sábado, 14 de marzo de 2020

El tiempo de los regalos - Comentario

Viajar con los pies en el suelo, viajes que hacen crecer
Escribe: Gloria Benito


Abandona tu hogar y busca cosas extranjeras, oh joven: para ti nacerá un estado más grande de las cosas
TITO PETRONIO ARBITER

Esta cita del autor de El Satiricón, se ajusta a la perfección al sentido del libro que recomendamos leer a todos aquellos que deseen convertir la lectura en una experiencia gozosa. Las palabras del escritor y político romano preceden la edición de El tiempo de los regalos, la primera parte de una trilogía escrita por Patrick Leigh Fermor para dejar constancia de su viaje a pie, de Londres a Estambul, uno de las más insólitos y conmovedores del siglo XX. Su relato adquiere más valor en estos tiempos de “turisteo” que han convertido el viaje ocioso y vital en negocio de masas itinerantes y necesariamente asombradas ante decorados compuestos y preparados especialmente para ellas.
Paddy, apelativo familiar con que le conocían sus amigos, provisto de una mochila, escasa impedimenta, unas botas de clavos, un libro de Horacio y un bastón, como única compañía, desembarcó en los Países Bajos y emprendió la marcha, con diecisiete años, en diciembre de 1934. Su  itinerario en paralelo con los dos grandes ríos europeos, el Rin y el Danubio, le llevó a transitar por Alemania, Austria, Checoeslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumanía, con la intención de saltar a la frontera turca y alcanzar su meta, Constantinopla, como gustaba llamar a la ciudad bizantina. En la carta que precede el relato propiamente dicho, le confiesa a su amigo Xan Fielding, cómplice de  andanzas en Creta durante la Segunda Guerra Mundial (como el secuestro del general Kreipe, que dio lugar a la película Emboscada nocturna, 1957), que su motivación se encontraba en el mapa soñado en los libros de Robert Byron, en los que “vislumbraba la Bizancio verde dragón, donde anidaban las serpientes y se oía el sonido de los gongs”. Como se ve, toda una demostración de sensibilidad y emoción estética ante un proceso que persigue forzar la vida para que se parezca a la literatura.
Pero si este es el  aliento juvenil  que impulsa a un muchacho aventurero, soñador, romántico, culto y elegante a emprender un peregrinaje como los de  aquellos estudiantes medievales, la voz que articula la narración del viaje emerge impregnada por la madurez vital y el  bagaje cultural de un hombre de sesenta años, ya que el libro se escribió y publicó en 1977, más de cuarenta años después de haberse realizado. Esta circunstancia quizá explique, tanto la singularidad de esta obra como su espectacular belleza y brillantez en  contenido y forma. La perfecta fusión de vitalidad juvenil y sosegada contemplación de madurez dan como resultado uno de los relatos más deslumbrantes del género. Los años transcurridos entre la escritura y la experiencia, ya sedimentada en la memoria, obran el milagro alquímico de transformar la vida en arte, el barro en oro. La cultura adquirida a lo largo de la vida mediante una sensibilidad cultivada y extensa, actúan como filtro selectivo y exquisito de un viaje estilizado por la belleza del lenguaje y el poético estilo del autor.  
El lector acompañará en todo momento a este joven que cumplió los dieciocho años en su tránsito centroeuropeo, sentirá el frío de la nieve y la lluvia en el rostro, la caricia de la brisa o la violencia del viento de los caminos. Con perfecta empatía, entrará en albergues y tabernas, percibirá su mezcla de ruidos y olores y degustará las innumerables variedades de cervezas, guisos y licores de la gastronomía local; disfrutará de la contemplación de paisajes nevados y las criaturas que los habitan, asociando su cromatismo formal a los cuadros de pintores barrocos, modernos y medievales, sugeridos por la vasta cultura del narrador, trasladándose con él al imaginario museo de su memoria. Los lugares que nos invita a visitar nuestro viajero son tan variados como fascinantes pues entró, vivió y descansó en albergues y hostales con mendigos y vagabundos entre los que supo hacer amigos; cuando el tiempo y las circunstancias lo determinaron durmió en establos, pero también en las casas de aquellos que, conmovidos por su juvenil entusiasmo y su proyecto, le invitaron y agasajaron, e incluso le facilitaron contactos y amistades futuras. Frecuentó hogares burgueses y elegantes y, a veces, decadentes schloss en los que compartió copa y conversación con      aristócratas de exquisita cultura, en confortables sillones junto a la chimenea.
La verdadera riqueza del libro proviene del título. El tiempo de los regalos hace referencia a los dones que el autor recibió gratuitamente en aquel viaje que inició un adolescente y acabó un adulto. Pero, como lectores, también reconocemos el enorme regalo que supone viajar con nuestro protagonista en el espacio y tiempo de una época que veía nacer y afianzarse el nazismo, penetrando en las grietas de una sociedad declinante y a punto de desaparecer en el devenir de la historia. El otro regalo  proviene del placer de la lectura, de las sensuales descripciones de aquello que mira el viajero, resueltas en originales perspectivas y suculentos adjetivos cargados de sensualidad y belleza. Asistimos a su partida en una tarde londinense mientras se disuelven en la lluvia los saludos de los amigos; desde el taxi que nos conduce a los muelles de embarque, rápidas imágenes de paraguas y bombines de Piccadilly se encadenan con los surtidores de Trafalgar Square.
El desembarco en Rotterdam revela la fascinación del caminante por sus diques y    canales, al tiempo que vaticina la tragedia de su futura destrucción en una guerra inevitable. El punto de vista y la perspectiva del narrador adulto se evidencian en las  frecuentes anticipaciones diseminadas por el libro, donde aquel se identifica con el joven viajero en una simbiosis perfecta. De este modo, la narración, a pesar de la distancia temporal que separa a narrador y autor, se carga de entusiasmo y vitalidad juveniles sin perder un ápice de frescura y amenidad. Pues, como un padre que protege amorosamente a su criatura, el adulto abraza al joven sin asfixiarle, dejándole en libertad para recorrer su camino. Siempre vigilante, el hombre culto, sensible y sabio  proyecta su impronta e interpretación sobre los paisajes, edificios, gentes  y costumbres que el joven encuentra a su paso. Nos enternecemos con la apasionada ingenuidad del bisoño peregrino y su emotiva ilusión al comienzo de la aventura. Y nos identificamos con él cuando dice sentirse como Ulises en su Odisea y los “millares de maravillas” que le esperan. Como dice Lope: “Quien lo probó lo sabe”

Pero eso no es todo. Están, como ejes del itinerario, los ríos. El Rin, primero y el Danubio, después, convocan la mirada y los sentidos del viajero: la serpentina hilera de gabarras cargadas de mercancías se muestra como el centro en que confluyen una genuina sinfonía de ruidos, gritos, campanas y sirenas que se mezclan con los olores húmedos y ácidos del combustible. Se trata de un espectáculo audiovisual y sensitivo que refleja los gustos y avances tecnológicos del cine actual. Un festín tridimensional y animado que convierte los paisajes holandeses en lienzos de Meinder Hobbema, una viva descripción que recuerda a la película de Lech Majewski, El molino y la cruz,  con su animación de la realidad invisible de un cuadro de Bruegel.
Y ya que hemos mencionado  la influencia cinematográfica en el estilo de Patrick L. Fermor, recomendamos al lector que disfrute de los singulares puntos de vista  en descripciones llenas de belleza y dinamismo, como la de Colonia iluminándose y alejándose en el ocaso mientras el peregrino la contempla, sentado en la popa de la gabarra que avanza lentamente. La lentitud en el camino y las frecuentes desviaciones  por sendas secundarias son la esencia del viajero y su flexible percepción espaciotemporal. Los rodeos, como los meandros del río, permiten  avanzar y detenerse a un ritmo subjetivo y atento a la revelación, a la sorpresa. Por eso este libro contiene también espacios para la reflexión, la disertación y la sabiduría. Hay explicaciones   sociológicas, como los tópicos educativos sobre Alemania y su identificación con el mal, que invadieron las escuelas inglesas. La broma  sobre la similitud de las palabras “germans” y “gérmenes”, la quema de muñecos del káiser, la idea de que todos los malos de los cuentos eran alemanes cuando no eran chinos,  son hechos del pasado prebélico que el narrador califica de “mística siniestra”. Toda una lección de ética política, asociada al conocimiento real de otras culturas como tratamiento preventivo de xenofobias y nacionalismos. El viaje como terapia y aprendizaje.
Otras paradas están dedicadas a la Historia, partiendo siempre de la observación para acabar en la información relevante y el concepto subyacente. Considerando que conocer un país es también conocer su pasado, podemos comenzar con  la asombrosa impresión que nos producen –a narrador y  lector- los grandes bosques bávaros del Paleozóico,  con 400 millones de años de antigüedad; seguir con la nefasta derrota que allí sufrió Quintilio Varo en el 46 a. de C.; tras Carlomagno, mencionar a Lotario, del siglo XI, para acabar con Napoleón y el nuevo imperio en descomposición. Con este libro disfrutamos y aprendemos, nos desplazamos y nos detenemos, miramos, olemos, escuchamos, bebemos, comemos, amamos. En resumen, vivimos.   
Hay que aclarar que en este primer tomo, el joven caminante no llega a Estambul. Se queda en la frontera húngara, mirando desde un puente el Danubio y sus alrededores: una panorámica trazada por la mirada del narrador, que contiene todo un universo. Un final de cine, pero no el final del viaje. El lector vicioso deberá esperar los próximos libros: Entre los bosques y el agua (1986) y El último tramo (2013), publicado tras su muerte. Gracias a Patrick L. Fermor y descanse en gozosa paz.

miércoles, 11 de marzo de 2020

Diario de un viejo loco - Comentario

“DIARIO DE UN VIEJO LOCO” de Junichiro Tanizaki
Por José Luis Vicent Marin.


Diario: “Relato de lo que ha sucedido día por día”, “Libro o cuaderno en el que una persona escribe día por día sus vivencias o pensamientos”.
Viejo: “Dicho de un ser vivo: de edad avanzada”.
Loco: “Que ha perdido la razón”, “De poco juicio, disparatado o imprudente”, “Que siente gran amor o afición por alguien o algo”.

En cuanto a “Diario” y “Viejo”, estoy completamente de acuerdo con el título: Utsugi Tokusuke es viejo y escribe un diario. En cuanto a “Loco”, me quedo sin duda con la tercera definición: “que siente gran amor o afición por alguien o algo”. En este caso se trata de “alguien”, Satsuko, su nuera, la joven esposa de su hijo Jokichi cuya relación entre ambos no pasa por sus mejores momentos o incluso fue fría desde sus inicios. Utsugi, hombre de 77 años, delicado de salud especialmente por las secuelas reumáticas y neurálgicas de un ictus padecido diez años atrás, decide a fin de combatir el tedio, llevar un diario “que no pienso enseñar a nadie” cuyo contenido, tanto de hechos como de emociones, a menudo plasmado en tono humorístico o burlesco, abarcará el periodo de su vida comprendido entre  junio de 1960 y febrero de 1961 en la ciudad de Tokio, donde reside con su esposa procurando mediante hábiles reformas que lo haga en una estancia “lo más separada posible”, su enfermera Sasaki que le atiende durante las veinticuatro horas del día casi todos los días del mes, su hijo Jokichi que viaja a menudo por trabajo y su nuera Satsuko que suple la ausencia de su esposo para gozar de la compañía del joven actor Haruhisa.  Sus hijas Kugako e Itsuko con la que discute cada vez que se ven (reside en Kioto), así como sus nietos Keisuke, Akiko y Natsuji, completan salvo error u omisión el entorno humano por el que se desenvuelve el protagonista, amén del doctor Sugita y otros especialistas a los que recurre cuando los tratamientos del primero no son lo suficientemente efectivos.

El “viejo loco”, consciente de un estado que cree acercarle demasiado deprisa a la muerte se pregunta “qué me queda para poder vivir” y la respuesta la encuentra en la figura de Satsuko. Sus dolores no le impiden seguir sintiendo un impulso sexual imposible de ejercer. Es más, piensa que el dolor -“preferiría morir a manos de ella”- es un incentivo más del placer. Dado que su también debilitada esposa no está en condiciones de cuidarle, se las ingenia para que en los pocos días libres que dispone la enfermera Sasaki, sea Satsuko quien duerma cerca de él a pesar de la vergüenza que pueda sentir cuando ella le vea decrépito, arrugado o sin dientes. Su pensamiento vuela siempre en torno a ella, sucumbe ante su presencia, ante su rostro, ante sus vestidos que a menudo considera insinuantes y sobre todo ante sus pies, unos pies occidentales, bellos, largos y finos, no dañados por la tradición que oprimía a sus antepasadas y por tanto  representativos de un hipotético avance en la liberación femenina. Satsuko, de un pasado algo ligero, es astuta y sabe que puede conseguir cosas materiales manejando con picardía los impulsos de su suegro al que aun tratándole de usted, siempre se le dirige como “Padre”. El juego erótico comienza con el consentimiento de que pueda verla en la ducha -“yo no cierro esta puerta cuando me ducho”- o insinuaciones acerca de un voyerismo con su pareja secreta, pero el mayor deseo al fin permitido, tocar y pesar sus pies, constituyen el detonante de una peligrosa  alteración de su tensión arterial que más tarde tiene que aplacar con nuevas dosis de medicamentos.
Los regalos que, a cambio consigue ella, como un bolso de su agrado o aquella sortija “ojo de gato” que primero la casualidad y después la desfachatez, le hizo no pasar inadvertida, alerta a la familia, una familia a la que, exceptuando un momento de extrema debilidad física en que suelta unas lágrimas ante la inocencia de su nieto, no le unen profundos sentimientos. La condescendencia de ésta, unida al fuerte carácter de aquél “yo me gasto
mi dinero en lo que quiero”  permiten que su “thriller erótico” vaya en aumento, y un día de esos del baño abierto en que observa el contraste rojo y el escote en V con la blancura que el bañador cubre, la imagina ofreciéndole una actuación de ballet acuático en la gran piscina que piensa encargar so pretexto que será un magnífico regalo para los nietos.  

Las emociones in crescendo, los empeoramientos en su salud y los planes para conseguir estar el mayor tiempo posible cerca de Satsuko, que habiendo sido el problema también se convertirá  –según los especialistas- en la solución terapéutica en la medida adecuada, los refleja en su diario que ocupa buena parte del poco tiempo que le deja su rutina de ejercicios, ingestas, medicinas, mediciones cardíacas, analíticas, descansos y pequeños paseos por el jardín, hasta que un día, convencido de que a su guerra le quedan ya pocas batallas, prepara minuciosamente una estrategia  para seguir creyéndose vivo después de muerto y tenerla a ella a tan pocos centímetros de esos pies objeto de su absoluta veneración, que su contacto sería tan real como esa ansiada mezcla de placer y dolor que sentirían sus huesos.

Seguramente las costumbres y creencias orientales nos puedan sorprender un poco, como la de este hombre, que un su última salida a Kioto va recorriendo templos para elegir el cementerio en el que mejor se sienta después de esta vida terrenal o en el que mejor se sienta desde esta vida terrenal imaginando estar ya en la otra. Una planificación que va más allá de lo corriente convirtiendo en comedia lo que pudiera ser tragedia. 
Comedia y tragedia inacabadas para el lector que desconoce qué pasará después de su último achaque y por tanto qué pasará con su plan y si cesará o no su obsesión por Satsuko. Sabemos que el viejo loco inició un camino hacia algo perjudicial para su salud y que en la lógica racional nadie en su sano juicio toma una decisión que le sea desfavorable, pero el impulso sujeto a la razón deja de ser impulso y sin duda lo importante para el viejo loco fue mantenerlo para que le ayudara a vivir, y creer en él incluso después que le fuera venida la muerte.

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