“EL
PERIODISTA DEPORTIVO” de Richard Ford
Por
José Luis Vicent Marin.
Casualidad
o no, resulta cuanto menos curioso que la tertulia de este libro haya sido
elegida para el mismo mes en que se sitúa la acción, de manera que para la
mayoría de nosotros, parte de su lectura habrá coincidido con los días de esta
recién terminada semana santa. Si a esto le añadimos que ese comienzo en
viernes santo de 1984 no nos resulta muy lejano, el contexto histórico,
cultural, político y religioso de Estados Unidos nos habrá sido bastante
reconocible en un texto por otra parte mucho más centrado en los pensamientos y
en las emociones que en los hechos realmente tangibles, en lo que nos pasa por
dentro, más que en lo que nos pasa por fuera.
Porque
lo que a Frank Bascome le pasa por fuera atendiendo a solo tres días, quizá
podría contarse en tres páginas, pero entender lo que le pasa por dentro
requiere al menos multiplicarlas por cien. Ni más ni menos lo que ha hecho el
autor permitiendo que ese narrador, desde la fórmula del presente, a base de
interrupciones basadas en sus pensamientos en las que no falta algún esporádico
intento de complicidad con los lectores, retrase la acción del momento
para retroceder a su pasado reciente e incluso para imaginar su futuro o el de
otros. Interrupciones que pueden producirse incluso en medio de cualquier
diálogo demostrando que aun desconociendo su unidad de medida, la velocidad del
pensamiento es tan grande que puede filtrarse en la conversación, tal vez
afectándola pero nunca paralizándola.
La
verdad es que el título me tenía un poco despistado (evité tener conocimiento
alguno del libro) y pensé que se centraría mucho más en los hechos que suelen
servir de material protagonista —de aparente superficialidad pero tomados bajo
interesantes puntos de vista— que en el propio protagonista que debería
servirse de ese material para narrarlos.
Pero
no. Lo que este hombre que tuvo cierto éxito como escritor (al menos
económicamente gracias a una productora cinematográfica que compró sus relatos a
buen precio para no ser jamás reproducidos en la gran pantalla), nos narra, es
otra cosa, entre las que la aceptación del trabajo de periodista deportivo
responde perfectamente a su necesidad —tal vez inconsciente— de buscar
alternativas al vacío de su mente cuando pierde a su hijo Raplh a la escasa
edad de 9 años por una enfermedad rara relacionada precisamente con el cerebro
y conocida por el síndrome de Reye.
A
partir de ese momento y pese a su negativa a creer que ese y solo ese fuera el
hecho desencadenante, su vida se desmorona y empieza sumirse con frecuencia en
“ensoñaciones” que le dejan fuera de
la realidad, lo que sumado a su nuevo trabajo que le obliga a viajar
constantemente, le va alejando progresivamente de su mujer hasta llegar al
divorcio desencadenado por la aparición de una cartas sin verdadero peso
—aparecidas tras el desorden de un robo en el hogar—, de una tal Peggy Connover
a la que conoció en un avión y que decía gustarle sus artículos. Los paisajes y
lugares típicos que Frank atraviesa en sus viajes de trabajo, de ocio o
simplemente de escape, así como la climatología, son descritos en sus
recorridos mimetizándose a menudo en sus efectos. Lo cierto es que en el
trascurso de esos viajes Frank conoció y se acostó con 18 mujeres a las que
decirles “te quiero” se
convertía en un error. Pasaba de la compasión por su soledad, al interés, y del
interés al sexo. Cuando volvía a casa solía encontrarse extraño y se voz se
debilitaba.
Recurrir
al sonido de su propia voz, clara, nítida, cínica, chulesca, rastrera o apagada
demuestra los altibajos de su estado de ánimo nutrido a menudo por la
imaginaria vida de los demás o por la suya propia dentro de la vida de otra
familia o al lado de otra persona. Sin embargo, ni Mindy Levinson (judía), su
primer romance en aquel empleo en el College que apenas duró unos meses y
abandonó sin siquiera entregar las notas de los alumnos a la que redescubre
fotografiada como modelo de catálogos, ni la libanesa Selma Jasmin con
quien se entrega a la frívola provisionalidad durante 13 semanas de libertad
absoluta sin prever futuro alguno, ni sobre todo Vicki Arcenault, —la enfermera
que empieza curándole un dedo para seguir intentándolo con su corazón— con
quien como novia casi formal celebra la comida de pascua en compañía de su
hermano Cade —el “eslabón fuerte” que
pretende encerrar a todos los “eslabones
débiles” de la sociedad—, su padre Wade —un hombre sincero y directo que a
la muerte de su esposa pasó de ser ingeniero en Texas a cobrador en la
autopista— y su joven madrastra Lynette —que acostumbrada a escuchar llamadas
en el centro católico, intenta saber cosas de él, más allá de sus opiniones
deportivas— son capaces de darle un vuelco a una vida que Frank siempre termina
retomando en la imaginaria compañía de Paul y Clarissa —sus dos hijos
posteriores al añorado Ralph —y de X —su ex mujer—, curiosamente la única
persona cuyo nombre nunca nos es descubierto quizá atendiendo a esa frase
suya “no conocía a X al despertarme” en el inicio de su crisis,
induciéndonos a pensar que podemos estar al lado de una persona toda la vida y
no llegar a conocerla o tal vez a que somos nosotros mismos los que no nos
esforzamos lo suficiente para entender las reacciones ajenas.
Reacciones
que a menudo no esperamos, porque más allá de sus viejos e inocuos vecinos
Delia y Caspar Deffeyes, o Bosobolo —el huésped venido de Gabón que ocupa la
buhardilla de su casa envuelto en la placidez de una libertad envidiable—, está
la figura de Herb Wallager —ex
futbolista paralítico al que debe entrevistar y que un accidente en lancha con
su novia les cambió la vida a ambos— y sobre todo Walter Lucket del “club de divorciados” que le elige a él
como el amigo al que necesita para ser escuchado. Personajes enmarcados
magistralmente con cuatro pinceladas descriptivas que ellos mismos, a base de
palabras o actitudes, nos van abriendo para permitirnos finalmente entrar en su
interior. Pero ni Herb tras el amago de entrevista, ni sobre todo Walter tras
librar sus confidencias, responden como Frank hubiera deseado —si es que en
este segundo caso deseaba algo— y por un momento considera un error las
amistades en las que “desperdicias tu
tiempo en las desgracias del otro”.
Cuando Frank se sentía con esa necesidad, hacía visitas a la quiromántica Mrs. Miller. Decía que se tomaba en serio la vida de los demás aunque su mesa estuviera presidida por una bola de cristal poco convincente y que a diferencia de los psiquiatras que solo buscan forrarse, le escuchaba, tranquilizaba y animaba por solo 5 dólares. Empujado por ese arte adivinatorio, yo mismo me he apresurado a curiosear —queriendo pero sin creer— el significado de dos números que se repiten bastante en la historia. Son el 38 y el 39 correspondiente a la edad actual de Frank y la que cumplirá poco después coincidiendo con el entierro —al que no acudió— de su “amigo” Walter suicidado el mismo domingo de pascua que un Frank en la fase que mediaba entre optimismo y dejación, jugaba al croquet con Vicki minutos antes de la comida del domingo de pascua. Del primero número se dice que ha sido estigmatizado como un tanto negativo debido a una especie de conflicto entre acción y pasividad, mientras que del segundo se dice que se acerca a la sanación, la objetividad y la preocupación por el bienestar del alma. Todo lo cual —hilando en el fino hilo que me he inventado—puede entablar algún paralelismo con la transición de Frank.
Lo
que no me he inventado son las referencias continuas al arrepentimiento (la
novela en el cajón, el divorcio, el nuevo trabajo, la relación con Vicki…) y su
forma de afrontarlo, ya que no existe la vida perfecta sin resquicios de los
que no arrepentirse — “la vida sin culpa
no existe pero hay que evitar que la culpa te destruya y es necesario olvidar”—,
así como la soledad y la nostalgia tan presente en la confusa cabeza de Frank,
o la siempre bienvenida alegría de lo inesperado, de lo nuevo, el placer de las
pequeñas sorpresas (realmente un eficiente antídoto a una depresión que intenta
ocultar) frente a la monotonía de las vidas que “se dejan llevar”.
Destacaría
igualmente esa búsqueda del mejor lugar
para vivir cuando en realidad cualquier lugar es bueno si no te invade la
insatisfacción por vivir. O la necesidad de mantener ciertos “misterios” cuyo obsesivo intento de explicarlos no
sirve de nada y puede en todo caso resultar perjudicial. Frank tampoco quiere
ser víctima de un pasado al que no desea anclarse, raíces profundas a las que
pretende decir que no desea someterse, pero su dualidad de ideas le arrastra a
conflictos internos permanentes que enlazan con esa otra de ser totalmente
sincero o relativamente falso ante las personas —no decimos lo que pensamos de
ellas— y en última instancia la responsabilidad del silencio: “no soy culpable de lo que pienso”.
Ese
tema de “cambiar de vida” por las
circunstancias y más si son depresivas o simplemente oportunistas, plantean
reflexiones ligadas por ejemplo a la “toma
de decisiones equivocadas” (que no lo son tal porque nunca es posible saber
si lo fueron), así como a la conveniencia o no de “hacer planes”, el sentido de la “anticipación” al hecho o acción próxima, la realidad de que nada es
para siempre aumentando el valor de lo intrascendente y lo espontáneo y el “valor de vivir plenamente las emociones que
evita seguir buscando otras por si son mejores que la anterior”.
A
Frank ser periodista deportivo le permite ver la vida de otra manera más simple
porque aunque intenta a veces profundizar en la de algún ex deportista a fin de
obtener un artículo brillante, los eventos deportivos se nutren mucho de datos
irrebatibles o debates repetitivos que le permiten no pensar demasiado —a pesar
de que para él “no basta con tener
conocimiento de records y estadísticas que un ordenador calcularía fácilmente”—.
En una entrevista alguien dijo: “el
deporte es un juego para mirarlo y luego olvidarlo. Las opiniones sobran, no
son más que una puta manía de alargar conversaciones insulsas donde solo hay
hechos”.
Frank
quizá quisiera que esa simplicidad se posara en su vida. Hablar de deportes
evita que sus valores sean expuestos al escrutinio ajeno y se trata de una
actividad mental alejada del auténtico escritor que a menudo “falla cuando pretende contar las emociones”
y más cercana a la actividad del propio deportista “entrenado para sentir poco” y centrado
plenamente en su oficio, una actitud que seguramente Frank quisiera para sí,
consciente de que en su freno existencial siempre aparece la figura de su hijo
Raplh cuya tumba visita anualmente con su ex mujer el día en que su hijo
hubiera cumplido años.
Y,
casualidad o no, el comienzo de esta historia con Frank y su ex mujer visitando
la tumba de Ralph en el cuarto aniversario de su muerte coincide con el viernes
que la iglesia santifica por la muerte de Cristo, mientras que el final se
sitúa en la última hora del domingo de resurrección esa noche que Frank de
forma casi inconsciente —alejándose de casa y subiendo al primer tren para
evitar cualquier conversación con una mujer apeada del mismo que en su falso
imaginario interno se correspondería con la hermana de Walter— se presenta en
el despacho de la redacción en Gotham (Nueva York) a fin de trabajar en el
artículo sobre Herb.
Allí,
el enamoradizo Frank es nuevamente
obnubilado por la presencia de una mujer —la joven meritoria Catherine— con
quien pretende dar un paseo nocturno en aparente estado de optimismo como
paradigma externo de lo que en ese breve periodo de tiempo ha ido sucediendo en
su interior. Un optimismo quizá nublado por una enigmática mirada al vacío
desde la ventana en una oscura noche, resuelto en ese capítulo no numerado
denominado “fin” a modo de epílogo
cinematográfico de una película basada en hechos reales donde una fotografía
del rostro de cada personaje es acompañada por un breve repaso sobre su actual
situación.
En
el caso de Frank —recordemos la narración en primera persona— él mismo la
rellena de respuestas positivistas acordes con su nuevo estado de ánimo a
muchas preguntas que antes le angustiaban. Y lo hace desde Florida, el punto
más lejano geográficamente de Nueva Jersey,
como alejado está anímicamente de su vieja vida en aquel lugar ahora tan
remoto.
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