de sus hijos y la de sus nietos. Si mezclamos los retratos de Joffre y
Pétain con los de Nivelle, Gallieni y Ludendorff, nos sale Morieux: bigotes de
foca bajo unos ojos legañosos y enrojecidos, marcadas arrugas y un sentido
innato de su propia importancia.
(57)
El burócrata y extravagante señor Merlín
“Era un hombre bastante mayor con la cabeza
muy pequeña y un corpachón que parecía hueco, como la carcasa de un pollo tras
la comida. Tenía las extremidades demasiado largas, la cara rojiza, la frente
estrecha y un pelo corto que le nacía muy abajo, y que casi se le juntaba
con las cejas. Y una mirada melancólica.
Añadamos a eso que iba vestido como un adefesio, con una raída levita según la
moda de antes de la guerra, desabrochada a pesar del frío, sobre una chaqueta
de terciopelo marrón llena de manchas de tinta a la que le faltaban la mitad de
los botones, un pantalón gris deforme y, para acabar de arreglarlo, unos
señores zapatos, unos zapatones tremendos, mastodónticos.” (248)
La Sra. Belmont y su hija Louise
“Su nueva casera, la señora Belmont había
perdido a su marido en 1916 y a su hermano un año después. Aún era joven y
quizá bonita, pero estaba tan castigada que ya no se sabía […] Vivía
modestamente de los alquileres y limpiando aquí y allá. El resto del tiempo
permanecía inmóvil tras la ventana, contemplando los cachivaches acumulados en
otro tiempo por su marido y ahora inútiles, que se oxidaban en el patio. […] Su
hija, Louise, era muy espabilada. Once años, ojos de pato e infinidad de pecas.
Y desconcertante. Bulliciosa como el agua de un torrente y, un instante
después, pensativa, quieta como una estatua.” (173)
¡Qué sería de la
literatura y de la vida sin los significados connotativos de las palabras! En este caso, vemos que los retratos o
caricaturas de los personajes antagonistas, agrupados en la esfera de la
malicia, la soberbia o la estupidez, “los malos de las historias”, se
construyen a base de un léxico con connotaciones despectivas y abundancia de
adjetivos valorativos. Mediante este procedimiento, la opinión del narrador se
infiltra en la descripción, dejando poca libertad al lector para restar o
añadir algún rasgo al perfil de un sujeto que ya ha sido definitivamente
esculpido mediante hipérboles e imágenes peyorativas. En cambio, los personajes
de la esfera de los protagonistas, “los virtuosos o buenos”, se describen
sucintamente, con un léxico más denotativo y preciso, que sí deja margen al lector para acabar de imaginarlos a
su gusto. Son los trucos del escritor y de la lengua, que es su instrumento. En
este aspecto, la novela es bastante
transparente, pues están bien a la vista.
El desastre de la guerra, “la salvaje matanza”
(12)
La ironía, que
impregna cada una de las páginas de este libro, deja su huella en perlas como
éstas:
“Lo que los boches no habían logrado en
cuatro años lo iba a lograr un oficial francés” (25)
“El auténtico enemigo para un soldado no es
el enemigo sino los mandos”
(37)
“El señor Péricourt, que ya ganaba un
dineral antes de la guerra era de esas personas a las que las crisis
enriquecen” (49)
“En el fondo, una guerra mundial no es más
que un intento de asesinato generalizado en un continente” (50)
“Aquel era un hospital militar, o sea, un
sitio donde es casi imposible averiguar nada, empezando por la identidad de las
personas que realmente mandan”
(55)
“Para un militar no hay nada peor que una
guerra se acabe” (61)
“En casa de los ricos todo es bonito, se
dijo Albert, hasta los pobres.”
(205)
“La culpa es de la guerra. Édouard estaba en
guerra con la guerra” (237)
Esta novela es la
mezcla de muchas ideas y géneros. Emociones como el miedo, la angustia y la
ansiedad coexisten con el sentimiento de injusticia, la culpa y la percepción
de que un caprichoso azar es el responsable de la tragicomedia vital que
arrastra a personajes y situaciones. La alegría, el odio y la ira subsisten en
un mundo claustrofóbico donde las personas resuelven sus guerras interiores.
Los contrastes entre pobres y ricos, entre víctimas y oportunistas dictan la
dialéctica narrativa donde lo cómico convive con lo trágico en una simbiosis
que se extiende a un relato que también
aglutina aventura, suspense, humor y crítica. GB
“14” de Jean Echenoz
Cuando finalizamos
la lectura de esta breve novela nos
queda muy claro que la guerra ejemplifica de forma indiscutible la estupidez humana, la crueldad
y el absurdo, y que es la ineptitud de los dirigentes políticos la responsable
principal de las miles de víctimas que genera. Con una sencilla estructura
lineal se narran las circunstancias que rodearon el alistamiento, a comienzos
de 1914, del joven de veintitrés años,
Anthimes, su hermano Charles y el grupo de amigos de la ciudad de provincias
donde residen, en la Vendée. El optimismo inicial de los combatientes se va
agotando a medida que van de un lado a otro, cargados con sus pertrechos, sin
orden ni concierto alguno, mientras se
exponen al fuego enemigo. Unos caen y otros vuelven heridos a sus ciudades y
pueblos, en un inútil intento de reconstruir sus insignificantes vidas. Como
hombres sin atributos, los personajes de la obra de Echenoz no se singularizan
de un modo particular, pues representan
a la gente corriente, sencilla en su limitada mediocridad. Ellos son la
masa, el pueblo que nutre las filas de los ejércitos y se transforma en victima superviviente, sumergida en el
anonimato.
Los dos espacios
en que transcurre la escasa acción, el frente y la ciudad, son igualmente grises
y opacos, reflejo de la melancólica monotonía que configura la atmósfera del
relato. La atonía intranscendente con que se van sucediendo los hechos y la
ausencia de relevancia de unos sobre otros iguala y uniforma lo trágico con lo trivial, y el
dolor, la violencia y la muerte con asuntos tan
domésticos como el precio o el diseño de unos zapatos. Este recurso,
junto con la sutil presencia de una voz narradora que demuestra su omnisciencia
en los pequeños detalles de minuciosas descripciones, aporta al relato una
objetividad extrema, propia de un narrador indiferente y distanciado sin
implicación alguna en la historia. El tono, cercano a la crónica periodística o
al cine documental, vacía al ficticio argumento de cualquier opinión o
comentario, como si el texto existiera por sí mismo, independiente de la
voz de la que surge, que parece ausente.
Lo cual no quiere decir que tal opinión no exista, sino que está tan escondida
que no se percibe a primera vista.
El procedimiento
para conseguir tal efecto se fundamenta
en el uso de frases cortas, léxico denotativo y adjetivos descriptivos, no
valorativos. Sin embargo existe una crítica subyacente, una hipérbole camuflada
en la que, sin pudor, se enumeran las terribles condiciones de la vida en el
frente: “los orines, la suciedad, las
ratas, los gases, la basura, la putrefacción, la mierda, el olor de los cadáveres
y los caballos muertos”. Y esa terrible imagen, expuesta con la naturalidad de un paisaje, de
los zapadores colgando el capote del brazo que emerge del suelo.
La ironía lenta y
melancólica que provoca el relato remite al esquematismo cubista de una
experiencia estética, en la frontera del arte abstracto y aún figurativo. La
precisión convertida en belleza y emoción profunda, envueltas en un humor exquisito
y deslumbrantemente oscuro. Eso es, para mí, “14” , de Echenoz.
Aquí queda una
muestra de su talento y del de los traductores de su obra, como colofón a este
también breve comentario:
“Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no
merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además
quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con la ópera, y menos
cuando no se es muy aficionado; aunque la guerra, como la ópera, es grandiosa,
enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades; como ella arma mucho ruido y
con frecuencia, a la larga resulta bastante fastidiosa.” GB