Crematorio
Disección sin anestesia
Los cadáveres no
necesitan anestesia, pero no son muertos
los que pueblan esta novela de Chirbes,
salvo el ausente y silencioso Matías, yacente en su lecho de metal o piedra. Su
voz, callada para siempre, convoca a su alrededor las vívidas voces de los que
le conocieron, en ese momento íntimo y terrible en que la muerte sorprende la memoria de los vivos y provoca
una explosión de recuerdos y reflexiones sobre la vida propia y ajena. Mediante
el monólogo interior caótico en algún
caso, y la narración intimista en primera o tercera persona en otros, se va
articulando una historia colectiva
situada en los años de la gran expansión inmobiliaria, que amuralló el litoral
mediterráneo e invadió con cemento las dunas de las playas.
Así, se van abriendo
en canal unos personajes que, vivos,
muestran sin pudor sus cicatrices
interiores, producidas por el hecho de
vivir y equivocarse. Están vivos pero enfermos, contagiados por la inevitablemente
viral existencia, llena de historias de supervivencia, sueños rotos, insatisfacción
y frustraciones, así como de una absoluta e implacable soledad. El círculo
de familiares y amigos que rodean al arquitecto y constructor Rubén
Bartomeu, configura el universo vital y literario de esta novela, cuyos hechos
se sitúan en las cercanías del ficcional pueblecito de Misent, lugar imaginario
que podría remitirnos a cualquier pueblecito de la costa levantina.
De todos los
discursos, el más potente es el que corresponde a la voz de R. Bartomeu, eje central y vertebrador del toda la historia. A su alrededor van
emergiendo las biografías de su hija Silvia y su intelectual marido, la de su
segunda mujer Mónica –tan diferente de la primera-, la de su amigo de juventud,
el escritor Brouard, y la de sus antiguo colaborador Collado, ahora víctima de
la crisis que se avecina. De todos tiene algo que decir Rubén, de todos opina,
todo lo cuestiona y de todo se lamenta. Sumergido en la conciencia de no ser
comprendido debido a su decisión de ser un constructor ambicioso, un depredador
paisajístico antes que un arquitecto ecologista, este personaje se revuelve
contra los demás en un intento de catarsis personal, cuya confesión arrastra
los hechos de su vida tanto como los de aquellos que se le enfrentan.
De este modo, al
tiempo que va hilvanado sus puntos de vista sobre los otros, se va definiendo a
sí mismo en un perfil moral y psicológico que no esconde nada a los ojos del
lector, pues no finge ser quien no es. Así, su
imagen emerge, poderosa y enérgicamente brutal en su sinceridad, pues al
desvelar sin recato sus miserias personales y profesionales, los argumentos con
que construye su defensa frente al resto
de personajes consolidan su propia verdad
ante la falsedad ajena. En un ejercicio de ilusionismo, Rubén aparece ante el
lector como responsable legítimo de la verdad, mientras que las existencias de
los otros se muestran impregnadas por la falsedad, la cobardía, el disimulo y
la hipocresía.
Por ello, al
explorar en el interior de los personajes, el lector se encuentra, sin apenas
intermediarios, con el pensamiento
subjetivo y esencial de cada uno de ellos, percibiendo a la vez su
dolor, sus dudas, sus emociones. Sin orden lineal, el monólogo interior de
Rubén Bertomeu discurre por el territorio de la memoria, del presente de su
hermano Matías muerto hasta el pasado de la niñez y la juventud, desde sus
carencias infantiles a la vitalista y
desesperada vivencia del presente. En el revoltijo temporal de la mente, liberada
de la opresión del cuerpo atrapado en el coche detenido por un atasco, se desenvuelve toda la vida de este personaje
complejo y vital, cuyo discurso abre y cierra la novela y cuya voz diagnostica y puntualiza sin concesiones el
estado de la realidad, “de lo que hay”.
La mente de Bertomeu
es como un pulpo, cuyos tentáculos se extienden hacia los territorios vitales
del resto de personajes. Hermano del muerto, conoce la biografía de aquellos
que formaron parte de su pasado e interfieren en su presente. Es el más
omnisciente (Nadie puede recordar eso.
Sólo yo), pues tiene conciencia de su autonomía (No dependo de nadie. Yo, conmigo mismo) y del poder que le otorgan
el conocimiento y el dinero. La evocación de la infancia y adolescencia de
Matías está teñida de la melancolía y añoranza
por un Misent rural y desaparecido, irrecuperable, como todo “paraíso
perdido”. El contrapunto a estos idílicos ensueños se encuentra en el
sarcástico juicio sobre su revolucionaria juventud, devenida en progresismo de
salón y fanatismo ecologista:
..el momento inefable en el que Matías
decide regresar a formas encubiertas del hippismo que esquivó, gracias a Marx y
a la química y al abundante intercambio
de flujos corporales, en la fase uno. Un Adán postadamita. Ya que no vamos a
salvarnos nosotros salvemos la tierra. Era el mensaje. Si el contenido está
podrido, arrojémoslo y quedémonos con el continente.
La rabia de Rubén
por el desprecio fraternal derivado de
la oposición a sus salvajes construcciones (eres
el perrito anarquista de Disney) se manifiesta en la consideración de su
hermano como traidor político (Hijo de
Mao y de Nerón) y fracasado existencial. Pero entre tanta amargura se cuela
una insana envidia por el carácter seductor de su hermano (…dos mujeres libres, liberadas, feministas, cultas […] y sin embargo
atadas por la tela invisible que excreta la araña) y, sobre todo, el dolor
por haber sido el segundón en la atención de la madre (Matías se burlaba de mamá y de mí, pero ella sólo había vivido para
Matías), a pesar de las burlas de los hermanos sobre este siniestro
personaje: mamá es fría, calcárea, altiva
y afilada como las torres de una catedral centroeuropea […] mamá es de estilo
gótico egotístico.
En cuanto a Silvia,
Rubén no disimula el dolor (se puede
hacer daño sin gritar) que siente ante el desprecio de su hija por el
origen sucio o inmoral de un dinero que luego no rechaza. No le perdona su
empatía con Matías ni disimula su desaprobación
ante su profesión de restauradora
de arte, que le parece una impostura, otra forma de hipócrita fingimiento:
…por no hacer nada nuevo, ni siquiera ha
elegido pintar sino restaurar, que es, además, una forma –por así decirlo- descomprometida de ser artista, un ser y no
ser a la vez artista, un ser o no ser artesano, un tener orgullo y no tenerlo,
porque la obra, al fin y al cabo, es de otro.
Pero como le ocurre con
Matías, también en esta ocasión la amargura que le produce su distanciamiento
de Silvia da paso a la ternura, que se infiltra en los recuerdos de otros tiempos
felices, como la niñez y la juventud compartidas en viajes culturales y paseos
lúdicos.
Estos dos
personajes son los dos pilares que sustentan la memoria de Rubén Bertomeu. El
resto complementa su descarnada y cáustica visión del mundo. Desde la esperpéntica relación con la madre anciana y
discapacitada, hasta la burlesca
caricatura de la segunda esposa,
Mónica, todo un paradigma de las incultas mujeres obsesionadas por el culto al
cuerpo, y su empleo para ascender a una
clase a la que, en el fondo, no pertenece.
Brouard, el
etílico escritor condenado por la enfermedad y una fama no asumida, es el
pretexto para que Bertomeu elabore su
punzante discurso sobre literatos y afines, además de completar el recuerdo de
experiencias juveniles compartidas, ilusiones perdidas y vidas alejadas, cuyo destino es, otra vez, la
soledad.
Collado, Yuri,
Sarcós, son los personajes perdedores. Unos, condenados al fracaso y a la
miseria por no haber sabido apearse a tiempo de la crisis que se avecinaba.
Otros, prisioneros de su idiosincrasia y víctimas de un mundo global,
conformado por el tráfico de inmigrantes en busca de una vida mejor, que no existe. Todos con el único desahogo del sexo comprado o simulado en
obsesivas experiencias sin futuro alguno. Son como los residuos que se
abandonan después de la fiesta, la morralla social que se arroja a la basura
cuando ya no sirve.
Los dos relatos sobre Silvia
Como su padre,
Silvia está en el coche mientras sus pensamientos vuelan libres y sin control
configurando el relato de su vida, que llega al lector a través de un intermediario, el narrador en
tercera persona. El resultado es un
relato intimista que evidencia una existencia solitaria (Contarle al difunto la desolación de una niña que se veía a sí misma
como una especie de monito abandonado en una familia en la que cada uno iba
estrictamente a lo suyo: papá se calla, el tío miente) y un matrimonio que
no funciona.
Comparte con Rubén la añoranza del Misent perdido, en contraste con
la decepción suscitada por el desengaño amoroso de Matías (No es una de las mujeres de Matías), y su relación posterior de admiración y dependencia como
sustituto del padre. Ni el cariño de sus hijos ni la compañía de su amante le apartan
de una existencia tediosa e insatisfecha:
Alguna vez le daba por pensar que, a los
cuarenta años, sigue habiendo tiempo para cambiar de vida. […] En
ese sentido, José María había formado parte de una vaga expectativa de cambio. Muy al principio.
Sin embargo es
Silvia la que mejor evoca y sintetiza las biografías de Rubén y Matías. Del primero, su obsesión por
disfrutar de la vida como si los años no pasaran por él, como esos nazis viejos que viven
cien años. Reproches sobre su afán de disimular su cultura y
formación en las intrascendentes conversaciones con los nuevos ricos con los
que alterna, como un pijo hortera.
Descubre, bajo el realismo pragmático de que
su padre hace gala, el reconocido fatalismo que le lleva a aceptar las cosas
como son y su impotencia para cambiarlas. De algún modo todos los personajes
participan, en distinto grado, del nihilismo que les lleva a acarrear sus vidas, sin ningún control sobre
ellas.
Tampoco su marido,
Juan, tiene las de ganar respecto a su relación con Rubén, pues aunque sabe qué
argumentos pondría sobre la mesa para defender su opinión sobre el espurio
origen de la fortuna de su suegro, no tiene fuerza ni energía para
manifestarlos. Se limita a murmurar en voz baja o a pensar en qué diría:
Algunas veces, cuando él se ha dedicado a lanzarle pullas, le hubiese gustado tener
valor para decirle: Por todas partes se ve la basura que has acumulado […] Él
lleva décadas viviendo de vender cualquier cosa, como si se tratase de una
tregua virtual a orillas del mar.
Todos comentan
todo, sobre todos opinan. En un juego circular, Silvia explica lo que Juan
opina de Rubén, lo que Rubén opina de Juan y Silvia. Su pensamiento va de unos
a otros y de nuevo a Matías, el muerto. Sobre todos ellos sobrevuelan y se imponen
los juicios de Bertomeu, sus poderosos argumentos incontestables, que se
deslizan en las mentes de todos y allí se quedan, ancladas para siempre, pues,
después de todo, esta es su novela.
El paisaje, símbolo de la desolación
interior
Desde la primera
página el paisaje reproduce la devastación interior de los personajes. El calor
asfixiante, el bochorno, la humedad, el
viento ardiente que llega cargado de arena del desierto, remiten a la ruina
sentimental, la decadencia personal que deriva en angustia y desasosiego.
Silvia, es la imagen del abandono y el desvalimiento, sola en el arcén sin nadie a su lado, rodeada de esa luz blanca,
exterior, amenazadora como un instrumento de acero.
El paisaje,
detenido e inmovilizado por la luz blanquecina que borra los perfiles de la
realidad, actúa como una losa que
aplasta la energía vital, que le impide levantarse y actuar, como si estuviera
muerta en la aridez de un entorno que acentúa su soledad:
Pero a su lado no hay nadie. Nadie puede
acudir a aliviarla del peso que le ha caído encima y la mantiene paralizada.
Hace sólo unas horas no soportaba la idea de que Matías se hubiera muerto sin
que algo hubiera ocurrido, pero él se había muerto y no parecía que eso
significara nada especial.
El fatalismo del
destino tiene su correlato en una visión del mar como algo amenazante y
acerado, presagio del dolor futuro. En las evocaciones nostálgicas del tiempo
pasado, que quizá no fue tan bueno, se
encontraba ya el germen del sufrimiento actual, el que hace llorar por fin a
Rubén Bertomeu:
…el paso del tiempo no ha cambiado nada, o
lo ha cambiado todo sin cambiar nada, digamos que lo ha dejado todo intacto,
pero frío, un caldo que se toma a deshora y ha perdido sus cualidades, su
gracia, todo igual, el mismo guiso, pero en ese estado pegajoso, correoso, que
toman los productos cuando se consumen varias horas después de cocinados. A lo lejos, el mar, una lámina de metal
hirviente.
La luz blanca que
todo lo impregna permite mostrar el deterioro interior de los personajes y
evidenciar su decadencia existencial, pero en palabras de Rubén Bertomeu, el sol no parece fuente de vida, sino
desazonante castigo.
Después de todo,
Bertomeu, como Collado, no puede evitar la visión de esos esqueletos de
caballos desenterrados de la rojiza tierra, metáfora de un pasado obscuro
y deshonesto lleno de peligrosas implicaciones.
Rafael Chirbes y el manifiesto vital de
Rubén Bertomeu
Cuando a
Rafael Chirbes le preguntan en las
entrevista si sus libros son pesimistas, suele responder que él se limita a
contar las cosas como son, “lo que hay”. Insiste en que su literatura es para
adultos y que no le van los cuentos amables ni “hacer ganchillo con las viudas
literarias”. Considera que la literatura es un modo de aprendizaje sobre la
vida, en cuanto que suscita una reflexión profunda, moral y existencial sobre
los grandes temas universales. Y si bien no pretende espolear al lector, sí
pretende estimular un proceso de catarsis que transforme la emoción en acción.
Creemos que
algunos de los presupuestos existenciales del autor se han deslizado hacia el
interior del personaje protagonista de Crematorio.
De hecho, casi toda la novela es un compendio de los principios ideológicos y
morales que sustentan el pensamiento de Rubén Bertomeu, pero es, sobre todo, al
final cuando el discurso interior contiene una auténtica declaración del manifiesto vital de este inquietante
personaje.
El relativismo
existencial y la evidencia de un destino que conduce a la muerte y a la nada se
complementan con la reivindicación de la
vida y sus placeres, más apetecibles por ser fugaces. Los tópicos del Tempus
fugit y Carpe diem se superponen en una
dualidad complementaria, que se duplica a su vez entre las sensaciones, los
olores que evocan el pasado, y lo que los ojos ven y la mente percibe:
…esos terrenos que son míos en los que
trabajan las excavadoras llevándose los árboles bajo los que jugamos juntos, y
un centenar de metros más allá, lo que queda de las naves del picadero, la
tierra roja que envuelve los esqueletos de los caballos que enterraron allí.
La imagen que
cierra la novela, el cuerpo de Matías sobre metal o mármol, confiere al relato
un carácter circular y aparentemente cerrado. No lo es la afirmación
contenida en páginas anteriores sobre lo que Bertomeu considera esencial o
intrascendente: lo esencial, la vida y la muerte; lo intrascendente, la vida
entretenida, las irrelevantes
anécdotas, la discusión sobre “si son galgos o podencos”.
De acuerdo con el
autor y su personaje, lo importante es lo “internarrativo” más que el
desarrollo argumental. Muy acertadamente, Chirbes califica a sus novelas como
digresiones centrífugas y centrípetas que van de dentro afuera y viceversa. Eso
es Crematorio. GB
4 comentarios:
Creo que esta disección posee tanta profundidad como el propio libro, e invita a reflexionar más si cabe sobre él.
Un saludo.
J.L.Vicent
Como tú sabes, es difícil comentar todo o que contiene esta excepcional novela. Sería interesante desentrañar los hilos, nudos y proyecciones que atan y desatan unos personajes con otros, como una tela de araña. Por cierto, la tela de araña aparece mucho en la novela ¿como símbolo del aislamiento e incomunicación? Ahí dejo la pregunta.....
Yo diría que alrededor de la tela que ha ido tejiendo Ruben Bertomeu han ido cayendo atrapados como insectos todos los personajes de su entorno, tanto los que ama como los que odia. Sin embargo, tanto control y vigilancia han hecho que la araña quedara pegada a su centro, y la tela que ella tejió es la misma que le impide llegar a los otros. Por tanto creo que hay aislamiento y hay incomunicación.
J.L.Vicent
Pues sí, están todos atrapados y más... hay una sensación de vacío, de desesperanza, de relativismo existencial. Es como la conciencia lúcida de que no hay salida. Quizá por eso R. Bertomeu decide hacer sólo lo que puede: vivir, comer, beber y...
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