martes, 8 de septiembre de 2015

Lemaitre y Echenoz




“NOS VEMOS ALLA ARRIBA” de Pierre Lemaitre y “14” de Jean Echenoz

Por José Luis Vicent.

Si de algo no hay ninguna duda es que ambas novelas se alimentan de la Gran Guerra para construirlas. Podrían por tanto ser parecidas.

Pero no lo son.

Dado que las leí en el orden indicado en el título de este comentario, solo pude establecer la comparación (más sensitiva que razonada), durante y al término de la segunda.

Para evitar malos entendidos, incluso conmigo mismo, debo decir que ambas me han gustado y que la cantidad (más de cuatrocientas páginas la primera y apenas setenta la segunda), no está reñida con la calidad en ningún sentido.

Las diferencias empiezan cuando empiezan, porque “14” lo hace en el 14 –al comienzo de la guerra- y “Nos vemos allá arriba” en el 18 –al final de la guerra-. De hecho, a este último le basta con describir con todo lujo de detalles apenas un solo episodio bélico: el enterramiento en vida de Albert tras el espetón del teniente Pradelle al agujero de un obús que otro cercano se encargó de cubrir y las heridas en pierna y rostro de Edouard cuando consigue sacarlo de allí. “14” sin embargo, nos deleita muy brevemente, casi como en una exposición, con todo tipo de armamento bélico de la época, condimentado eficazmente con la pesada carga de utensilios que un soldado lleva sobre su cuerpo y su mochila.


Ambos casos sirven para repudiar la guerra y confirmar que lo que unos pocos provocan otros muchos lo pagan.

Lemaitre se apoya en un argumento espectacular del que después dirá que la mitad está basado en hechos reales y la otra mitad no, aunque bien pudiera también estarlo. Las dos mitades corresponden a sendas estafas. La de los cementerios es la más indignante por cómo se trata a los muertos y a los sentimientos de sus vivos, y por la serie de artimañas urdidas por quien corrompe y quien se deja corromper (cien años después, esta hermosa labor se ha perfeccionado hasta límites insospechados). La de los monumentos patrióticos es contemplada con mayor benevolencia dado el objetivo y habilidad de sus autores y la lección un tanto humillante al ego de las autoridades y a la fachada cínica de las instituciones.

Echenoz no se apoya en más argumento que el de la propia guerra, desde las vísperas de la llamada a filas con la llamada a quintas rodeada a veces de entusiasmados cánticos, hasta el fin de la contienda, pasando por las kilométricas y extenuantes marchas cargados hasta las cejas, las esperas más o menos tranquilas jugando a los naipes o escribiendo cartas, y la excavación de trincheras bajo el castigo del calor sofocante o del frío paralizador, bajo la lluvia de copos o a la de proyectiles. Sobra y basta para entender lo inentendible metido en el pellejo de un soldado cualquiera.

La narrativa de Lemaitre no es del todo lineal. Viaja al pasado con el objetivo claro de entender el presente en que se encuentra, aunque ese pasado pueda ser el de hace diez minutos o el de hace varios años. Utiliza la ironía que a veces desemboca en lo macabro o en lo grotesco. Incluso a menudo incluye una especie de anticipo para advertir ligeramente de la sorpresa que viene después. Echenoz también utiliza la ironía, pero narra linealmente, sin exagerar en los detalles, pero con una enumeración de datos y efectos nocivos del ante, durante y después de la contienda, que no echas en falta ningún ingrediente adicional.

Mientras los personajes de Lamaitre son perfilados casi al milímetro hasta dejar al lector con escasas posibilidades de imaginarlo de otro modo que no sea el que es, Echenoz se limita a contornearlos. Apenas dice nada de ellos, apenas sabemos nada de ellos, ni siquiera físicamente si no es por lo que les falta (la vista, un brazo), más que por lo que tienen, lo justo para que la mente del lector se remueva y los simpatice o los abomine. Una razón más para que una sea tan larga y la otra tan corta.



La amistad de Albert y Edouard en la novela de Lemaitre, corresponde más a una deuda, a una promesa de no abandonar a quien le ha salvado la vida. La amistad de Anthime con sus otros tres compañeros es anterior a la contienda, son el grupo que en la novela de Echenoz sale del pueblo natal –alguno sonriente, alguno temeroso-, sin saber qué les espera.

Quizá el indeciso Albert, tan mediocre y falto de iniciativa según la voz de su madre metida permanentemente en su pensamiento, podamos darle un parecido con Anthime –hombre de adaptación fácil incluso a las circunstancias más adversas-, aunque su verdadero denominador común es que ambos son o fueron contables. Pero el fatalmente desfigurado Edouard –rico, extravagante y artista poco varón a los ojos de su decepcionado padre- no puede compararse a Padioleau –un endeble y tímido carnicero-, más allá de su desgracia.

Tal vez si la obra de Echenoz se hubiera extendido, encontraríamos a la familia Borne-Séze buscando apoyo en el acaudalado banquero Pericourd -tan cercano al poder político de la otra novela- con el fin de protegerles de las irregularidades en la fabricación del calzado militar en las postrimerías de la contienda. Nada que ver sin duda, con el indeseable teniente Pradelle en la novela de Lamaitre –ascendido a capitán y a yerno del banquero- cuya perversión se inicia acribillando por la espalda a dos de sus propios soldados con la vil excusa de provocar un ataque justificado al enemigo, y termina con el montaje de un suculento negocio con los camposantos, reduciendo la calidad y medidas de los ataúdes que obliga a la amputación de las extremidades en una ubicación caótica de los cadáveres. Finalmente descubierto y acorralado, se verá forzado a pedir ayuda a su suegro -confundido por la melancolía y el fraudulento desastre conmemorativo de los monumentos, que reivindicaría la memoria de su  ahora añorado hijo-, a cambio de facilitarle el responsable del mismo. Una ayuda que Pradelle nunca recibirá quedando en manos de la justicia, y una recompensa en forma de atropello a su enmascarado hijo, que Pericord hubiera preferido no obtener jamás.


Tampoco la dulce y enigmática Blanche –hija de Borne y única heredera de la fábrica de zapatos-, se parece a la hastiada Madeleine –heredera del imperio Pericourt tras la supuesta muerte de Edouard-. La Blanche de Echenoz, con dos pretendientes –los hermanos Charles y Anthime seguramente rivales en más estimas que la de su propio amor-, se casó con este último, tal vez solo porque Charles no sobrevivió en el biplano que por recomendación del doctor Monteil consiguió como destino más seguro que la primera línea de infantería. Línea que Anthime abandonó pocos meses después, al tener la magnífica suerte de que un afilado casco de proyectil suelto le seccionara el brazo derecho a la altura del hombro. La Madeleine de Lamaitre se ve que cayó ante la hermosura y vigorosidad de Pradelle, pagándolo inmediatamente con la infidelidad de éste  (tanto mejor cuanto más cercanas fueran a su entorno las mujeres ajenas), la infelicidad, y finalmente el odio y la venganza.

Y en fin, como tampoco se trata de extenderse en éste último encuentro de la temporada cuya única pero poderosa arma, capaz de construir a quien la ama y destruir a quien la teme, es el libro, decir que hasta los secundarios personajes de Lemaitre, como el general Morieux al que la paz le vence y le envejece, el alcalde de distrito Labourdin tan pendiente siempre de las faldas de su secretaria, el rastrero servidor Dupré o el estrafalario, maloliente pero puntilloso funcionario Merlin, la niña Louise que devolvió la alegría a Edouard o la sonriente criadita Pauline que en un santiamén despejó las dudas de Albert respecto a fugarse con él, merecen ser recordados para mal o para bien. No menos que las suaves pinceladas de Echenoz sobre los inocentes Bossis y Arcenel que partieron casi cantando para no volver. El primero, clavado por los restos de un proyectil en el puntal de una zapa. El segundo, fusilado en un apresurado consejo de guerra, al suponer que desertaba al alejarse en un paseo sin rumbo, impulsado por el pesar de la ausencia de sus amigos.

Como dije, ambas obras me parecen más que interesantes para un lector que, en una solo está obligado a leer y en la otra necesita además apreciar.

 

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