domingo, 15 de enero de 2017

En el último azul. Comentario


Resultado de imagen de la inquisición mallorquina
“EN EL ULTIMO AZUL” de Carme Riera
Por José Luis Vicent Marin.

Creo que esta novela —basada en hechos acaecidos en “Ciutat” de Mallorca sobre 1687 en plena época de “celo inquisitorial”— y amenizada con otros inventados fácilmente identificables— en las facetas donde la crudeza cobra protagonismo, se impone la indignación. Tal vez menos de lo que debiera, seguramente porque además de ser conocedores de aquellos episodios infames auspiciados por la iglesia católica y sostenidos por los poderes reales o viceversa que —valga la indirecta— tanto monta o monta tanto, su repetición en situaciones actuales de corte similar, terminan por dejarnos indiferentes. No obstante, aprecio grandes dosis de ironía con excelente lenguaje burlesco hacia algunos personajes que son ridiculizados desde fuera y desde dentro de la novela que suavizan bastante la barbarie de los hechos. Aun así, la obra es capaz de trasmitir la ira, el desencanto, la angustia o la incredulidad al lector, pero también de estimular otros sentidos en los momentos tiernos o pasionales o perfumarnos con los olores de la naturaleza.

La narración está dividida en tres partes bien diferenciadas —presentación del detonante de la fuga, fracaso de la misma y consecuencias del intento—, lo que no es óbice para dar saltos temporales que mejoren o aclaren la situación presente.

La primera aparición de los personajes ha servido a menudo para aportar información de su carácter, de sus pensamientos ocultos y de su pasado.

Así observamos la obsesión enfermiza de Rafael Cortés “Cap de Trons” por mantenerse como “un auténtico judío” aun a costa de herir físicamente a los miembros de su familia. O las santas visiones de Sara dels Olors que contrariamente a aquél, le sirven para infundir cariño y cuidado espiritual a su “virgencita” y compañera de celda, Quiteria Pomar, seriamente dañada por los tormentos de la inquisición. No menos importantes que los cuidados físicos de la curandera Madó Grossa que le alivia el dolor colocando de nuevo en su sitio sus brazos descoyuntados. También se aprecia la entrega —no solo carnal—de “la coixa” que con sus favores sexuales consigue otros piadosos y desinteresados como sacar del burdel a Rafael Valls vestido de monje o conseguirle una visita en la celda de su prometida. El impulso benefactor nos llega de Blanca María Pires desde Livorno, envuelto en una sutil capa de misteriosa seducción, y de Sebastia Palou como “espía” en la isla, aunque tal vez más movido por su pasión hacia ella que por solidaridad con los perseguidos. La lealtad del Rabí Gabriel Valls, por encima de diferencias de criterios con Josep Tarongí “el Cónsul” que piensa que fue ella la responsable del fracaso en un anterior intento de huida o las más íntimas con el mercader Pere Onofre Aguiló en cuanto a las verdades de El Mesías, resaltan el verdadero valor de la amistad. Y si el amor por el ser querido, cede, se intenta que no caiga, como el caso de Gabriel Valls con su esposa María Aguiló, que se lo toma como una imposición a sí mismo cuando, sumisa y contraria a la fuga, la obliga a huir con todo el grupo. El Rabí aparta entonces sus verdaderos impulsos hacia Blanca, cuya férrea voluntad no hubiera permitido imposición alguna.

Virtudes y defectos, miedos, debilidades, heridas psíquicas incurables, misterios un tanto indescifrables y reflexiones acerca de la religión, salpican las páginas sin apartarse del tema dominante, cuya consecuencia final, antes de la muerte o la melancolía, es el repetitivo sentimiento de culpa —evidenciado en las figuras de Valls y Aguiló— o el de perversa justicia mal llamada divina en todos y cada uno de los componentes de la curia.
En ellos y unos cuantos de sus amigos podemos encontrar todos los pecados capitales —y algunos más— que tanto condena la iglesia. Al inquisidor Fermosino, cuando las disputas verbales no consiguen su efecto, le basta llenarse de ira y señalar que no hay salvación fuera de la religión católica, aplicando el tormento como único método de hacer entrar en razón a los infieles. A Rafael Cortés “Costura”, en su calidad de orfebre, le tienta la avaricia de conseguir el jugoso encargo de una custodia y a su confesor el Padre Ferrando la del puesto de rector alentando más si cabe al malsín para que le entregue la delación. El Padre Amengual es un soberbio de sus obras literarias inspiradas en vidas de actuales o futuros santos. Ambos jesuitas se odian pero también les corroe la envidia por si lo que consigue uno es superior a lo que consigue el otro. El virrey Nepomuceno, aborrece a su mujer Onofrina y aunque intenta no hacer daño a los judíos, le puede la lujuria proyectada en los cuerpos de sus esclavas moritas. El Juez de Bienes Jaume Llabrés alimenta su gula con los “quartos embatumats” que le preparan las monjas clarisas en las tertulias de Montesión y al cronista Angelat, por mantenerse al margen de toda opinión y limitarse a lo que considera su obligación de no añadir ni quitar punto a lo que escucha, le asignaremos con el beneficio de la duda, el de la pereza.


Pienso que erigirse como siervos de Dios, Adonay, Alá o el Altísmo, constituyen demasiadas veces la excusa para eludir las responsabilidades humanas y mucho me temo que si aquellos seres sobrenaturales supieran las cosas que se hacen en su nombre, en su misma confusión bajarían para decir que no existen. 

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