Maestros
antiguos, de Thomas
Bernhard
Desde las primeras
líneas de esta novela nos enfrentamos a un texto muy alejado del relato convencional.
Heredero del afán rupturista y del espíritu rebelde de los movimientos de
vanguardia, Thomas Bernhard construye un relato formalmente tan complejo como
sugerente, que evidencia su interés en la búsqueda de nuevas formas de narrar.
El lector se ve arrastrado por un monólogo sin pausa, que fluye como las aguas
acompasadas de un río sosegado por cuyo
fondo discurren corrientes turbulentas. El discurso se va deslizando hacia su
final dispersándose en múltiples
meandros, y recogiendo las aguas revueltas de otros afluentes para configurar
un universo imaginario donde se integran las vidas de tres personajes cuyo
punto de encuentro es el Kunsthistorische Museum de Viena.
Allí, en la sala
Bordone, conoceremos a Reger, musicólogo y crítico del Thimes, que durante
treinta y seis años se ha sentado en el mismo banco, para meditar ante el
cuadro de Tintoretto, El hombre de la
barba blanca. Allí, el vigilante Irrsigler, con su impresionante uniforme y
esa mirada molesta que utilizan los
vigilantes de los museos para intimidar a los visitantes de los museos,
como reza el texto. Allí también se encuentra Atzbacher, el observador y
cronista de la historia, cuya voz narradora recoge las de los otros dos
personajes, nutriendo así su relato con indicios e informaciones provenientes
de los discursos referidos de los otros. Esta conjunción de voces y miradas
evoca un deslumbrante universo social e íntimo que comprende casi todos los
aspectos de la sociedad austriaca de su tiempo, cuya función como referente
próximo se amplía para convertirse en
metáfora universal.
El relato de
Atzbacher se impregna con la ironía y
sarcasmo de la irreverente crítica que Reger, con su personal visión del mundo,
aplica a todos los aspectos de la vida.
La moral, la política, la cultura y el arte son juzgados sin piedad alguna por
el incisivo y cáustico prisma de Reger, que le saca punta a todo sin que nada se le escape. La
filosofía, la literatura, la música y la pintura son sometidas a su cruel y
despiadado escrutinio, sacando a la luz molestas e irreverentes conclusiones,
que sin duda molestarán a más de un lector, bien por sentirse reflejado, bien
porque no suele ser agradable comprobar cómo se manifiesta lo que permanecía
oculto por la hipocresía.
Los componentes de la narración
Si aplicáramos a
esta novela el paradigma de análisis de una narración, el esquema estructural
se mostraría con notable sencillez
respecto a varios de sus componentes. El espacio escénico, por ejemplo,
es la sala del museo, como ya hemos
mencionado. El tiempo de la historia es mínimo: media hora, de las 10,30 a las 11, mientras
Atzbacher espera a Reger. La complejidad viene dada por el tiempo del discurso,
que comprende toda una vida, desde la infancia a la vejez de Reger. De modo que
desde un presente cercano -el tiempo de la observación de Atzbacher- se produce
una extensa retrospección con intermitencias e interrupciones. Este proceso
posibilita la evocación dispersa y aparentemente caótica de una enorme cantidad
de vivencias y reflexiones, que finalmente confluyen y nos conducen hacia la
desencantada visión del mundo de Reger como alter
ego del autor.
Respecto a la
acción, diríamos que casi no hay ninguna pues casi nada sucede. Al comienzo de
la lectura, Atzbacher e Irrsigler ya están en sus puestos, uno observando y el otro vigilando. La entrada de
Reger y su posterior salida a instancias del conserje constituyen parte del
enigma al que se suma el misterioso motivo de
cierta cita a las 11. Cuando se desvele lo que Reger quiere pedir a
Atzbacher, el lector se llevará una sorpresa, y no pequeña. Este rasgo del
relato nos sitúa ante un texto que, contando muy poco da mucho que pensar, un
texto donde la reflexión se impone a la acción.
Y claro está, la
otra singularidad narrativa se encuentra en las voces narradoras. Una voz
externa presenta al escribiente Atzbacher, conductor del discurso. Pero dentro
de ella se inserta la de Irrsigler, que se revela como gran proveedor de datos
y juicios sobre Reger. Con frecuencia, el vigilante repite las palabras y opiniones del crítico, pues las ha
interiorizado y hecho suyas. De esta forma la voz de Irrsigler se hace
subsidiaria de la de Reger, produciéndose una especie de simbiosis entre el
maestro y su oyente. En otras ocasiones, el propio Reger -protagonista y núcleo
temático de la historia- irrumpe en el discurso narrativo, configurando así un
coro de voces que, lejos de nublar el relato, lo enriquecen con sus múltiples
perspectivas.
El demoledor universo del enfurecido Reger
La parte más
extensa de la novela es, sin duda, el conjunto de pensamientos, críticas y
valoraciones sobre la sociedad, la cultura y el arte, ya que constituyen el eje
temático alrededor del cual se organiza el relato. Sin embargo, la desolada e
iracunda visión del mundo de Reger trasciende la mera rabieta político-social
para trazar el perfil de un personaje, lúcido respecto a su percepción
intelectual, y herido desde el punto de vista emocional.
Resulta muy
evidente que la excitable personalidad de Reger proyecta una exaltada y
vehemente crítica de las constantes muestras que la hipocresía universal ha
dejado en la Historia, aunque la realidad
que le inspira es aquella que mejor conoce: los museos y Austria. El
arte y la política focalizan el mundo
imaginario del protagonista, sobre el que se proyecta una visión subjetiva e
inconformista, que no está alejada de los indignados de Stéphane Hessel. La
actualidad de muchas de sus opiniones sobre las injusticias y desigualdades
sociales anticipan lo que la reciente crisis destapó e hizo aparecer como algo
original y juvenil. Pero sabemos que esta actitud corresponde a épocas más
antiguas, bien definidas y estudiadas, como el pesimismo barroco o el existencialismo de comienzos del siglo
XX, del que se nutrió la vida y obra del autor. Así sucede con su odio hacia el
Estado, cuyos actos califica Reger como “desatinos
de la democracia”, con sus corruptelas cotidianas, las pensiones excesivas
de sus ministros y sus deplorables políticas educativas. En este punto, el de
la educación, es donde encontramos el mayor grado de causticidad y rechazo. El
estado es tan castrador de la creatividad y la sabiduría como aquellos que
transmiten su mensaje: los profesores.
Mejor leer lo que dice Reger:
“Los profesores son obstaculizadores de la
vida, la existencia, […] peones del Estado. El Estado católico no tiene ningún
sentido artístico…[…] Los profesores, en su pedante insuficiencia, ahogan en
sus alumnos toda sensibilidad hacia la pintura y sus creadores”
De esta
calificación no se salvan los que Reger llama Maestros Antiguos, los grandes
clásicos venerados por la Historia, pues también ellos vendieron su arte al
Estado o a la Iglesia, siendo así sobornados por el poder. Austria aparece como
el mayor ejemplo de esa vulgaridad política y estética, que subordina la
creatividad al dinero y las ideas al conformismo más reaccionario. La cuna de
los Habsburgo, Viena, donde las excelencias musicales contrastan con los sucios
lavabos de bares y restaurantes, simboliza todo lo “provinciano, católico y repulsivo”. En este capítulo se
incluyen peyorativos juicios sobre los
museos, sus guías y visitantes, signos de unos tiempos que arrojan el arte al mercado y el viaje al
consumo. Todo el discurso se muestra impregnado de irritada ironía:
“Los visitantes, agobiados, agotados. No
miran, corren. No ven nada. Cometen el error de querer verlo todo. Andan y
andan. Miran y miran. Y de pronto se derrumban porque han devorado demasiado
arte”
“El 99% de la humanidad no tiene interés
sobre el arte. Si escuchamos a los guías, oímos sólo una charlatanería
artística que nos ataca los nervios. […] Los guías nos dan la matraca con su
charla artística y cobran por ello un motón de dinero. […] los historiadores
del arte no hacen más que sepultar a los visitantes con su charlatanería”
Nada parece
escapar al ácido discurso de Reger: la caricatura de los visitantes de los
museos según el país del que proceden; la revisión de escritores y filósofos
–con especial malevolencia hacia Heiddegger, su barriga y sus prendas de
calceta- encumbrados por una crítica que nadie cuestiona, lo que es tanto como
aceptar el papanatismo de la moda y la costumbre; los padres irresponsables,
que no aceptan a sus hijos y los rechazan porque “no han salido como esperaban”; la asfixia del gusto musical
moderno por un exceso de oferta y la sordera provocada por el volumen y los
auriculares, pues “los hombres de hoy
padecen, porque no tienen otra cosa, un consumismo musical enfermizo”; la
hipocresía de las clases bajas con el ejemplo del ama de llaves codiciosa y
ladrona; la pragmática estupidez del visitante inglés que acude al museo a
comprobar si el cuadro colgado en sus
paredes es una falsificación que devalúe la “autenticidad” del que tiene en su
casa; la hipocresía del mundillo del arte y sus contubernios con los políticos:
“…les colman de becas y premios y a cada
instante hay un doctor en Historia del Arte por aquí, un doctor en Historia del
Arte por allá, […] Se sientan junto a un
ministro, luego junto a otro; hoy está, con el Canciller federal, mañana con el
Presidente del Parlamento”
Pero también hay
matices que pueden escapar a la atención del lector, capturado por esa
enfurecida diatriba sobre Austria. Una pequeña frase nos guía hacia la
verdadera intención y sentimiento de Reger : “¡Quiero a este país, pero aborrezco al Estado!” Encerrado entre la
cólera se encuentra el pesimismo del personaje y su consecuente impotencia para
cambiar el sistema. Pues esta novela es también un desahogo, una forma de
soportar la vida, de dejar constancia del desasosiego y la protesta. El recurso
que aquí pone en práctica Thomas Bernhard es la caricatura mediante el arte, en
este caso, de la escritura. Nada escapa a
su corrosiva pluma: el Papa, las pompas, las ceremonias, los premios, la
Ópera y, naturalmente, Viena.
El mensaje intelectual de Reger
En lo más profundo
del discurso, escondido entre imprecaciones y condenas, se encuentra la esencia
del pensamiento de Reger sobre el proceso de
aprehensión estética, se trate de literatura, pintura o música. Su rechazo
de los Maestros Antiguos no es intuitivo ni fruto de la pasión, sino que enlaza
con una teoría axiomática sobre la comprensión del Arte de la que se infieren una interesante teoría
y un conjunto de recomendaciones.
La primera nos
previene contra la voracidad de pretender leerlo todo, mirarlo todo,
comprenderlo todo. Esta negación de la totalidad va unida a la idea de que la
perfección no existe:
“No hay ningún cuadro perfecto, ni ningún
libro perfecto, ni ninguna pieza musical acabada, perfecta. [...] Ninguna de
esas obras de arte mundialmente famosas, sea de quien sea, es realmente un todo
y algo perfecto. Eso me tranquiliza. […] Pues amamos la filosofía y las
ciencias del espíritu en general sólo porque son absolutamente desvalidas”
Por ello, la mejor manera de acercarnos al
arte, que nos propone Reger, sería buscar los defectos de la obra, ya que esto
es lo que la humaniza:
“Una
cabeza genial es una cabeza que, después de haberlos encontrado, señala esos
defectos encontrados, y con todos los medios a su disposición, muestra esos
defectos”
Esta ausencia de
perfección es lo que acerca el arte a la vida, donde son las partes las que contienen la verdad.
De este modo, lo perfecto es cerrado, impenetrable y odioso, frente a lo fragmentario, imperfecto
e incompleto pero abierto a la participación del intérprete.
Esta afirmación conecta asimismo con su propuesta
para que el destinatario del arte
alcance un mayor grado de madurez, libertad e independencia. Lo hará mediante
la elaboración de un criterio propio que huya de tópicos, modas o clichés predeterminados por otros. La síntesis de
esta idea es tan sugerente como provocadora:
“La verdadera inteligencia no conoce la
admiración. Toma nota, respeta, estima, eso es todo. La admiración es propia
del tonto. El inculto admira porque es demasiado tonto para no admirar. La
admiración de los llamados cultos es, sin embargo, una perversidad francamente
perversa”
Y también enlaza
con sus observaciones sobre la obsesión por el estudio y el detalle, que Reger considera
como obstáculos para la percepción
intelectual y estética:
“Debemos evitar estudiar en general nada
detalladamente. Hasta Shakespeare se nos desmorona cuando nos ocupamos de él
bastante tiempo estudiándolo”
Concluimos con la
idea de que lo que rechaza Reger de los Maestros Antiguos es su reconocimiento
incuestionable por unas supuestas autoridades que él no reconoce. En
cambio acepta a aquellos escritores,
pintores o músicos que le han aportado sabiduría y placer en su proceso creador. Ya lo dice él mismo:
“Me quedo con mi Pascal, Montaigne,
Voltaire… Velázquez y Goya… Y otros muchos…”
El mensaje emocional de Reger
Como en el
apartado anterior, Reger desliza comentarios personales entre su discurso
furioso, configurando un personaje herido por una infancia infeliz y solitaria.
Hijo no amado ni mimado por unos padres ricos pero distantes e incultos y sin
sensibilidad alguna para el arte, el protagonista evoca con nostalgia su
infancia en el campo con sus abuelos. Recuerda el tiempo en que la naturaleza
iluminaba su vida con la libertad de los paseos y la paz de la
contemplación. “En casa de mis abuelos podía ser un ser natural, en la escuela tenía
que ser un ser estatal” –confiesa Reger.
El niño solitario se transforma en un adulto hosco y adusto, que intenta
encontrar su lugar en el arte, la filosofía y la música. El intelectual
esquivo, retraído y antisocial crece al
tiempo que su conciencia crítica sobre la hipocresía humana. Es un ser bastante
dandi respecto a sus costumbres, como lo demuestran sus comentarios sobre las
ropas y formas de vestir de las masas y sobre la familia y ocio dominguero de
la familia de Irrsigler, que desprecia. Su actitud diletante y esnob está más
cerca del creador intelectual y viajero del siglo XIX, que del artista actual.
Sin embargo, tras
la máscara del disidente y distante hombre exaltado y provocador, encontramos a
un anciano de 82 años que se siente sólo. Reger busca y soporta la compañía del
vigilante Irrsigler, a pesar de su distancia cultural y social, porque necesita
quien le escuche. Lo mismo le sucede con su confidente Atzbacher,
humorísticamente clasificado como “escritor filosofante” por el propio Reger.
Como él mismo dice:
“Lo que pensamos…si no lo contamos nos
asfixia y nos mata. Debemos cultivar el arte de la palabra del mismo modo que
el arte del silencio”
A medida que
avanzamos en la lectura, descubrimos el dolor de Reger por la muerte de su
mujer y la desolación que le envuelve. Dejemos que sean sus palabras las que
nos trasladen este compendio de emociones que humanizan y sitúan a este
personaje en su esencial significado:
“En el instante en que murió mi mujer morí yo
también. Cuando queremos a un ser tan entrañablemente como yo a mi mujer, no
podemos imaginarnos su muerte. […]Todo el arte, el que sea, no es nada en
comparación con ese único ser querido”
La relación entre
arte y vida se evidencia en estás
lúcidas reflexiones de Reger sobre la naturaleza humana:
“Llenamos nuestra caja fuerte espiritual de
esos Grandes Ingenios, Maestros Antiguos, y recurrimos a ellos en el momento
decisivo de nuestras vidas…pero cuando abrimos esa caja fuerte espiritual, está
vacía, esa es la verdad…Y vemos que estamos solos y realmente sin recursos. […]
Mi mujer me había dejado solo y todos esos libros eran ridículos”
El dolor y el
conocimiento se superponen en la aceptación de las contradicciones del ser
humano y del propio destino:
“Amamos hablar y quedar en silencio […]
queremos morir y no queremos […] aborrecemos a los hombres y, sin embargo,
queremos estar con ellos”
“A mis 82 años no tengo lo más mínimo que
esconder ni que callar”
“Cuando murió mi mujer me sentí por primea
vez libre. No tengo ya que defenderme de nada ni nadie. No tengo que luchar.
Sólo tengo que dejar que las cosas me lleguen”
Sin comentarios. Tome nota el lector, estime y respete, si así
si lo desea.
Un final con sorpresa y más humor
Esta es una novela
de un solo personaje, donde Irrsigler y Atzbacher son complementarios. El
primero, como motivador de los juicios
de Reger sobre el mundillo del arte, los museos y también sobre las clases
bajas. El segundo, como conductor del
relato y administrador de las
voces y sus discursos. El resultado es una narración personal y colectiva al
tiempo, ya que la provocadora perorata de Reger combina la singularidad del
protagonista con grupos de personajes y
una sabrosa colección de ideas y temas. Cuando la biografía interior del protagonista parece haber llegado a su fin
porque no hay nada más que contar, el narrador concluye su relato con una
artimaña narrativa que conviene comentar. Si ahora recordamos el misterioso
motivo de la cita entre Reger y Atzbacher, intercalado reiteradamente a lo
largo el discurso, nos sorprenderemos de la trivialidad e irrelevancia del
mismo. Resulta ser una simple invitación a ver una obra de teatro, El cántaro roto, en el Burgtheter. Tal
insignificante y ordinaria cuestión en medio de tan trascendente y profunda disertación no deja de sorprender
al lector, que probablemente esperaba algo de más enjundia. Es, pues, señores lectores, la
última broma del narrador, y por extensión, del autor, que quizá nos transmita lo siguiente:
Todo lo escrito es ficción,
resultado de la manipulación engañosa del autor, dueño y señor de la historia.
Por lo tanto, la cierra cuándo y cómo quiere.
Y encima –escribe
el cronista Atzbacher- “La representación
fue espantosa”.
¡JA! La ironía,
que no falte… y nos sostenga. GB
1 comentario:
A Bernhard le gustaba el estilo literario del romántico alemán Heinrich von Kleist, autor de la comedia El cántaro roto. Por cierto, Von Kleist escribió sobre los sitios de Zaragoza en contra de las tropas Napoleónicas.
Publicar un comentario