“ALICIA
EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS” de Lewis Carroll

Por José Luis Vicent Marin.
Les
pregunté a un par de niños que escarbaban con sus palas en la arena, por qué
llevaban las gorras con la visera en el cogote. Tras ofrecerles varias
respuestas solo reaccionaron al indicarles que tal vez llevaban al revés la cabeza
y no la gorra.
El
multidisciplinar Charles Lutwidge Dodgson disfrazado de Lewis Carroll ha
conseguido que este regalo para los niños, a base de avivar la imaginación del
absurdo ligado a la coherencia, sea también objeto de veneración por parte de los
adultos, donde la magia y el surrealismo —inseparables pero distinguibles según
el tamaño del ojo que lo ve— hacen que por encima de la mayoría, este libro
signifique mucho más de lo que parece.
Ya
en el comienzo, Alicia se sorprende de que su hermana esté leyendo algo carente
de dibujos y de diálogos, rechazando con ello el modo de contar basado en
largas parrafadas y sustituyéndolo a menudo por cortas acciones que en su
reiteración, recuerdan el aprendizaje basado en ensayo y error, como los
intentos por conseguir la llave que la saque al jardín, las ofensas al ratón y
al loro con los gustos de su gata y del Fox Terrier del vecino por cazar
ratones y pajarillos, o las distorsión constante en la letra de algunos poemas.
Con
los juegos sin reglas o las competiciones sin fin determinado donde lo único
cierto es que nadie participa para ganar, brinda toda una lección
incomprensible para el ser humano. Así es como el Dodo propone para secarse el
agua, una carrera sin lugar de comienzo ni final que termina a su señal con
premio para todos. O el aberrante juego de croquet donde los palos-flamencos
son tomados para golpear a las huidizas bolas-erizos a través de los
arcos-soldados, empeñados en alterar el recorrido al cambiar constantemente de
posición. Ni animales ni personas quedan bien parados en su trato, aunque nada
de ello parece alterarlos demasiado, como si esos actos se correspondieran con
el orden natural al que pertenecen.
Los
brebajes que propician los arbitrarios cambios en el cuerpo de Alicia le despiertan
reflexiones lógicas e incongruentes por partes iguales, desde la imposibilidad
de imaginar cómo será “la llama de una vela apagada” en la que
teme convertirse si sigue encogiendo, hasta la dualidad en el deseo de no
crecer y condenarse a aprender lecciones toda la vida o crecer y por tanto
envejecer. Ese querer y no querer o afirmar y negar a la vez, le llevan a
aconsejarse y reprenderse, tomando ese doble papel de autoridad y sumisión que
le hacen creer ser personas distintas, como cuando cayó al pozo del que solo
saldrá si a la pregunta de “quién soy”
le responden con una identidad de su gusto. Ese “yo” desconocido vuelve a presentarse en su encuentro con la oruga
azul, enzarzadas en una conversación circular en la que “siente ser otra” como le ocurrirá a aquella al transformarse en
crisálida y en mariposa y surge un nuevo absurdo cuando
le ofrece como solución al control de su tamaño que tome del hongo redondo sobre el que reposa, un trozo de
un lado para crecer y del opuesto para encoger. Tantas confusiones le hacen
pensar que está viviendo dentro de un cuento y que si no existe un libro sobre
todo lo que le está ocurriendo, cuando crezca será ella quien lo escriba.

La
importancia del tiempo y qué hacer con él, tiene en el Conejo Blanco, siempre
alterado por las prisas y temeroso de lo que la Duquesa “no le va a decir por haberla hecho esperar”, a su antagónico en el
lacayo-rana silbando sentado a la puerta de casa de su ama convencido de poder
seguir así días y días. En su interior, la Duquesa con su bebé-marrano en
brazos e indiferente al desorden y a los objetos que le lanza la cocinera,
opina que si cada uno se ocupara de sus asuntos el mundo andaría más rápido.
Alicia no observa ventaja en ello y aquella exhibe su desinterés al manifestar
que no le importa si la tierra tarda 24 o 12 horas en dar la vuelta sobre su
eje. Otra alegoría al respecto llega con el Sombrerero, cuyo reloj solo marca
el día, piensa que al tiempo hay que tratarlo con respeto y sin embargo, según
Alicia, no debería perderlo en adivinanzas sin respuesta. Por último, esa
llamativa conclusión de mover el espacio (corriendo un lugar en la mesa de la
merienda) a fin de no permanecer fijo delante de la taza cuando el tiempo se
detiene a la hora del té.
Las
incursiones aritméticas y gramaticales son otra constante dentro de la lógica
del desconcierto. Alicia, sin haberlo tomado, es corregida al decir que no
puede tomar más té en lugar de menos té que sería lo correcto en esa
negación. Oraciones llenas de contrasentido se suceden casi vertiginosamente:
no es lo mismo “veo lo que como” que “como lo que veo” ni “me gusta lo que dan” que “me dan lo que me gusta” ni “respiro cuando duermo” que “duermo cuando respiro”. El gato de
Cheshire enreda con frases poco aclaratorias como “si no importa el destino, no importa el camino, siempre que llegue a
alguna parte”, o los monosílabos “esa”
y “aquella” para indicar las
direcciones donde viven el Sombrerero y la Liebre de Marzo. Este gato, que extiende
a sí mismo la locura intrínseca de aquellos dos al manifestar su alegría o
enojo al contrario que los perros, aparece repentinamente y desaparece
desvaneciéndose hasta dejar flotando su sonrisa. Pero el zénit del surrealismo
se produce más adelante, cuando habiendo visibilizado solo su cabeza, el Rey,
la Reina y el Verdugo discuten sobre cómo cortar algo que no está soportado por
ningún cuerpo.
Los
juegos de palabras son otro eje sobre el que giran multitud de conversaciones
que no dejan indiferente a nadie. El pato dice saber encontrar gusanos o ranas pero no sabe lo que es “encontrar aconsejable”. La Símil
Tortuga no quiere que la interrumpan con su historia pero resulta que no
empieza nunca, y cuando hace referencia a la educación en una escuela donde el
primer día estudian diez horas y van menguando una hora cada día hasta llegar
al feriado o festivo (otra incursión temporal y matemática), deteriora los
nombres tanto de los contenidos como de las materias alterando con ello su
significado.
La
distancia entre vasallos y amos así como el despotismo de estos, se manifiesta
por ejemplo con los jardineros de la Reina (aunque Alicia cree que todo el
mundo tiene la manía de mandar), cuando boca abajo e indistinguibles al ser
naipes idénticos por el revés, esperan temerosos a que aquella, como hace con
cualquiera que le contraríe, les mande cortar la cabeza por errar en el color
de los rosales. Sin embargo, con el Grifo, ese animal mitológico mezcla de
águila y león reaparece el tema del “falso
yo” al opinar que tanto la autoridad de la Reina como la pena de la Tortuga
son fruto de la apariencia.
En
el juicio a la Duquesa por el robo de las tartas todo es superlativo. Los
Reyes, con una simple peluca asumen el papel de jueces; el Conejo Blanco
encargado de leer la acusación, es interrumpido por el Rey que pide veredicto
antes de aparecer los testigos; los mamíferos y pájaros que componen el jurado,
copian en sus pizarras cualquier cosa que escuchan, tenga o no que ver con el
asunto, incluyendo la conversión a libras de una suma de fechas; El
interrogatorio al Sombrerero y a la cocinera con escarceos de la Liebre y el
Lirón, es un galimatías repleto de confusiones lingüísticas con guiños a la
censura y la represión. Finalmente, el testimonio de Alicia vuelta a su tamaño
natural y liberada de los temores anteriores, es un desafío a la autoridad en
una sucesión de actitudes gráficamente cómicas pero rozando las aristas de la
insumisión hacia la incompetencia jurídica, concluyendo que a nadie importa lo
que ellos, que no son más que el mazo de una baraja, puedan decir. Es entonces
cuando las cartas se convierten en las hojas secas que caen de los árboles y
mezclándose con las palabras de su hermana le despiertan de su sueño a orilla
del río.
Cuando
le dije a mi mujer que debíamos leer “Alicia en el país de las maravillas”
en el club de lectura, se quedó perpleja porque creía recordar que fue el
primer cuento que leyó de niña. Yo le confesé que no lo había hecho nunca y
después de unos segundos en los que quizá su mente la transportó a su infancia,
me respondió que eso era un disparate, sin aclararme si se refería al contenido
del libro o a que lo tuviera que hacer ahora. Una vez terminado, sé que el
mayor disparate ha sido haber tardado tanto tiempo en leerlo.

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