domingo, 14 de mayo de 2017

El periodista deportivo


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“EL PERIODISTA DEPORTIVO” de Richard Ford
Por José Luis Vicent Marin.

Casualidad o no, resulta cuanto menos curioso que la tertulia de este libro haya sido elegida para el mismo mes en que se sitúa la acción, de manera que para la mayoría de nosotros, parte de su lectura habrá coincidido con los días de esta recién terminada semana santa. Si a esto le añadimos que ese comienzo en viernes santo de 1984 no nos resulta muy lejano, el contexto histórico, cultural, político y religioso de Estados Unidos nos habrá sido bastante reconocible en un texto por otra parte mucho más centrado en los pensamientos y en las emociones que en los hechos realmente tangibles, en lo que nos pasa por dentro, más que en lo que nos pasa por fuera.

Porque lo que a Frank Bascome le pasa por fuera atendiendo a solo tres días, quizá podría contarse en tres páginas, pero entender lo que le pasa por dentro requiere al menos multiplicarlas por cien. Ni más ni menos lo que ha hecho el autor permitiendo que ese narrador, desde la fórmula del presente, a base de interrupciones basadas en sus pensamientos en las que no falta algún esporádico intento de complicidad con los lectores, retrase la acción del momento para retroceder a su pasado reciente e incluso para imaginar su futuro o el de otros. Interrupciones que pueden producirse incluso en medio de cualquier diálogo demostrando que aun desconociendo su unidad de medida, la velocidad del pensamiento es tan grande que puede filtrarse en la conversación, tal vez afectándola pero nunca paralizándola. 

La verdad es que el título me tenía un poco despistado (evité tener conocimiento alguno del libro) y pensé que se centraría mucho más en los hechos que suelen servir de material protagonista —de aparente superficialidad pero tomados bajo interesantes puntos de vista— que en el propio protagonista que debería servirse de ese material para narrarlos.
Pero no. Lo que este hombre que tuvo cierto éxito como escritor (al menos económicamente gracias a una productora cinematográfica que compró sus relatos a buen precio para no ser jamás reproducidos en la gran pantalla), nos narra, es otra cosa, entre las que la aceptación del trabajo de periodista deportivo responde perfectamente a su necesidad —tal vez inconsciente— de buscar alternativas al vacío de su mente cuando pierde a su hijo Raplh a la escasa edad de 9 años por una enfermedad rara relacionada precisamente con el cerebro y conocida por el síndrome de Reye.

A partir de ese momento y pese a su negativa a creer que ese y solo ese fuera el hecho desencadenante, su vida se desmorona y empieza sumirse con frecuencia en “ensoñaciones” que le dejan fuera de la realidad, lo que sumado a su nuevo trabajo que le obliga a viajar constantemente, le va alejando progresivamente de su mujer hasta llegar al divorcio desencadenado por la aparición de una cartas sin verdadero peso —aparecidas tras el desorden de un robo en el hogar—, de una tal Peggy Connover a la que conoció en un avión y que decía gustarle sus artículos. Los paisajes y lugares típicos que Frank atraviesa en sus viajes de trabajo, de ocio o simplemente de escape, así como la climatología, son descritos en sus recorridos mimetizándose a menudo en sus efectos. Lo cierto es que en el trascurso de esos viajes Frank conoció y se acostó con 18 mujeres a las que decirles “te quiero” se convertía en un error. Pasaba de la compasión por su soledad, al interés, y del interés al sexo. Cuando volvía a casa solía encontrarse extraño y se voz se debilitaba.

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Recurrir al sonido de su propia voz, clara, nítida, cínica, chulesca, rastrera o apagada demuestra los altibajos de su estado de ánimo nutrido a menudo por la imaginaria vida de los demás o por la suya propia dentro de la vida de otra familia o al lado de otra persona. Sin embargo, ni Mindy Levinson (judía), su primer romance en aquel empleo en el College que apenas duró unos meses y abandonó sin siquiera entregar las notas de los alumnos a la que redescubre fotografiada como modelo de catálogos, ni la libanesa Selma Jasmin con quien se entrega a la frívola provisionalidad durante 13 semanas de libertad absoluta sin prever futuro alguno, ni sobre todo Vicki Arcenault, —la enfermera que empieza curándole un dedo para seguir intentándolo con su corazón— con quien como novia casi formal celebra la comida de pascua en compañía de su hermano Cade —el “eslabón fuerte” que pretende encerrar a todos los “eslabones débiles” de la sociedad—, su padre Wade —un hombre sincero y directo que a la muerte de su esposa pasó de ser ingeniero en Texas a cobrador en la autopista— y su joven madrastra Lynette —que acostumbrada a escuchar llamadas en el centro católico, intenta saber cosas de él, más allá de sus opiniones deportivas— son capaces de darle un vuelco a una vida que Frank siempre termina retomando en la imaginaria compañía de Paul y Clarissa —sus dos hijos posteriores al añorado Ralph —y de X —su ex mujer—, curiosamente la única persona cuyo nombre nunca nos es descubierto quizá atendiendo a esa frase suya  “no conocía a X al despertarme” en el inicio de su crisis, induciéndonos a pensar que podemos estar al lado de una persona toda la vida y no llegar a conocerla o tal vez a que somos nosotros mismos los que no nos esforzamos lo suficiente para entender las reacciones ajenas.

Reacciones que a menudo no esperamos, porque más allá de sus viejos e inocuos vecinos Delia y Caspar Deffeyes, o Bosobolo —el huésped venido de Gabón que ocupa la buhardilla de su casa envuelto en la placidez de una libertad envidiable—, está la figura de  Herb Wallager —ex futbolista paralítico al que debe entrevistar y que un accidente en lancha con su novia les cambió la vida a ambos— y sobre todo Walter Lucket del “club de divorciados” que le elige a él como el amigo al que necesita para ser escuchado. Personajes enmarcados magistralmente con cuatro pinceladas descriptivas que ellos mismos, a base de palabras o actitudes, nos van abriendo para permitirnos finalmente entrar en su interior. Pero ni Herb tras el amago de entrevista, ni sobre todo Walter tras librar sus confidencias, responden como Frank hubiera deseado —si es que en este segundo caso deseaba algo— y por un momento considera un error las amistades en las que “desperdicias tu tiempo en las desgracias del otro”.


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Cuando Frank se sentía con esa necesidad, hacía visitas a la quiromántica Mrs. Miller. Decía que se tomaba en serio la vida de los demás aunque su mesa estuviera presidida por una bola de cristal poco convincente y que a diferencia de los psiquiatras que solo buscan forrarse,  le escuchaba, tranquilizaba y animaba por solo 5 dólares. Empujado por ese arte adivinatorio, yo mismo me he apresurado a curiosear —queriendo pero sin creer— el significado de dos números que se repiten bastante en la historia. Son el 38 y el 39 correspondiente a la edad actual de Frank y la que cumplirá poco después coincidiendo con el entierro —al que no acudió— de su “amigo” Walter suicidado el mismo domingo de pascua que un Frank en la fase que mediaba entre optimismo y dejación, jugaba al croquet con Vicki minutos antes de la comida del domingo de pascua. Del primero número se dice que ha sido estigmatizado como un tanto negativo debido a una especie de conflicto entre acción y pasividad, mientras que del segundo se dice que se acerca a la sanación, la objetividad y la preocupación por el bienestar del alma. Todo lo cual —hilando en el fino hilo que me he inventado—puede entablar algún paralelismo con la transición de Frank.
Lo que no me he inventado son las referencias continuas al arrepentimiento (la novela en el cajón, el divorcio, el nuevo trabajo, la relación con Vicki…) y su forma de afrontarlo, ya que no existe la vida perfecta sin resquicios de los que no arrepentirse — “la vida sin culpa no existe pero hay que evitar que la culpa te destruya y es necesario olvidar”—, así como la soledad y la nostalgia tan presente en la confusa cabeza de Frank, o la siempre bienvenida alegría de lo inesperado, de lo nuevo, el placer de las pequeñas sorpresas (realmente un eficiente antídoto a una depresión que intenta ocultar) frente a la monotonía de las vidas que “se dejan llevar”.

Destacaría igualmente esa búsqueda del mejor lugar para vivir cuando en realidad cualquier lugar es bueno si no te invade la insatisfacción por vivir. O la necesidad de mantener ciertosmisterios cuyo obsesivo intento de explicarlos no sirve de nada y puede en todo caso resultar perjudicial. Frank tampoco quiere ser víctima de un pasado al que no desea anclarse, raíces profundas a las que pretende decir que no desea someterse, pero su dualidad de ideas le arrastra a conflictos internos permanentes que enlazan con esa otra de ser totalmente sincero o relativamente falso ante las personas —no decimos lo que pensamos de ellas— y en última instancia la responsabilidad del silencio: “no soy culpable de lo que pienso”.

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Ese tema de “cambiar de vida” por las circunstancias y más si son depresivas o simplemente oportunistas, plantean reflexiones ligadas por ejemplo a la “toma de decisiones equivocadas” (que no lo son tal porque nunca es posible saber si lo fueron), así como a la conveniencia o no de “hacer planes”, el sentido de la “anticipación” al hecho o acción próxima, la realidad de que nada es para siempre aumentando el valor de lo intrascendente y lo espontáneo y el “valor de vivir plenamente las emociones que evita seguir buscando otras por si son mejores que la anterior”.

A Frank ser periodista deportivo le permite ver la vida de otra manera más simple porque aunque intenta a veces profundizar en la de algún ex deportista a fin de obtener un artículo brillante, los eventos deportivos se nutren mucho de datos irrebatibles o debates repetitivos que le permiten no pensar demasiado —a pesar de que para él “no basta con tener conocimiento de records y estadísticas que un ordenador calcularía fácilmente”—. En una entrevista alguien dijo: “el deporte es un juego para mirarlo y luego olvidarlo. Las opiniones sobran, no son más que una puta manía de alargar conversaciones insulsas donde solo hay hechos”.

Frank quizá quisiera que esa simplicidad se posara en su vida. Hablar de deportes evita que sus valores sean expuestos al escrutinio ajeno y se trata de una actividad mental alejada del auténtico escritor que a menudo  “falla cuando pretende contar las emociones” y más cercana a la actividad del propio deportista “entrenado para sentir poco” y centrado plenamente en su oficio, una actitud que seguramente Frank quisiera para sí, consciente de que en su freno existencial siempre aparece la figura de su hijo Raplh cuya tumba visita anualmente con su ex mujer el día en que su hijo hubiera cumplido años.

Y, casualidad o no, el comienzo de esta historia con Frank y su ex mujer visitando la tumba de Ralph en el cuarto aniversario de su muerte coincide con el viernes que la iglesia santifica por la muerte de Cristo, mientras que el final se sitúa en la última hora del domingo de resurrección esa noche que Frank de forma casi inconsciente —alejándose de casa y subiendo al primer tren para evitar cualquier conversación con una mujer apeada del mismo que en su falso imaginario interno se correspondería con la hermana de Walter— se presenta en el despacho de la redacción en Gotham (Nueva York) a fin de trabajar en el artículo sobre Herb.

Allí, el enamoradizo Frank  es nuevamente obnubilado por la presencia de una mujer —la joven meritoria Catherine— con quien pretende dar un paseo nocturno en aparente estado de optimismo como paradigma externo de lo que en ese breve periodo de tiempo ha ido sucediendo en su interior. Un optimismo quizá nublado por una enigmática mirada al vacío desde la ventana en una oscura noche, resuelto en ese capítulo no numerado denominado “fin” a modo de epílogo cinematográfico de una película basada en hechos reales donde una fotografía del rostro de cada personaje es acompañada por un breve repaso sobre su actual situación.


En el caso de Frank —recordemos la narración en primera persona— él mismo la rellena de respuestas positivistas acordes con su nuevo estado de ánimo a muchas preguntas que antes le angustiaban. Y lo hace desde Florida, el punto más lejano geográficamente de Nueva Jersey,  como alejado está anímicamente de su vieja vida en aquel lugar ahora tan remoto.  



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