domingo, 16 de febrero de 2014

Crematorio



Crematorio
Disección sin anestesia

Los cadáveres no necesitan anestesia, pero no  son muertos los que pueblan  esta novela de Chirbes, salvo el ausente y silencioso Matías, yacente en su lecho de metal o piedra. Su voz, callada para siempre, convoca a su alrededor las vívidas voces de los que le conocieron, en ese momento íntimo y terrible en que la muerte  sorprende la memoria de los vivos y provoca una explosión de recuerdos y reflexiones sobre la vida propia y ajena. Mediante el monólogo interior caótico en  algún caso, y la narración intimista en primera o tercera persona en otros, se va articulando  una historia colectiva situada en los años de la gran expansión inmobiliaria, que amuralló el litoral mediterráneo e invadió con cemento las dunas de las playas.

Así, se van abriendo en canal  unos personajes que, vivos, muestran sin pudor  sus cicatrices interiores, producidas por  el hecho de vivir y equivocarse. Están vivos pero enfermos, contagiados por la inevitablemente viral existencia, llena de historias de supervivencia, sueños rotos, insatisfacción y frustraciones, así como de una absoluta e implacable soledad.  El círculo  de familiares y amigos que rodean al arquitecto y constructor Rubén Bartomeu, configura el universo vital y literario de esta novela, cuyos hechos se sitúan en las cercanías del ficcional pueblecito de Misent, lugar imaginario que podría remitirnos a cualquier pueblecito de la costa levantina.

De todos los discursos, el más potente es el que corresponde a la voz de R. Bartomeu,  eje central y vertebrador del  toda la historia. A su alrededor van emergiendo las biografías de su hija Silvia y su intelectual marido, la de su segunda mujer Mónica –tan diferente de la primera-, la de su amigo de juventud, el escritor Brouard, y la de sus antiguo colaborador Collado, ahora víctima de la crisis que se avecina. De todos tiene algo que decir Rubén, de todos opina, todo lo cuestiona y de todo se lamenta. Sumergido en la conciencia de no ser comprendido debido a su decisión de ser un constructor ambicioso, un depredador paisajístico antes que un arquitecto ecologista, este personaje se revuelve contra los demás en un intento de catarsis personal, cuya confesión arrastra los hechos de su vida tanto como los de aquellos que se le enfrentan.

De este modo, al tiempo que va hilvanado sus puntos de vista sobre los otros, se va definiendo a sí mismo en un perfil moral y psicológico que no esconde nada a los ojos del lector, pues no finge ser quien no es. Así, su  imagen emerge, poderosa y enérgicamente brutal en su sinceridad, pues al desvelar sin recato sus miserias personales y profesionales, los argumentos con que construye su defensa  frente al resto de personajes  consolidan su propia verdad ante la falsedad ajena. En un ejercicio de ilusionismo, Rubén aparece ante el lector como responsable legítimo de la verdad, mientras que las existencias de los otros se muestran impregnadas por la falsedad, la cobardía, el disimulo y la hipocresía.

Por ello, al explorar en el interior de los personajes, el lector se encuentra, sin apenas intermediarios, con el pensamiento  subjetivo y esencial de cada uno de ellos, percibiendo a la vez su dolor, sus dudas, sus emociones. Sin orden lineal, el monólogo interior de Rubén Bertomeu discurre por el territorio de la memoria, del presente de su hermano Matías muerto hasta el pasado de la niñez y la juventud, desde sus carencias infantiles  a la vitalista y desesperada vivencia del presente. En el revoltijo temporal de la mente, liberada de la opresión del cuerpo atrapado en el coche detenido por un atasco, se  desenvuelve toda la vida de este personaje complejo y vital, cuyo discurso abre y cierra la novela y cuya voz  diagnostica y puntualiza sin concesiones el estado de la realidad, “de lo que hay”.

 Los tres monólogos de Rubén Bertomeu



La mente de Bertomeu es como un pulpo, cuyos tentáculos se extienden hacia los territorios vitales del resto de personajes. Hermano del muerto, conoce la biografía de aquellos que formaron parte de su pasado e interfieren en su presente. Es el más omnisciente (Nadie puede recordar eso. Sólo yo), pues tiene conciencia de su autonomía (No dependo de nadie. Yo, conmigo mismo) y del poder que le otorgan el conocimiento y el dinero. La evocación de la infancia y adolescencia de Matías está teñida de la melancolía y añoranza  por un Misent rural y desaparecido, irrecuperable, como todo “paraíso perdido”. El contrapunto a estos idílicos ensueños se encuentra en el sarcástico juicio sobre su revolucionaria juventud, devenida en progresismo de salón y fanatismo ecologista:

..el momento inefable en el que Matías decide regresar a formas encubiertas del hippismo que esquivó, gracias a Marx y a la  química y al abundante intercambio de flujos corporales, en la fase uno. Un Adán postadamita. Ya que no vamos a salvarnos nosotros salvemos la tierra. Era el mensaje. Si el contenido está podrido, arrojémoslo y quedémonos con el continente.

La rabia de Rubén por el  desprecio fraternal derivado de la oposición a sus salvajes construcciones (eres el perrito anarquista de Disney) se manifiesta en la consideración de su hermano como traidor político (Hijo de Mao y de Nerón) y fracasado existencial. Pero entre tanta amargura se cuela una insana envidia por el carácter seductor de su hermano (…dos mujeres libres, liberadas, feministas, cultas […] y sin embargo atadas por la tela invisible que excreta la araña) y, sobre todo, el dolor por haber sido el segundón en la atención de la madre (Matías se burlaba de mamá y de mí, pero ella sólo había vivido para Matías), a pesar de las burlas de los hermanos sobre este siniestro personaje: mamá es fría, calcárea, altiva y afilada como las torres de una catedral centroeuropea […] mamá es de estilo gótico egotístico.

En cuanto a Silvia, Rubén no disimula el dolor (se puede hacer daño sin gritar) que siente ante el desprecio de su hija por el origen sucio o inmoral de un dinero que luego no rechaza. No le perdona su empatía con Matías ni  disimula su  desaprobación  ante su  profesión de restauradora de arte, que le parece una impostura, otra forma de hipócrita fingimiento

…por no hacer nada nuevo, ni siquiera ha elegido pintar sino restaurar, que es, además, una forma –por así decirlo-  descomprometida de ser artista, un ser y no ser a la vez artista, un ser o no ser artesano, un tener orgullo y no tenerlo, porque la obra, al fin y al cabo, es de otro.

Pero como le ocurre con Matías, también en esta ocasión la amargura que le produce su distanciamiento de Silvia da paso a  la ternura, que se  infiltra en los recuerdos de otros tiempos felices, como la niñez y la juventud compartidas en viajes culturales y paseos lúdicos.

Estos dos personajes son los dos pilares que sustentan la memoria de Rubén Bertomeu. El resto complementa su descarnada y cáustica visión del mundo. Desde la esperpéntica relación con la madre anciana y discapacitada, hasta la burlesca  caricatura de la segunda  esposa, Mónica, todo un paradigma de las incultas mujeres obsesionadas por el culto al cuerpo, y su empleo para  ascender a una clase a la que, en el fondo, no pertenece.

Brouard, el etílico escritor condenado por la enfermedad y una fama no asumida, es el pretexto para que Bertomeu  elabore su punzante discurso sobre literatos y afines, además de completar el recuerdo de experiencias juveniles compartidas, ilusiones perdidas y vidas  alejadas, cuyo destino es, otra vez, la soledad.

Collado, Yuri, Sarcós, son los personajes perdedores. Unos, condenados al fracaso y a la miseria por no haber sabido apearse a tiempo de la crisis que se avecinaba. Otros, prisioneros de su idiosincrasia y víctimas de un mundo global, conformado por el tráfico de inmigrantes en busca de una vida mejor,  que no existe. Todos con el único  desahogo del sexo comprado o simulado en obsesivas experiencias sin futuro alguno. Son como los residuos que se abandonan después de la fiesta, la morralla social que se arroja a la basura cuando ya no sirve. 

Los dos relatos sobre Silvia


Como su padre, Silvia está en el coche mientras sus pensamientos vuelan libres y sin control configurando el relato de su vida, que llega al lector  a través de un intermediario, el narrador en tercera persona. El resultado es  un relato intimista que evidencia una existencia solitaria (Contarle al difunto la desolación de una niña que se veía a sí misma como una especie de monito abandonado en una familia en la que cada uno iba estrictamente a lo suyo: papá se calla, el tío miente) y un matrimonio que no funciona. 

Comparte con Rubén la añoranza del Misent perdido, en contraste con la decepción suscitada por el desengaño amoroso de Matías (No es una de las mujeres de Matías), y su relación  posterior de admiración y dependencia como sustituto del padre. Ni el cariño de sus hijos ni la compañía de su amante le apartan de una existencia tediosa e insatisfecha:

Alguna vez le daba por pensar que, a los cuarenta años, sigue habiendo tiempo para cambiar de vida. […] En ese sentido, José María había formado parte de una vaga expectativa de cambio. Muy al principio.

Sin embargo es Silvia la que mejor evoca y sintetiza las biografías de  Rubén y Matías. Del primero, su obsesión por disfrutar de la vida como si los años no pasaran por él, como esos nazis viejos que viven  cien años. Reproches sobre su afán de disimular su cultura y formación en las intrascendentes conversaciones con los nuevos ricos con los que alterna, como un pijo hortera.

 Descubre, bajo el realismo pragmático de que su padre hace gala, el reconocido fatalismo que le lleva a aceptar las cosas como son y su impotencia para cambiarlas. De algún modo todos los personajes participan, en distinto grado, del nihilismo que les lleva a  acarrear sus vidas, sin ningún control sobre ellas.

Tampoco su marido, Juan, tiene las de ganar respecto a su relación con Rubén, pues aunque sabe qué argumentos pondría sobre la mesa para defender su opinión sobre el espurio origen de la fortuna de su suegro, no tiene fuerza ni energía para manifestarlos. Se limita a murmurar en voz baja o a pensar en qué diría:

Algunas veces, cuando él se ha dedicado  a lanzarle pullas, le hubiese gustado tener valor para decirle: Por todas partes se ve la basura que has acumulado […] Él lleva décadas viviendo de vender cualquier cosa, como si se tratase de una tregua virtual a orillas del mar.

Todos comentan todo, sobre todos opinan. En un juego circular, Silvia explica lo que Juan opina de Rubén, lo que Rubén opina de Juan y Silvia. Su pensamiento va de unos a otros y de nuevo a Matías, el muerto. Sobre todos ellos sobrevuelan y se imponen los juicios de Bertomeu, sus poderosos argumentos incontestables, que se deslizan en las mentes de todos y allí se quedan, ancladas para siempre, pues, después de todo, esta es  su novela.

El paisaje, símbolo de la desolación interior


Desde la primera página el paisaje reproduce la devastación interior de los personajes. El calor asfixiante, el bochorno, la humedad, el viento ardiente que llega cargado de arena del desierto, remiten a la ruina sentimental, la decadencia personal que deriva en angustia y desasosiego. Silvia, es la imagen del abandono y el desvalimiento, sola en el arcén sin nadie a su lado, rodeada de esa luz blanca, exterior, amenazadora como un instrumento de acero.

El paisaje, detenido e inmovilizado por la luz blanquecina que borra los perfiles de la realidad, actúa como  una losa que aplasta la energía vital, que le impide levantarse y actuar, como si estuviera muerta en la aridez de un entorno que acentúa su soledad:

Pero a su lado no hay nadie. Nadie puede acudir a aliviarla del peso que le ha caído encima y la mantiene paralizada. Hace sólo unas horas no soportaba la idea de que Matías se hubiera muerto sin que algo hubiera ocurrido, pero él se había muerto y no parecía que eso significara nada especial.

El fatalismo del destino tiene su correlato en una visión del mar como algo amenazante y acerado, presagio del dolor futuro. En las evocaciones nostálgicas del tiempo pasado, que quizá no fue tan bueno,  se encontraba ya el germen del sufrimiento actual, el que hace llorar por fin a Rubén Bertomeu:

…el paso del tiempo no ha cambiado nada, o lo ha cambiado todo sin cambiar nada, digamos que lo ha dejado todo intacto, pero frío, un caldo que se toma a deshora y ha perdido sus cualidades, su gracia, todo igual, el mismo guiso, pero en ese estado pegajoso, correoso, que toman los productos cuando se consumen varias horas después de cocinados.  A lo lejos, el mar, una lámina de metal hirviente.

La luz blanca que todo lo impregna permite mostrar el deterioro interior de los personajes y evidenciar su decadencia existencial, pero en palabras de Rubén Bertomeu, el sol no parece fuente de vida, sino desazonante castigo.

Después de todo, Bertomeu, como Collado, no puede evitar la visión de esos esqueletos de caballos desenterrados de la rojiza tierra, metáfora de un pasado obscuro y  deshonesto lleno de peligrosas implicaciones.

Rafael Chirbes y el manifiesto vital de Rubén Bertomeu


Cuando a Rafael  Chirbes le preguntan en las entrevista si sus libros son pesimistas, suele responder que él se limita a contar las cosas como son, “lo que hay”. Insiste en que su literatura es para adultos y que no le van los cuentos amables ni “hacer ganchillo con las viudas literarias”. Considera que la literatura es un modo de aprendizaje sobre la vida, en cuanto que suscita una reflexión profunda, moral y existencial sobre los grandes temas universales. Y si bien no pretende espolear al lector, sí pretende estimular un proceso de catarsis que transforme la emoción en acción.

Creemos que algunos de los presupuestos existenciales del autor se han deslizado hacia el interior del personaje protagonista de Crematorio. De hecho, casi toda la novela es un compendio de los principios ideológicos y morales que sustentan el pensamiento de Rubén Bertomeu, pero es, sobre todo, al final cuando el discurso interior contiene una auténtica declaración del manifiesto vital de este inquietante personaje.

El relativismo existencial y la evidencia de un destino que conduce a la muerte y a la nada se complementan con  la reivindicación de la vida y sus placeres, más apetecibles por ser fugaces. Los tópicos del Tempus fugit  y Carpe diem se superponen en una dualidad complementaria, que se duplica a su vez entre las sensaciones, los olores que evocan el pasado, y lo que los ojos ven y la mente percibe: 

…esos terrenos que son míos en los que trabajan las excavadoras llevándose los árboles bajo los que jugamos juntos, y un centenar de metros más allá, lo que queda de las naves del picadero, la tierra roja que envuelve los esqueletos de los caballos que enterraron allí.

La imagen que cierra la novela, el cuerpo de Matías sobre metal o mármol, confiere al relato un carácter circular y aparentemente cerrado. No lo es la afirmación contenida en páginas anteriores sobre lo que Bertomeu considera esencial o intrascendente: lo esencial, la vida y la muerte; lo intrascendente, la vida entretenida, las irrelevantes anécdotas, la discusión sobre “si son galgos o podencos”.

De acuerdo con el autor y su personaje, lo importante es lo “internarrativo” más que el desarrollo argumental. Muy acertadamente, Chirbes califica a sus novelas como digresiones centrífugas y centrípetas que van de dentro afuera y viceversa. Eso es Crematorio. GB







4 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que esta disección posee tanta profundidad como el propio libro, e invita a reflexionar más si cabe sobre él.
Un saludo.
J.L.Vicent

GloriaB dijo...

Como tú sabes, es difícil comentar todo o que contiene esta excepcional novela. Sería interesante desentrañar los hilos, nudos y proyecciones que atan y desatan unos personajes con otros, como una tela de araña. Por cierto, la tela de araña aparece mucho en la novela ¿como símbolo del aislamiento e incomunicación? Ahí dejo la pregunta.....

Anónimo dijo...

Yo diría que alrededor de la tela que ha ido tejiendo Ruben Bertomeu han ido cayendo atrapados como insectos todos los personajes de su entorno, tanto los que ama como los que odia. Sin embargo, tanto control y vigilancia han hecho que la araña quedara pegada a su centro, y la tela que ella tejió es la misma que le impide llegar a los otros. Por tanto creo que hay aislamiento y hay incomunicación.
J.L.Vicent

GloriaB dijo...

Pues sí, están todos atrapados y más... hay una sensación de vacío, de desesperanza, de relativismo existencial. Es como la conciencia lúcida de que no hay salida. Quizá por eso R. Bertomeu decide hacer sólo lo que puede: vivir, comer, beber y...

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