“EL
HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS” de Leonardo Padura
Por
José Luis Vicent.
Si
digo que esta novela trata simplemente del asesinato de Trotski, estoy
incitando a la agria reacción que me obligue a escuchar eso de que, hoy en día
todo se puede conocer a través de internet y su wilkipedia.
Por tanto, hay que rebatir que lo que aquí se
cuenta, pueda encontrarse sin más, en las biografías de Liev Lavídovich
“Trotski”, Ramón Mercader del Río y la no escrita de Iván Cárdenas Marturell
como prototipo de la frustración cubana de la segunda mitad del siglo XX o como
dice Padura en su Nota final “de la
generación de crédulos por obligación” añadiendo que no debemos olvidar que
se trata de una novela, a pesar de la presencia histórica de los hechos y de
los personajes reales sujetos a las libertades de la ficción.
Creo que no es posible ignorar que en el fondo de
esta obra se muestra el abominable desprecio que el mal uso del poder vomita
sobre la confianza de los hombres subyugados a una idea o una causa. O cómo
unas simples palabras pueden dar un vuelco a la presunta vida de las personas:
A Trotski se la cambio el día que afeó a Stalin delante del Comité
calificándolo de “sepulturero de la
revolución” y a Ramón Mercader se la cambió el día que, en la sierra de
Guadarrama en plena guerra civil, respondió a su madre Caridad con un “Sí,
dile que sí” a realizar una acción desconocida que le sublimaba. Mientras
que al desdichado Iván Cárdenas se la remató “el hombre que amaba a los perros” cuando se lo encontró paseando
con sus galgos rusos por la orilla de la playa cubana de Santa María del Mar.
Trotski quizá no valoró suficientemente aquella “mirada de reptil” y padeció desde
entonces una persecución psicológica y una venganza capaz de alcanzar a sus
futuras generaciones. Sabía que iba a morir. Su inteligencia y visión de los
acontecimientos le hacía presagiar más o menos cuando ocurriría. O mejor,
cuando no ocurriría, ya que Stalin lo necesitaba —como a tantos otros que usó y
tiró a su antojo sin rechistar o incuso en medio de falsas confesiones y loas a
su verdugo—, como encarnación de la contrarrevolución. Era el “renegado” de un sistema social que
terminó asfixiando a las masas que lo aplaudieron. Pasó por diversos puntos de
Turquía, Francia, Noruega y México en
compañía del sostén inquebrantable de su intuitiva mujer Natalia Sedova que
tantas veces le alertó de algún peligro —no así del último—, indescifrable bajo
la excesiva mente táctica de su esposo, ni se desmoronó con el pasajero affaire
sexual de éste con Frida Kahlo. Gracias al matrimonio Rosmer, pudieron
compartir la última fortaleza con su nieto Sieva, el único descendiente vivo,
ya que todos sus hijos y multitud de amigos fueron víctimas del escarnio de su
enemigo. Durante su exilio no dejó de trabajar en el “boletín” —dirigido por su hijo Liova—, en obras que trataban de
reflejar su pensamiento social y en una atrevida biografía de Stalin. Su
capacidad de concentración e ilimitada entrega al trabajo provocaba en sus
extenuados colaboradores ese “soplo en la
nuca” que los dejaba fuera de su alcance. No obstante, Trotski, cuando era
consciente del amargo rastro derivado de su excesiva implicación, argumentaba
que los momentos más felices en sus años de confinación, los pasó cuando podía salir
al encuentro de la gente sencilla, como los pescadores de Buyuk Ada o de
Coyoacán.
Ramón Mercader con aquel “sí”, decidió perder su propia vida y ganar otras personalidades
guiado por la luz del hecho histórico que le debía catapultar a lo más alto.
Siempre le inquietaron los besos de Caridad, su madre de origen indiano, que
casada con un aburguesado industrial catalán, padeció de éste el empuje a los
turbios prostíbulos a fin de que aprendiera algo, para terminar comprometida
con las clases bajas y arruinar concienzudamente las empresas de su esposo. Se
endureció tanto, que Ramón ante ella —incluso siendo una vieja arrugada—,
siempre se sintió desvalido. También África de las Heras, la fría activista de
la que se enamoró y tuvo un hijo al que “inmerso
en la causa” jamás pudo ver, le hundía con sus desprecios intelectuales. Y
por último, su mentor Kótov, Tom, Eitingon o como quisiera llamarse a cada
momento, lo convirtió en los sucesivos Jacques Mornard, Soldado 13, Frank
Jacson o Ramón Pavlovich hasta hacer del Mercader del Río un auténtico títere
al que se agarraba o soltaba a voluntad de sus superiores, obligado a cautivar
sexualmente a la poco agraciada Sylvia como puente hacia su víctima y entrenado
hasta la inoculación de una nueva conciencia que le hiciera levantar
resolutivamente la mano que empuñara el piolet asesino —casi una mezcla de hoz
y martillo— sobre la cabeza y la mirada de Trotski, de cuyo grito jamás se pudo
desprender. Sus veinte años de encarcelamiento en México no le amedrentaron y
jamás dijo quién era y quiénes le habían enviado. Devuelto a Moscú y medio
rehecha su vida con Roquelia —que en la cárcel le facilitaba los mensajes de
Caridad—, volvió a ser consciente —merced a las conversaciones con su mentor—,
que todo él fue un diseño, un brazo ejecutor sin cerebro.
En cuanto a Iván Cárdenas —la atractiva tercera pata
que sustenta el interés de esta historia—, su vida —como él mismo manifiesta porque por diseño
narrativo se trata del único que conjuga en primera persona —, es desde el
principio un cúmulo de caídas: primero cuando unos comentarios inoportunos le
impiden ingresar en los “militantes de la
juventud” ; después, cuando tras asomarse en su “visión socialista del arte” como prometedor escritor de cuentos sin
trascendencia política, un editor cuestiona el alarde de su protagonista que
decide suicidarse antes de delatar, porque —inconcebiblemente—, lo tilda de
cuento antirrevolucionario y es enviado a la mísera población de Baracoa como
técnico de la radio local en la que no debían faltar noticias nacionales y del
Partido, condenado a ser cínico o a convertirse en más mierda; por último, ese
estado de precariedad física y mental le induce a un alcoholismo del que debe
ser tratado para su desintoxicación. También le sacudió toda su vida el hecho
de no defender con aplomo la homosexualidad —prohibitiva en Cuba—, de su
hermano William. Finalmente, sus encuentros con el hombre presentado como Jaime
López que decía conocer la historia de su primo Ramón Mercader, va alimentando
su curiosidad cuya perversión ya intuye otra mujer —Raquelita que más tarde se
separa de él acusándole de “no ser
escritor ni ser nada”—. Gracias a su conocimiento del mundo animal —había
establecido su consulta veterinaria al precio de “págueme lo que pueda”— y su buen carácter, se ganó la confianza del
hombre que se paseaba por la playa con dos galgos rusos bajo la atenta mirada
de un negro alto y flaco sentado a cierta distancia. Fue convirtiéndose así en
el depositario de una historia increíble que no llegó a su fin por el mismo
conducto, ya que un día, el hombre no apareció.
Años después se fue apuntalando
con una carta de cincuenta páginas, que una negra —hermana del flaco-alto y
enfermera de Jaime López en su agonía— le entregó en su apartamento repleto de
cubos recogiendo agua de las goteras. Fue Ana —verdadero amor de su vida— quien
le instó a que no dejara de contarla. Tras su penosa muerte derivada del
proceso hambre-polineuritis-osteoporosis-cáncer, cumplió su deseo por medio de
su amigo Dany, Daniel Fonseca Ledesma —figuración de Padura si atendemos a los
lugares y fechas del Réquiem y la Nota final—al que legó esos papeles y
abundante documentación de Trotski sacada de la biblioteca o facilitada por
Luis, el hermano menor de Ramón Mercader. El Iván conocedor de tantas putas
realidades asegura en un momento en que los apagones eléctricos no oscurecen su
lucidez, que la única grandeza humana es “practicar
la bondad, no obligar a otros a aceptar nuestros conceptos, dar hasta que duela
y no hacer política de ello”.
Tampoco es posible ignorar la arquitectura de la
obra, la forma en que Padura ha intercalado las tres historias obligando a que
un mismo hecho sea abordado desde perspectivas diferentes, consiguiendo que
esas idas y venidas temporales sujetas a los recuerdos de cada uno, metan de
lleno al lector en la piel de los personajes donde él mismo se ha introducido
con maestría, aplicando un lenguaje fácil que elude altisonancias innecesarias
y en el que lo más complejo resulta precisamente, entender los acontecimientos
políticos de unos años turbulentos en España, en Europa y en otras partes del
mundo llenos de nombres que, aunque yo olvide, la historia no lo hará.
Lo que no pienso omitir son los nombres de los
perros, cuya inclusión en la novela no es ni mucho menos gratuita.
Tato es el nexo de unión entre Iván y Ana cuando ésta, desesperada, lo lleva
en brazos a su consulta rogándole que lo salve. Iván lo consigue y de alguna
forma, el perro y Ana le salvan a él, hasta que por ley de vida tomó su relevo
el callejero Truco, que no se separó de Ana en sus momentos de
agonía, dejando acariciar su lomo hasta sentir la mano inerte de su ama. En sus
ojos reflejaba la pena de la ausencia y terminó sepultado en la cama junto a
Iván bajo el deteriorado techo que —como postrera ironía— se derrumbará de la
misma manera que lo estaba haciendo su propia existencia.
Ramón, de niño, comparte sus silencios con Santiago y Cuba regalos de su abuelo indiano, presagiando que sus relaciones
humanas tan llenas de palabras y frases que en su densidad se vacían, alterarán
gravemente aquellas pacíficas sensaciones. Más adelante, Caridad ejecuta a Churro —el perro que vive en el batallón
de su hijo— cuando éste acepta el reto, porque ya no le servirá de nada,
asegurándole que renunciar a todo es también una forma de vida. Muchos años
después, los borzois Ix y Dax le recordarán a aquellos que le
regaló su abuelo y darán algo de sentido a sus días finales. Junto a ellos y el
río helado de Moscú reflexiona en catalán “Jo
soc un fantasma”. Son los mismos que paseará después como Jaime López por
la playa cubana facilitando el encuentro con Iván.
La deportación de Liev Davídovich se inicia en compañía de la perrita Maya y cuando la entierra recuerda con
nostalgia su cabecita asomando por la caja que le regalaron. Más tarde, con Azteca —el perro mestizo que adquiere su
nieto en la fortaleza de Cocoayán— reflexiona si su inteligencia —capaz de
entender órdenes en varios idiomas— no será superior a la de los hombres
condenados a perseguirse y enfrentarse presos de sus propios desencuentros
ideológicos.
Las cualidades de obediencia, fidelidad, entrega,
amparo y custodia hacia sus amos son referencias constantes al paralelismo con
algunos comportamientos humanos. Pero no puede decirse que esa sumisión alcance
en el hombre el grado de virtud sino todo lo contrario: humillación y
servidumbre irracional que se constata cuando, de forma genérica, sin dar
nombre a los animales, a un enemigo se le desea despectivamente que muera como
un perro. Quizá en ese caso los perros sientan algún miedo hacia los amos que
dicen amarles mientras odian a los hombres. Ese puto miedo que —olvidado o
presente— ha sido hilo conductor de todo lo dicho y no
dicho en esta historia.
Confío en que después de hoy no me atreveré a decir
que esta novela trata simplemente del asesinado de Trotski. Y en todo caso, si
lo hago, afortunadamente no será por miedo, aunque tampoco debería ser ya por
ignorancia.
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