En nuestro afán por leer cuentos sobre mujeres escritos por
mujeres, y, tras una infructuosa búsqueda entre las letras
españolas, hemos vuelto a lo conocido para revisarlo, compartirlo y comentarlo
en el club de lectura. Las andadas nos han llevado a recuperar dos colecciones
singulares y opuestas, rescatadas de la memoria y traídas aquí de nuevo. Se
trata de Mujeres de ojos grandes, de
la mejicana Ángeles Mastretta (1990), y Pequeños
cuentos de misoginia, de Patricia Highsmith (1974). Son dos obras muy
diferentes, que responden a intenciones y situaciones también distintas, como
hemos observado en nuestras
conclusiones.
MUJERES DE
OJOS GRANDES
consta de 37 relatos
protagonizados por otros tantos personajes femeninos, cuyas vidas configuran
una constelación de historias, vinculadas a una concepción de la femeneidad
como esencia colectiva y solidaria, de
la que emanan la fuerza de la supervivencia y la superación gozosa de las
adversidades. Pues siendo una mujer particular el centro de cada uno de los
relatos, el conjunto evoca un personaje universal: La Mujer con mayúsculas, como
principio necesario de la continuidad de la vida, como energía telúrica que
radica en el espíritu primario de la complicidad y la comprensión de todos los
misterios encerrados en la memoria femenina.
Es en el último
cuento donde encontramos la clave del libro y la justificación de su título. La
milagrosa curación de la “hija de ojos
grandes” de la tía Jose Rivadeneira mediante los relatos de las historias
de sus antepasadas, no sólo remite a una valoración terapéutica de la palabra,
sino a la consideración de la vida de cada mujer como parte de una historia
global en la que se tejieron sus trabajos,
sus penas y jolgorios,
constituyéndose así la herencia vital del imaginario femenino:
Durante muchos días recordó, imaginó,
inventó. Cada minuto de cada hora disponible habló sin tregua en el oído de su
hija. Por fin, al atardecer de un jueves, mientras contaba implacable alguna
historia, su hija abrió los ojos, ávida y desafiante, como sería el resto de su
vida.[…] Sólo ella supo siempre que ninguna ciencia fue capaz de mover tanto,
como la escondida en los ásperos y sutiles hallazgos de otras mujeres con los
ojos grandes.
Mediante esta miscelánea de perfiles femeninos en los que
cada mujer desempeña funciones varias, Mastretta compone un espacio poético
hondamente enraizado en las tradiciones mejicanas y en las convenciones
sociales. Y aunque estas pequeña piezas narrativas sitúan a sus personajes en
la Puebla natal de la autora durante los primeros años del siglo XX, el
carácter genérico de los temas evocados dota al conjunto de un fondo universal
que trasciende las coordenadas espacio-temporales.
Las mujeres
de ojos grandes nos descubren su gusto por los placeres carnales con
tal naturalidad que la reivindicación de la sensualidad, el erotismo y la
pasión como actividades esenciales y necesarias para la vida aparecen sin otra
justificación que su propia existencia. Unas veces, el deseo pasional se
realiza como aventura amorosa que colma un vacío vital compensatorio de una
frustración del pasado, como es el caso de la tía Leonor y su felicidad
asociada a los nísperos y sus agridulces jugos. Otras, como le sucede a la
beata Rosa, el descubrimiento del placer le llega a través de los sueños, junto
con la comprensiva aceptación de la prolífica conducta de su hermana. En
general, la conquista o la recuperación pasionales se asocian a la búsqueda de
la libertad o al logro de una paz de espíritu en la que no tienen cabida los
remordimientos.
La vivencia de una sensualidad apasionada y
vibrante tiene su colofón (culmen o cima) en la historia de la tía Paulina y el
músico Webelman, instructor en el arte de la vida y en la vida como arte. El
doble sentido de la cita siguiente evidencia
la fuerza poética de la música como metáfora de la pasión:
“Una cosa es hacer sonar un instrumento y
otra hacer música […] En apariencia no tienes más que un dedo para hacerlo pero
con el dedo y la tecla no haces más que ruido, lo demás tienes que sacarlo de
tu cabeza, de tu corazón, de tus entrañas. Porque ahí es donde está, con toda
exactitud, el sonido que deseas.”
Otras veces, la
pasión se relaciona con lo irracional, lunar y nocturno, propiciadores del
descontrol del ardoroso y arrebatado
caos del amor inevitable:
“Había una luna a medias la noche que
desquició para siempre los ordenados sentimientos de la tía Inés Aguirre. […]
Porque la noche aquella, bajo la luna, el hombre le dio un beso en la nuca como
quien bebe un trago de agua.”
Y también con la
constancia y la defensa del derecho a vivir un amor contra viento y marea, como
el vivido por Fátima y José Limón, cuya singular naturaleza queda grabada para siempre en la
última anotación del diario de la amante fidelísima:
“Creo que el amor, como la eternidad, es una
ambición. Una hermosa ambición de los humanos”
Entre estas
mujeres abundan las que se rebelan
contra los convencionalismos y se saltan las normas morales. Siempre lo
hacen para conseguir una felicidad que no se concibe sin la embriaguez del gozoso erotismo en libertad. Así fue cómo
Amalia Ruiz “encontró la pasión de su
vida en el cuerpo y la voz de un hombre prohibido”. Por eso resulta tan coherente su negativa a
continuar la relación cuando una noche el amante “llegó tarde y se puso a hablar de negocios. Su actitud libre ante
el amor se fundamenta en el rechazo a una vida rutinaria, lastrada por
emociones previsibles y encasilladas. La voluntad de salvaguardar su derecho a los placeres
prohibidos es como un soplo de aire fresco ante la hipocresía social:
“No me lo puedo permitir, no me lo voy a
permitir, sea por Dios, que algo tiene de prohibido y por eso está bendito.
La ironía de la declaración anterior, sin la cual algún lector
intolerante acusaría al personaje de blasfemo, impregna estas pequeñas
historias y se hace evidente en la forma en que se incorpora cierta ternura,
cómplice y sutil, con que se inician o concluyen los relatos. Así sucede
con Cristina Martínez, aquella mujer predestinada por los prejuicios sociales a
la soltería, que urde un sorprendente y perfecto plan para dotar de
respetabilidad a sus deseadas y múltiples relaciones. La conclusión de la
historia de su vida es tan sugerente
como ambigua:
“Quien sabe. Lo cierto es que Emilio Suárez y
Cristina Martínez fueron amigos hasta el último día de sus días. Cosa que nadie
les perdonó porque la amistad entre hombres y mujeres es un bien imperdonable.”
La rebelión de la que hablamos se entiende como la
ruptura de las cadenas sociales, que ahogan la posibilidad de un saludable
bienestar basado en la sutileza de la connivencia femenina. Eso es lo que
encontramos en el relato de la tía Elena, una mujer llena de ansia de aventuras,
como la del rescate clandestino y nocturno del vino paterno, anticipo de la
nueva orientación de su nueva vida:
“No llevaba más equipaje que el futuro y la
temprana certidumbre de que el más cabal de los hombres tiene un tornillo
flojo.”
La tía Natalia
representa a la aventurera que, tras acumular experiencias, amores, colores y
luces marinas, vuelve a su tierra natal para anclarse a ella como el barco en
su puerto: “Uno es de donde es […] por
más que no quiera, te regresas de allá.”
No se entendería
esta colección de historias sin mencionar el
humor como ingrediente básico y esencial, ya que proyecta una mirada de
distante y saludable sarcasmo hacia las peripecias de los personajes. Humor que
inevitablemente se asocia a la tolerancia para disculpar conductas atípicas o
reacciones presuntamente inusuales. Esta situación se da en el caso de la manga
ancha del generoso cura español, que absuelve sin problemas a la tía Charo de
su saludable gusto por el cotilleo: “Ver
no es pecado y comentar, tampoco” Y recibe por ello justa y
bienintencionada recompensa.
En ocasiones son la religión y su circunstancia las que
se deslizan hacia el territorio de la ironía, mostrando la indulgente y comprensiva actitud de
devotas y ateas ante tan misterioso asunto. Pues no carece de agudeza la sutil respuesta de la atea Eloísa a su hija
cuando ésta le propone abrazar el protestantismo:
“-Ay, hija-le contestó su madre
acariciándola mientras hablaba-, si no he creído en la verdadera religión ¿cómo
se te ocurre que voy a creer en una falsa?”
En otras, se
prefiere denunciar sin rodeos la
hipocresía de aquellos que convierten la religión en una obsesión enfermiza
o en un oportunista negocio. Es lo que ocurre en el caso de la tía Laura cuando
vomita en medio de un ataque de tos sobre los puros y cristianos manteles de
una familia tan piadosa como timorata, escandalizando
a los presentes con el vocabulario barriobajero e irreverente, acumulado en su
memoria durante tantos años de opresión y fingimientos: “El único negocio que la Mitra aceptó hacer con su desconcertado
cónyuge fue el costoso trámite de su anulación matrimonial”
Sorprende
gratamente la naturalidad y frescura con que Mastreta trata el tema religioso
infiltrando en el catolicismo usos y costumbres propias de otras culturas más
antiguas, fiel al sincretismo
característico de la tradición mejicana. Así se entiende el proceder de la hija
de la tía Isabel, que continúa, como su madre, sus conversaciones con los
muertos. O el entrañable caso de la tía Mari, que iba reuniendo en una urna las
cenizas de sus amigos muertos para compartir sus restos cuando llegara su
final.
El pragmatismo con que las mujeres de estas historias
viven el hecho religioso se extiende también a sus actos tras los desengaños,
infidelidades o tentaciones. Mariana se libera de la culpa de su traición hacia
su marido al constatar que es a su vez engañada, encontrando así un equilibrio
compensatorio ante los posibles pecados de ambos: “Y por primera vez en mucho tiempo sintió alivio, cambió la pena por
sorpresa y después la sorpresa por paz.”
El mismo espíritu
práctico y resolutivo posee Amanda Rodoreda, de la que “durante mucho tiempo se dijo que era hija del compadre de su papá”.
Su decisión de casarse con su supuesto padre para acallar de una vez las malas
lenguas, no deja dudas sobre la ironía de tan ingeniosa y arriesgada
ocurrencia: “La noche de bodas la pasaron
los tres en el rancho de Atilixco, muertos de risa y paz”.
En definitiva,
este libro colmado de mujeres nos habla sobre todo del ser humano y su compleja
y contradictoria naturaleza. La locura y la disfunción emocional se presentan
como parte de la vida en su inevitable recorrido. El trastorno mental de la tía
Daniela, que se enamoró como se enamoran
siempre las mujeres inteligentes: como una idiota, y su curación mediante
la expulsión de su pena a base de palabras es casi un antecedente de las
terapias modernas: “Todo lo que había
tratado de olvidar, forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo
después de repetirlo muchas veces”
¿Y qué decir del
modo en que Valeria huye de su tediosa y penosa realidad, sustituyendo la
relación con su vulgar marido por las más deliciosas fantasías con Pedro Armendáriz, Humphrey Bogart o
Manolete?:
“Dicen que siempre hizo así la tía Valeria y
que por eso vivió a gusto muchos años más. Lo cierto es que se murió mientras
dormía con la cabeza echada hacia atrás y un autógrafo de Agustín Lara debajo de la almohada”.
Y para finalizar
el análisis incompleto de esta galería femenina, mencionar la importancia de la
solidaridad entre mujeres ante el maltrato de novios o maridos. La tía
Chila, muy criticada por abandonar a su esposo sin explicación alguna, se
descubre al expulsar de su salón de belleza, furiosa e implacable, al violento marido de Consuelito Salazar. Tras un
discurso casi heroico por lo claro y contundente, el diálogo entre las dos
mujeres ilustra sobradamente la situación:
- Por fin lo dije- murmuró
después.
-Así que a ti también –dijo
Consuelito.
-Una vez –contestó Chila con un gesto de
vergüenza.
Igualmente
conmovedor es el caso de Rebeca paz, que
no quería morir para que no la enterraran junto al marido, de cruel
recuerdo. La nieta, no solamente la comprende y ayuda, sino que se aplica el
cuento y abandona a su agresivo e intolerable marido. Lecciones de mujeres para
mujeres en sus historias vividas. Y para
cualquier lector atento y sensible.
Pues son la
sonrisa y la risa las que nos han acompañado durante la lectura y relectura de Mujeres de Ojos Grandes. El conocimiento
de sus personajes nos ha contagiado la alegría de vivir y sobrevivir, de
disfrutar de las cosas pequeñas y de los momentos trascendentes. El libro nos
parece un canto vitalista al amor, entendido en su más amplio sentido: como
pasión absorbente que nubla el raciocinio y como hábito saludablemente
incorporado a la vida cotidiana. Visto
así, parece natural que las mujeres de estos relatos nos muestren el amor como
motivo nuclear de su gozoso proyecto vital. La gestión de la pasión amorosa en
su variada vivencia es también una idea transformada en mensaje optimista, que
se superpone a las más adversas circunstancias: la supervivencia mediante la
conquista de la libertad y la independencia.
CUENTOS DE
MISOGINIA o
Cuentos misóginos, una obra muy anterior en el tiempo a la de Mastreta,
está formada por 17 relatos breves que encierran otras tantas caricaturas de
las más estereotipadas conductas femeninas. La misoginia del título invita a
suponer cierta intención didáctica o moralizadora, cuyo propósito sería mostrar el modo con que los
convencionalismos sociales, los usos y costumbres, han construido a lo largo
del tiempo una tipología femenina enfermiza o castradora, tanto para las
propias mujeres como para sus parejas. El análisis de los comportamientos es,
pues, más sociológico que psicológico, lo que comporta cierta dosis de
reduccionismo como sucede cuando se trata de clichés y prototipos.
El mensaje que la
autora parece querer transmitir a sus lectores es que por ese camino, con ese
repertorio humano, no vamos bien. El desenlace de algunas historias,
deliberadamente crueles, puede conducir a los protagonistas a la locura o a la
muerte. Pues en este catálogo de personajes se encuentra tanto la mordaz crítica de los tópicos sociales
como la constatación de que algunas de los cuentos podrían pertenecer
igualmente al ámbito masculino y femenino. Pues estas mujeres, que son malas,
malísimas, son también un signo del mal estado de la sociedad en su conjunto. Todo
ello, claro está, con el correspondiente toque de ironía con tendencia a
derivar frecuentemente en sarcasmo.
El apartado de los
prejuicios recorre los más variados aspectos de aquellas costumbres con las que
habría que acabar. Pues la Highsmith, como el ingenioso arcipreste, prefiere mostrar
explícitamente lo malvado o malintencionado de las conductas femeninas, para
que sea el lector el que infiera, si puede y quiere, lo contrario: es decir,
que adivine por dónde deberían ir las cosas. Las mujeres seleccionadas por Patricia Highsmith son tan superficiales,
insensatas o perturbadas que la misoginia patente oculta la denuncia implícita.
Nada queda a salvo
de la satírica pluma de la autora. Del
mismo modo que sedujo a sus lectores con la creación de un personaje criminal
reducido a su condición cotidiana, sedentaria e incluso aburrida, en este caso
condena, uno a uno, todos los arquetipos del comportamiento femenino
manifiestamente asentados en la sociedad y que, en las Historias de misoginia,
aparecen, en su cruel y despiadada desnudez, como extravíos causantes del dolor
y de la estupidez de hombres y mujeres.
P. Highsmith recrimina con la misma energía la
prehistórica complacencia femenina ante el cavernícola varón (Oona), como las
ideas conservadoras y retrogradas de la mujer reducida a su papel de ama de
casa, esposa y madre (Pamela). Ambas mueren a manos de otras mujeres, que no
soportan su conformista pasividad, aunque el hecho de que sea el porrazo con un paquete de alubias el que acabe con Pamela, no deja de tener una gracia bastante perversa. La autora zahiere y vapulea tanto a
la novia defensora fanática de la virginidad, como a la madre paridora de 17
hijos. A la primera, proporcionándole unos descendientes partidarios del sexo
sin trabas y la libertad absoluta en lo relativo a los placeres carnales. A la
segunda, simplemente le endosa ser responsable de la locura irreversible de su
pobre e indefenso marido.
Uno de los relatos
más excesivo, casi sádico, es el titulado La mano, donde el absurdo de la
ceremonia de pedida queda verificado en los infortunios que sufre el infeliz y sentenciado novio. El significado simbólico de
esta bárbara historia se acrecienta con las despóticas acciones del
padre-suegro, auténtico artífice de todas las desgracias del yerno y reconocido
manipulador del hombre y la mujer. Nada se salva del ácido tono crítico de estas historias, ni el narcisismo de la
novelista cargante, ni el fatal destino de las buscadoras de fortuna, ni la
cursillista obsesiva en su perenne afán de culturizarse; tampoco hay piedad
para la hipocresía de la perfecta señorita por fuera, pero falsa y maligna en
su interior oculto; ni para la interesada explotadora del marido con
enfermedades fingidas o imaginadas. Pues tanto la esposa prostituta como la
egocéntrica coqueta y la incitante bailarina confluyen en la muerte, propia o
ajena, como destino y catarsis liberadora de sus patologías. Son eliminadas de
la escena de forma drástica.
Hay seres trastornados como la suegra,
silenciosa y acomodaticia, víctima del egoísmo extremo de unos hijos que sólo
piensan en su propia comodidad. Este caso, además de resultar desagradablemente
irritante, demanda a gritos que la suegra dé un portazo, se rebele de una vez y
se libere para siempre de una familia mezquina y depredadora. En este caso
resulta difícil decidir quién, víctima o verdugos, está más moral y emocionalmente enferma.
Y para colmo, esa
otra mujer, la evangelizadora, impregnada de un insustancial misticismo y
encumbrada a la fama por un delirante y rentable programa televisivo, promovido
por los aprovechados medios de comunicación.
En fin, con un
humor tan real y cercano como la vida misma, este conjunto de relatos no nos
deja indiferentes. A primera vista y en una primera lectura, puede parecer que el
contenido de los cuentos no nos identifica, no nos pertenece, quizá por ser tan
esquemáticos y a la vez tan rotundos. Nos trasladan a una realidad reducida a
su mínima expresión, y al mismo tiempo deliberadamente exagerada, casi
distorsionada. Pero no olvidemos que se trata de caricaturas, no de retratos.
Por eso, si leemos con atención, veremos que, tras la visión deformante que nos
devuelven los espejos, se encuentra una
parte muy próxima y cercana de nosotros mismos. GB
No hay comentarios:
Publicar un comentario