Por
José Luis Vicent Marin.
Seguramente
es difícil hablar de este libro aislándolo de las cuestiones éticas o morales
que lo rodean, vaya pues por delante, que dos de los aspectos ajenos al
contenido, que más me han cautivado han sido, por un lado la belleza y riqueza
del lenguaje y por otro la forma de hacernos llegar ese texto anclándote a él,
apresándote a él tanto como el personaje principal está preso de sus deseos.
Adoptar el relato en primera persona no es un capricho sino prácticamente un
imperativo, dado que el narrador se convierte en el trasmisor de sus propias
memorias de un modo casi confesional concentradas especialmente en unos
determinados años de la vida de Humbert Humbert. De hecho, Humbert Humbert
—llamémosle H.— en el manuscrito elaborado en la cárcel donde fallece justo
antes de iniciar su proceso —que según el doctor en filosofía Jhon Ray,
encargado de su publicación a través del abogado de H., tenemos la suerte de
leer—, se dirige infinidad de veces tanto al supuesto jurado que debe juzgarle
—sin en principio revelar la causa—, como al lector, no apelando a ningún
perdón sino a la comprensión y a la inteligencia interpretativa de sus actos,
sustentados a menudo por comparaciones de comportamiento con civilizaciones de
otros tiempos y lugares.
Pero
no voy a contagiarme de la cara cínica de H. y confieso —sin apelar a nada— que
algunos pasajes de la segunda parte cuando viaja junto a Lolita por toda
Norteamérica, me han resultado un tanto tediosos. Demasiados sitios de paso de
los que decir algo, aunque tengan poco de que hablar y hasta demasiados
vehículos reseñados, cuyas marcas y características me importan casi nada. Sin
embargo no sería de extrañar que esto fuera también intencionado para
certificar la apatía, el aburrimiento o la indiferencia de la muchacha frente
al celo vigilante de H. que, a la hora de elaborar su manuscrito, no deja nada
al azar. Véase si no, la aparentemente insustancial lista de “quién es quién en el teatro” y la
importancia que se revela más tarde con el nombre de uno de ellos.
H.
es un erudito, un hombre de letras sumamente culto, y consciente de que lo es,
adorna su lenguaje de manera magistral, siendo capaz de trasmitir con exactitud
las emociones, desdichas o abyecciones del ser humano, los colores, la luz o la
oscuridad, los sonidos y los perfiles del entorno —ya sea una casa, un bosque,
una playa, un desierto o una cabaña. Y cómo no, imposible sustraerse a su
habilidad para describir la fisonomía humana, bien para ensalzarla como en el
caso de Lolita, bien para denostarla como en aquellos seres —especialmente
mujeres—alejados de su particular concepción de la belleza. Además H. es capaz
de llenar varias páginas hablando de deseos sexuales sin que aparezca un solo
momento explícito. Lo más cerca que está de hacerlo es justamente cuando apunta
el día y la hora en que Lolita y él fueron realmente amantes —en su imaginación
ya lo había sido cientos de veces— y aleja esa posibilidad aduciendo que “cualquiera puede imaginarlo en su animalidad”
ya que su tarea es “fijar la peligrosa
magia de las nínfulas”.
Por
si fuera poco, acompaña el lenguaje con algunas claves criptográficas como el
motel de nombre “el cazador encantado”
y con numerosos seudónimos, desde el adoptado —relacionado con sombra— o el de
Arthur McFate aduciendo a su destino, hasta el de la “calle killer” donde cree que encontrará al enemigo a liquidar y que
en su activación del ego superior, se permite calificarlo como poco brillante.
Al final se cuestiona si no debió llamarse incluso con el nombre de pila de
algunas personalidades del mundo de la psiquiatría y el psicoanálisis,
profesiones en general víctimas de su pulla cuando internado en un sanatorio
encuentra en el engaño la mejor manera de superar un trastorno que descubre
resumido en su ficha como “homosexual
en potencia o impotente total”.
Pero
H. también es consciente de lo que le pasa. En su mente pesa la prematura
muerte de su madre —otra víctima del destino abatida por un rayo cuando él solo
contaba tres años— a raíz de la cual crece felizmente bajo la tutela de su
padre y de su tía Sybil —no se oculta algún escarceo entre ambos—en una mansión
en la Riviera francesa. Un verano conoce a Anabel cuando ambos cuentan con
trece años y su deseo sexual es continuamente reprimido por la presencia ajena.
H. cree que aquello desencadenó su comportamiento posterior y su atracción por
las muchachas de la edad de Anabel seguirá estancada en el mismo punto en que
la dejó, aunque él sobrepase los cuarenta. En el ínterin, destaca una escasa
relación que termina en trampa con una prostituta de 15 años llamada Monique y
su matrimonio —a fin de dominar sus deseos— con la hija de un doctor polaco
llamada Valeria que declara estarle engañando con un taxista ruso el día que H.
le propone irse a vivir a EE.UU. por un puesto obtenido merced a la muerte de
su tío. Así pues, dos engaños al hombre que mantiene en su interior una lucha
tremenda por controlar sus impulsos y que según sus propias palabras “percibía dos sexos: hombre y nínfula, pero
ninguno de los dos era el mío”.
H.
—ya hemos dicho— no relata su manuscrito al azar, pero el azar sí juega su
papel en el relato: el día que, como inquilino, debe ocupar la planta alta de
una residencia en el verano de 1947, ésta arde en llamas y se pone en manos de
la señora Charlotte Haze que le enseña una casa “abominable y carente de peligro alguno”, pero al salir a la galería
se encuentra con la mirada de su hija Lolita oculta tras unos anteojos
apuntándole directamente y “en ese
momento los 25 años pasados empiezan
a desaparecer de mi memoria”. A partir de ahí, H. se convierte en un hombre
calculador, manipulador, reflexivo y estratega, cuyo único objetivo es
encontrarse con Lolita, vigilarla y observar las partes de su cuerpo —un pie o
una rodilla tienen el valor que le conceda la mirada— y evolucionar en sus
tentativas de proximidad, donde el simple roce de una mano o de su pelo le
produce un deseo ciego. Pero H. también siente que la quiere y su nombre escrito en una lista de la clase le estremece hasta
derramar lágrimas. H. se llena de adjetivos calificativos y descalificativos
(prudente, osado, terrible, humilde) presentando las múltiples personalidades
necesarias para justificar su comportamiento, hasta que el proyecto de
Charlotte de enviar a su hija a estudiar a un internado lejos de allí,
soliviantan su ánimo. Un imprevisto “plan
perfecto” jugará a su favor cuando Charlotte —con quien a petición suya ha
decidido casarse para mantenerse cerca de Lolita y quizá así convertirse en un
hombre sano sin los tormentos de otros héroes de escritores rusos— muere
atropellada al salir corriendo de casa tras descubrir, a través de anotaciones
en una pequeña agenda, el obsceno juego de su reciente esposo. Un azaroso
suceso que él bendice, muy distinto al meticuloso, irónico y hasta macabro,
relato que lo acompaña.
Es
entonces cuando padre e hija —amante y concubina—emprenden aquel viaje por los
48 estados hasta que las distintas normativas de éstos en cuestión de tutelajes
que puedan levantar sospechas, le inducen a quedarse quieto instalándose en
Beardsley donde la inscribe en una escuela para niñas cuyo enfoque principal es
“comunicarse con el mundo, no con los
libros” ocultando al vecindario su verdadera relación de la que ambos sacan
partido ya que Lolita “me esclavizaba con
dinero semanal a cambio de obligaciones esenciales” pero teme que su
nínfula escape creyendo que dispone de cantidad suficiente para ello y se lo
quita. H. hace amistad con Gastón Godín “un
hombre poco entrometido de mente incolora” y la directora de la escuela le
cita para leerle un montón de informes respecto a su hija en el que destaca su
preocupación por quien le ha instruido en el proceso de reproducción de
mamíferos y su tendencia a ser por un lado impúdica y por otro “desinteresada en cuestiones sexuales o
reprimida por salvaguardar su ignorancia”. La desconfianza en Lolita llega
a su punto álgido cuando se entera que está faltando a sus clases de piano y
tras observarla lascivamente en el sillón, discute airadamente hasta provocar su
huida en bicicleta. Cuando la encuentra, Lolita se da cuenta que está “igualmente presa porque sola no sabría qué
hacer” y le pide salir de viaje pero donde ella decida.
Es
entonces cuando detecta que “otro Humbert
—al que decide llamar Trapp por el parecido con un primo de su padre—“sigue a mi nínfula” y en la localidad de
Wace asisten a una obra de Clare Quilty y Vívian Daarkbloom basada en una obra
de Joice sobre el empleo de niñas envueltas en gasas de colores —otra clave en
la narración de H. no sujeta al azar. Lolita da muestras de desapego, se le
despista y cuando la encuentra miente repetidamente sobre dónde y con quién ha
estado. En el coche la abofetea y después dispone una “reconciliación rastrera” a la que proceden sucesos un tanto
intrigantes, como el pinchazo, aproximación y finalmente alejamiento del tal
Trapp por una extraña maniobra de Lolita o la desconfianza por la mirada
lujuriosa de un joven junto al césped de una piscina o por la sospechosa búsqueda
de una pelota de tenis junto a otro hombre entre los matorrales. H. ha decidido
llevar su arma cerca, vuelve a sus calificativos como “impasible”, “vacilante” o
“tonto enamorado” y evoca momentos en que Lolita “estaba alegre no como ahora”. Lolita enferma y debe ser ingresada
en el hospital de Elphistone donde intuye conspiraciones con la enfermera,
hasta que el día que le comunican el alta —tras una semana sin ella por primera
vez en dos años— descubre que ha huido con su supuesto tío Gustave Trapp: Lolita
le ha traicionado. Durante dos años recorre los 342 hoteles por los que pasaron
en busca de alguna pista. Entre 1949 y 1950 visita otro sanatorio en Quebec
donde compone versos bilingües que aluden a la búsqueda de su nínfula. Podría
decirse que H. se convierte en su propio psicoanalista: “La pérdida de Lolita no me curó la pederosis, pero yo no concebí
deleitarme con una niña. Mi corazón era un órgano histérico e incomprensible”.
Pasa por su vida una mujer de 30 años llamada Rita “simple, amable, callada y suave” hasta que un día recibe varias
cartas entre la que destaca la de Lolita comunicándole que está casada con un
tal Dick, que va a tener un bebé y que necesitaría algo de dinero. Cuando
averigua el domicilio se da cuenta que ese veterano de guerra es solo “un cordero con quien Lolita es feliz” y
un H. resignado percibe que no ha dejado huella en Lolita que finalmente le da
el nombre —a él, no al “astuto lector que
lo adivinó hace tiempo”— de con quién se escapó: un cerdo borracho y
drogadicto que quería filmar escenas de sexo con chiquillas y hombres y que la
expulsó del grupo cuando ella se negó. Lolita le dice que Quilty le destrozó el
corazón pero él le había destrozado la vida y H. se separa de ella totalmente
enamorado, tapándose su cara inundada de lágrimas. H. odia al antiguo H. por
haber privado a Lolita de su niñez. Aquel H. bestia que su instinto producía
para dar paso al H. tierno generador del deseo, se transforma en el H. terrible
cuyo único fin es una venganza que culmina en una chocante pelea física y
dialéctica: “esta narración no es del
oeste sino una riña blanda y muda de dos literatos, uno drogado y otro enfermo
cardíaco con Gin en el cuerpo”.
H.
termina su historia creyendo que a veces “mi
yo evasivo se me escapa”, asegurando que Humbert era el nombre más sucio
posible, que él mismo se hubiera condenado a 35 años de cárcel “por violación, descartando los demás cargos”
y que no quiere que se publique su obra hasta que Lolita esté muerta.
Si
el H. de hace sesenta años capaz de distinguir una nínfula en una foto de
colegialas, viera hoy cómo determinadas compañías promocionan sus productos
mostrando niñas pintadas y disfrazadas, discreparía sobre su propósito
solicitando penas para sus presidentes, directores de marketing y publicistas.
Quien sí da cuenta del mismo es Nabokov señalando que “Lolita no contiene ningún lastre moralizante. Es solo ficción que proporciona placer estético, sensaciones que se
avivan como la curiosidad, la ternura, la bondad o el éxtasis”, que cuando
piensa en la novela se detiene en algunas escenas a modo de puntos secretos
como la lista de alumnas, las fotografías en la buhardilla de Gastón, los
sonidos tintineantes de la ciudad escuchados desde el valle o las Lolitas
avanzando al regajo de Humbert, jugando al tenis o enferma en el hospital y que
no desea que se le confunda con una personificación de H., aunque H. como
Nabokov sea un hombre ilustrado y no un vendedor de salchichas incapaz de
escribir su propia historia.
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