lunes, 22 de enero de 2018

Cuatro Amigos


Por José Luis Vicent Marin.

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Verano de 1996. Cuatro amigos preparan desde Madrid un viaje de vacaciones hacia levante, concretamente hacia Valencia, el lugar donde a su parecer, se puede disfrutar más y mejor del día y la noche desmedidos. Jornadas cuyas veinticuatro horas estarán a plena disposición del disfrute sin complejos y donde comer lo que sea, dormir donde sea y follar con quien sea se convertirá en su máxima y casi única expresión de libertad. Una —creo— bastante fiel representación de gran parte de la juventud de aquellos años, en este caso, dadas sus edades —mucho más próximas a los treinta que a los veinte—, estirada como un chicle por voluntad propia conocedores de estar arribando a su final.


Por fortuna, ese viaje encerrará más cosas que se irán desgranando en base a los monólogos interiores del narrador y principal protagonista llamado Solo porque según sus amigos a menudo prefería estar en ese estado que en compañía. Los otros tres se van dibujando según avanza la obra pero en ningún momento tendrán la profundidad del primero y siempre serán juzgados bajo el prisma de aquél.

Así, Claudio, rubio y atractivo, representa un poco al líder, al imprescindible, al que siempre se le perdona que llegue tarde aunque lo haga a conciencia, vive emancipado en un piso de mierda con su perro Sánchez y se saca los cuartos repartiendo bebidas a los bares. Raúl, alto, delgado, frío, recientemente casado y padre de dos gemelos de siete meses, hace el viaje pendiente de las llamadas de su mujer Elena —sin renunciar a disfrutar de otras en el camino— encadenado al que debió ser uno de los primeros móviles que habría en España, obsequio de su suegro, quien le remata con los grilletes de forzoso contable en su empresa para ganarse la vida, toda una antítesis a sus irrenunciables deseos de ser libre. Blas, grueso, glotón, hijo de militar, indiferente a opinar de nada pero reconciliador de hostilidades dentro del grupo y sobre todo mitificador de sus propias aventuras sexuales. Y Solo, el hombre triste que aun conociendo las profundidades de su mente y de su corazón, suele elegir el camino contrario o simplemente suele no elegir para dejarse llevar y terminar como quien dice, arrastrado a su propia suerte, muy lejos siempre de su casi invisible madre —crítica de arte—  y sobre todo de la exquisitez de su súper padre —crítico literario que le consigue un puesto en su mismo periódico del que se despide por hartazgo justo antes de emprender el viaje— quien a cada ligero encuentro-desencuentro suele terminar empequeñeciéndole con su actitud plana pero superlativa. 
La novela está dividida en tres partes bien diferenciadas que además se sitúan supongo que concienzudamente  en tres puntos geográficos distintos.

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En la primera se detallan los preparativos y el viaje en sí mismo hacia la cuna de la diversión sin límites. Ese entusiasmo por lo que para ellos representa vivir, respirar, abandonar la obligación y que bautizan con múltiples nombres del estilo “viaje al centro de las piernas” y títulos similares, quizá no sea más que una huída disfrazada de vacaciones. En un lenguaje vivo, alegre y no exento de ironía no se omiten tampoco acciones soeces o breves diálogos sin remilgos muy en consonancia con una realidad enfocada a la caza de sexo y a la animalidad por encima de cualquier idea de confusa resolución, como Anabel, el ligue que el obediente Blas debe dejar en Madrid pero que presentada por sorpresa en Valencia juega o más bien la hacen jugar a la indefinición de si busca más al grupo que al propio Blas. O la checa Sonja —rescatada de un prostíbulo de bajo nivel— a la que el propio Blas esconde en la furgoneta, mientras los otros tres practican sexo en grupo con una venezolana. Pero a medida que avanza la acción —intrascendente por otro lado—, se filtran in crescendo, las cataratas de pensamientos y recuerdos de Solo, el inequívoco narrador que en primera persona nos comunica una ristra inconmensurable de ideas, frases a menudo espléndidas que van sepultando la superficialidad descriptiva de los acontecimientos en los que se encuentran o acometen en su afán libertario. De hecho, al final de cada capítulo, nos obsequia con cuatro o cinco líneas de un proyecto literario al que denomina “escrito en servilletas” como colofón de lo que nos ha ido trasmitiendo, llámese la diferencia abismal padres-hijos (especialmente padre) o su melancolía ante la figura de Bárbara, la novia con la que rompe tras diecinueve meses y veintitrés días —esa minuciosa contabilidad le delata— en una aparente inmejorable decisión que se va tornando en la decisión más imperdonable de su vida.  Abandonan Valencia sin rumbo prefijado y dada la escasa distancia entre el pueblo que Raúl menciona estar en ese momento y el pueblo de los padres de Elena donde ella le habla desde el otro lado del teléfono,  no les queda más remedio que acercarse y gozar de la cordialidad de sus suegros y el encanto de un pueblo aragonés en fiestas donde de bodega en bodega y de peña en peña, el alcohol, el sexo y alguna que otra trifulca —en este caso es Claudio quien se las ve con un mocetón que defendía la integridad de su hermana—, toman de nuevo impulso poniendo a prueba “esa cosa fiera e irracional de la pandilla”. El viaje debe proseguir —así estaba estipulado a pesar de ese fortuito desembarque— y Raúl le confiesa a Solo que el matrimonio es un error, recriminándole que en su día fue Bárbara quien le apartó a él momentáneamente del grupo, esa institución inviolable que pretenden sublimar a cada instante a fin de que no se les caiga encima.

La segunda parte es bastante corta y el título “Solo en ninguna parte” ya dice bastante. La furgoneta con olor a queso en la que viajan sufre una avería y a duras penas alcanzan aparcar delante de un decadente hotel de carretera en algún punto cerca de Logroño donde quedará definitivamente detenida obligándoles a pasar dos o tres noches en medio de un paraje perdido, un hotel inencontrable “paraíso de adúlteros e infieles” de donde emerge la figura de Estrella, una mujer septuagenaria que ha cumplido su sueño de no tener casa ni familia y que adora ese lugar donde es imposible la poesía y todo consiste en acudir a la imaginación. A Solo le encanta la supuesta vida de Estrella como prototipo de la “gente que se niega a pertenecer” y mantiene jugosas conversaciones con ella acerca por ejemplo de lo que une tener un enemigo común apuntando que a diferencia de ella que lo tenía con Franco, ellos carecen de alguien a quien matar. Mientras tanto, Claudio ha intercedido para que Sonja tenga una noche de sexo con Blas y ella, una vez remunerada y tras una llamada desde el teléfono de Raúl a alguien que vendrá a recogerla,  desaparece de sus vidas. También Solo llama a casa. Mantiene con su madre un par de anécdotas sin interés. A su padre le dice que ha dejado el periódico y tras un “tú sabrás lo que haces”, vuelve a pensar en aquello de “matar al padre”, ese hombre lleno de ego, tan enorme que nunca debió tener hijos. En un momento discute con todos sus amigos: con Raúl porque le rompe el teléfono dado su temor desmedido a que llame Elena, con Blas por la verdad de su cita con Sonja y con Claudio por lo mismo y porque le confiesa que su perro Sánchez que dejó al cuidado del padre de Blas, ha muerto de un infarto apabullado bajo las órdenes del militar. El estado de ánimo de Solo decae, dice estar bien dentro de su maldad y ser un personaje desvanecido en el recuerdo. Estrella les invita a comer fabada en su habitación. Solo se emborracha y mientras sus amigos consiguen desplazarse a Logroño, él se queda con Estrella quien le confiesa que tampoco es feliz, que simplemente lo aparenta y se lamenta de no dejar casa ni familia ni amigos “nada de lo que pensé de niña se ha cumplido”. Estrella se insinúa y Solo acepta. Ella dice no ser más que una “puta vieja” y él le contesta que es “un puto joven”. Claudio había encontrado entre la ropa de Solo una invitación a la boda de Bárbara con un tal Carlos y sabe que ese es el motivo de su irritante actitud. A la mañana siguiente, una limusina con chófer les está esperando: “nos vamos de boda” dice Claudio. La amistad ha renacido aunque seguramente nunca se marchó.


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La tercera parte abarca desde el trayecto y llegada al lugar de la boda —la iglesia de un pueblo de Lugo y el Pazo familiar del novio como escenario del banquete— hasta el momento del regreso. Solo, una vez más se deja llevar, por momentos cree estar asistiendo a su propia boda y todo fluye de forma bastante caótica. La comedia que se desprende de situaciones grotescas —por cierto muy apropiadas para llevar al cine— es en realidad la tragedia de Solo que, con el alcohol discurriendo por sus venas,  suelta durante el banquete subido a una silla, una perorata en contra del matrimonio. Un matrimonio que él hubiera deseado para sí al echar de menos aquella “dulce cárcel” que significaban los muslos de Bárbara a la que conoció sustituyéndole pícaramente en una entrevista a una celebridad de Hollywood para convertirse poco después en los enamorados más deslumbrantes del periódico. Ahora, llegada la hora del baile se siente abandonado por las dos generaciones que suponen Bárbara y su propia madre de la que envidia la buena relación entre ambas, hasta que la novia se le acerca y a Solo le sabe a hogar posar la mano sobre su cuerpo. Hablan de lo que sucedió entre ambos: cómo a fuerza de querer ser uno y uno, dejaron de ser pareja o cómo siéndolo se quedaban sin conversación como cualquiera de las demás. Solo, en su aspiración a formar parte de la pareja perfecta creyó que lo mejor sería romperla y Bárbara supo entonces que él anteponía su vida a ellos mismos. Solo, en medio de la boda que debió ser la suya, piensa que Bárbara era la vida y la dejó escapar.

Para no alejarse demasiado de los objetivos para los que habían iniciado estas vacaciones, el chófer se va con su limusina al comprobar el lamentable estado del asiento de atrás, fruto de la vomitona de una chica —la hermana del novio— a la que Blas en otros de sus “casi follo” había llevado hasta allí. Un improvisado partido de fútbol —para bajar la comida— en el prado contiguo al Pazo sirve para que Solo termine con un pie enyesado al golpear a una piedra traicionera—o justiciera— que se interpuso en el camino hacia el tobillo de Carlos, así que lo mejor —Bárbara todo cordialidad— será pasar la noche allí y regresar en tren al día siguiente. Raúl, como hombre casado y consciente de que nada más había que hacer allí, toma el primer tren con destino a sus obligaciones. Los demás aceptan quedarse y Claudio aprovecha la noche inmejorablemente al tirarse a la madre de Carlos  ataviada a duras penas con el traje de novia de su nuera.
En un último intento de acercar sus sentimientos a Bárbara, Solo se empieza dar cuenta de que ya está viendo a otra Bárbara, que no ha cambiado como ella asegura sino que se ha acostumbrado. Discuten por una interpretación errónea del sexo que cada uno esperaba del otro y cuando entre lágrimas ella le confiesa estar embarazada, Solo recuerda cuándo y cómo abortó un niño de él, para cerciorarse al fin de que ella esperaba a un amigo en su boda y se presentó el enamorado.

A la mañana siguiente comen con la familia de Bárbara y una vez más se pone de manifiesto la distancia hacia el padre —en este caso otro padre, el de Carlos, emperador del cemento— con una discusión acerca de las escasas motivaciones de una juventud que según él lo tiene todo. Solo mira a Bárbara y piensa: todo no.

El viaje tocó a su fin con esa “bien conservada libertad” que consistía en un Raúl —seguramente ya con su mujer y sus gemelos— abrasado por la culpa y la responsabilidad, Blas eludiendo los problemas con la creación de su único problema: estar gordo, y Claudio apartando la certeza de que pronto se pasaría día y noche repartiendo cajas de debida. Y Solo? Para Solo, el viaje que bautizaron con innumerables títulos cochinos terminaba con la convicción de significar el comienzo de otro que sí está amparado por el primer fragmento del título de esta tercera y última parte de la novela “Es tan duro vivir sin ti” en alusión a la vida que le espera en adelante,  o incluso el segundo fragmento “milonga triste” quizá en alusión a la consecuente tristeza que le habían deparado los numerosos embustes a sí mismo en pos de una felicidad a la que ha dejado de tener miedo demasiado tarde.

Y el lector?, ¿qué ha sucedido en el lector?: pues en mi caso, he tenido la sensación de estar leyendo dos novelas paralelas y al mismo tiempo divergentes (la ciencia de la geometría —una de las más antiguas— jamás estaría de acuerdo con esto que en las letras empleamos con mayor o menor acierto sin temor a destruir teorema alguno): la que abarca todo aquello que se dice y se hace y la que abarca todo aquello que solamente Solo desde su íntima soledad, piensa y siente.

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