Contertuli@s del club de lectura:
El monólogo interior caótico utilizado por R. Chirbes en Crematorio nos hizo recordar la enumeración caótica de El Aleph, de modo que acabamos la tertulia sobre la novela con la lectura de la bellísima descripción del misterioso "aleph". Y como una cosa lleva a la otra, nuestro compañero J.L Vicent ha escrito este sugerente artículo, lleno de sabiduría y belleza. Creo que tenía razón Valle- Inclán cuando definió el esperpento como la "deformación de la realidad sujeta a una matemática perfecta" El arte también lo es. GB
ACERCA DE “El ALEPH” de J.L. Borges
¿PARALELISMO
CON EL ALEPH? (J.L.Vicent)
La
línea que separa una idea trivial flotando en la superficie del cerebro de otra
compleja y sesuda atrapada en su interior puede ser muy fina, y en el peligro
que supone andar por ella convencido de estar más cerca de la primera orilla
que de la segunda (si es que las líneas caminadas poseen orillas), me voy a
permitir el atrevimiento de conceder un significado al objeto que da título a
este cuento aun a riesgo de caer no solo en una errónea interpretación sino en
una total des-interpretación, lo cual es bastante peor.
Dejando
a un lado si la recíproca antipatía de los dos personajes vivos del cuento (el
visitante –Borges- y el visitado -Carlos Argentino-, primo de la fallecida
Beatriz a quien el primero rinde homenaje cada año el día de su muerte
acudiendo a la casa donde Carlos conserva el hermoso retrato de la difunta),
viene motivada exclusivamente por la rivalidad profesional, haré hincapié
únicamente al momento en que Carlos anima a Borges a que baje al sótano y siga
sus instrucciones concentrando su atención en el objeto que –bajo plena
oscuridad- deberá ver brillar en un lugar concreto de la escalera. De hecho,
Borges, autor de su propio personaje, detiene esa primera parte del cuento
justo cuando se acomoda y se dispone a seguirle el juego.
Dice
así:
“Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable
centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje
es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los
interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que
mi temerosa memoria apenas abarca?
Tras
una serie de analogías determina:
Por lo demás, el problema
central es irresoluble:
la enumeración, siquiera
parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones
de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos
ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron
mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo
es.
Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del
escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi
intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento
era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.
El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros,
pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la
luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía
desde todos los puntos del universo.
Vi el populoso mar,
vi el alba y la tarde,
vi las muchedumbres de
América,
vi una plateada telaraña en el
centro de una negra pirámide,
vi un laberinto roto (era
Londres),
vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo,
vi todos los espejos del
planeta y ninguno me reflejó,
vi en un traspatio de la calle
Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán
de una casa en Fray Bentos,
vi racimos, nieve, tabaco,
vetas de metal, vapor de agua,
vi convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena,
vi en Inverness a una mujer
que no olvidaré,
vi la violenta cabellera, el
altivo cuerpo,
vi un cáncer en el pecho,
vi un círculo de tierra seca
en una vereda, donde antes hubo un árbol,
vi una quinta de Adrogué, un
ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland,
vi a un tiempo cada letra de
cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche),
vi la noche y el día
contemporáneo,
vi un poniente en Querétaro
que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala,
vi mi dormitorio sin nadie,
vi en un gabinete de Alkmaar
un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin,
vi caballos de crin
arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba,
vi la delicada osatura de una
mano,
vi a los sobrevivientes de una
batalla, enviando tarjetas postales,
vi en un escaparate de
Mirzapur una baraja española,
vi las sombras oblicuas de
unos helechos en el suelo de un invernáculo,
vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas
y ejércitos,
vi todas las hormigas que hay
en la tierra,
vi un astrolabio persa,
vi en un cajón del escritorio
(y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz
había dirigido a Carlos Argentino,
vi un adorado monumento en la Chacarita,
vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo,
vi la circulación de mi oscura
sangre,
vi el engranaje del amor y la
modificación de la muerte,
vi el Aleph, desde todos los
puntos,
vi en el Aleph la tierra, y en
la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra,
vi mi cara y mis vísceras,
vi tu cara, y sentí vértigo y
lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo
nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible
universo.
He
estado tentando de resumir la enumeración caótica de la visión invitando a que
cada cual la leyera en el contexto del propio relato, pero de inmediato me he
dado cuenta de que cometería un error. Creo que esta secuencia, aunque caótica,
no se debe nunca fragmentar, ni por
supuesto alterar en su ordenación, ya que es la parte del todo que Borges
eligió recoger.
Del
Aleph se ha dicho tanto, tan igual y tan distinto, que una opinión más vertida
sobre el pozo de las interpretaciones, apenas moverá sus complicadas aguas. De
hecho me resisto a creer que lo que diga a continuación así se trate y más bien
se deba considerar como algo muy común que guarda cierto paralelismo con ese
objeto nada común visionado en el sótano de aquella casa en peligro de derribo.
A
tan simple conclusión he llegado en este asunto, que tuvo que ser un episodio
de una intrascendente serie televisiva la que lo alumbró casi de forma
instintiva, tal vez porque lo vi pasados muy pocos días de su lectura, de la
que hasta ese momento sólo era capaz de atribuir términos relacionados con
Dios, universo o eternidad, es decir, nada nuevo supongo. Para que luego digan
que la televisión no enseña.
El
capítulo en cuestión mostraba a un profesor lamentándose ante uno de los
alumnos que supuestamente le atendían, de que éste (y seguramente así pensaban
todos), le preguntara de qué le iba a servir en la vida real aquello que le
estaba explicando.
El
profesor, tras unos segundos de silencio escarbó en su cerebro en busca de una
respuesta que alejara al alumno de toda duda y empezó a escribir en la pizarra
unas cuantas cifras del valor cuya
aplicación estaba siendo cuestionada.
Se
trataba del número Pi, reconocido por su infinito número de decimales que jamás
se repiten bajo secuencia alguna, bajo patrón alguno, y por tanto incapaces de regresar a cualquier
lugar donde reiniciarse.
Si a esos decimales se les aplicara una
relación sencilla que los tradujera a letras y signos ortográficos –decía el
profesor- podrían formarse todas las palabras que existen en todos los idiomas.
Y con las palabras, todas las frases que se puedan y que no se puedan imaginar.
Estarían escritos todos los poemas, todas las novelas y cuentos, todas las
leyes, todos los libros sagrados de todas las religiones, todas las vidas
contadas de todos los hombres y mujeres del mundo. Todo lo que ha pasado y lo
que pasará. Todo lo que tú, muchacho –apuntaba-, has vivido y vivirás.
Así
fue más o menos. De inmediato me hizo recordar que guardaba similitud con la
cantidad de cosas que el autor y a la vez protagonista del cuento ve en un
instante concentrados en la brillante esfera y que describe correlativamente
ante la imposibilidad física de hacerlo en el minúsculo golpe de vista al que
se sometían agrupadas todas las imágenes.
Dos
cosas poseen en común.
La
primera está en sus símbolos. El Aleph es la letra hebrea que representa el
infinito. Pi es la letra griega cuyo número de infinitas cifras no es posible
escribir.
La
segunda está en sus formas. Pi no sería posible sin una redonda circunferencia
que lo relacionara con su diámetro. El Aleph no sería posible sin la esfera que
relaciona el todo concentrado en un punto y en un momento.
Y
que me perdone Borges al intentar comparar a Pi con la esfera de su formidable
y complicadísimo relato pero que sepa igualmente que, de no haber visto ese día
a esa hora ese programa de televisión, jamás se me hubiera ocurrido plantear un
paralelismo similar.
Pero
ese día estaba escrito en el número Pi y visionado en el Aleph.
1 comentario:
El Aleph de Borges siempre sugiere algo nuevo, como en este caso, el número PI. Lo mejor de leer es que todo "te habla" de lo leído, como si el mundo se organizase para que establezcamos asociaciones. A mí siempre me ha impresionado este cuento por aquello del misterio físico-filosófico del espacio-tiempo. Y, sobre todo, me ha hecho creer que el arte y la poesía están más cerca de la ciencia de lo que nos cuentan.
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