“EN
EL ULTIMO AZUL” de Carme Riera
Por
José Luis Vicent Marin.
Creo
que esta novela —basada en hechos acaecidos en “Ciutat” de Mallorca sobre 1687
en plena época de “celo inquisitorial”—
y amenizada con otros inventados fácilmente identificables— en las facetas
donde la crudeza cobra protagonismo, se impone la indignación. Tal vez menos de
lo que debiera, seguramente porque además de ser conocedores de aquellos
episodios infames auspiciados por la iglesia católica y sostenidos por los
poderes reales o viceversa que —valga la indirecta— tanto monta o monta tanto,
su repetición en situaciones actuales de corte similar, terminan por dejarnos
indiferentes. No obstante, aprecio grandes dosis de ironía con excelente
lenguaje burlesco hacia algunos personajes que son ridiculizados desde fuera y
desde dentro de la novela que suavizan bastante la barbarie de los hechos. Aun
así, la obra es capaz de trasmitir la ira, el desencanto, la angustia o la
incredulidad al lector, pero también de estimular otros sentidos en los
momentos tiernos o pasionales o perfumarnos con los olores de la naturaleza.
La
narración está dividida en tres partes bien diferenciadas —presentación del
detonante de la fuga, fracaso de la misma y consecuencias del intento—, lo que
no es óbice para dar saltos temporales que mejoren o aclaren la situación
presente.
La
primera aparición de los personajes ha servido a menudo para aportar
información de su carácter, de sus pensamientos ocultos y de su pasado.
Así
observamos la obsesión enfermiza de Rafael Cortés “Cap de Trons” por mantenerse
como “un auténtico judío” aun a costa de herir físicamente a los miembros de su
familia. O las santas visiones de Sara dels Olors que contrariamente a aquél,
le sirven para infundir cariño y cuidado espiritual a su “virgencita” y
compañera de celda, Quiteria Pomar, seriamente dañada por los tormentos de la
inquisición. No menos importantes que los cuidados físicos de la curandera Madó
Grossa que le alivia el dolor colocando de nuevo en su sitio sus brazos
descoyuntados. También se aprecia la entrega —no solo carnal—de “la coixa” que
con sus favores sexuales consigue otros piadosos y desinteresados como sacar
del burdel a Rafael Valls vestido de monje o conseguirle una visita en la celda
de su prometida. El impulso benefactor nos llega de Blanca María Pires desde
Livorno, envuelto en una sutil capa de misteriosa seducción, y de Sebastia
Palou como “espía” en la isla, aunque tal vez más movido por su pasión hacia
ella que por solidaridad con los perseguidos. La lealtad
del Rabí Gabriel Valls, por encima de diferencias de criterios con Josep
Tarongí “el Cónsul” que piensa que fue ella la responsable del fracaso en un
anterior intento de huida o las más íntimas con el mercader Pere Onofre Aguiló
en cuanto a las verdades de El Mesías, resaltan el verdadero valor de la
amistad. Y si el amor por el ser querido, cede, se intenta que no caiga, como
el caso de Gabriel Valls con su esposa María Aguiló, que se lo toma como una
imposición a sí mismo cuando, sumisa y contraria a la fuga, la obliga a huir
con todo el grupo. El Rabí aparta entonces sus verdaderos impulsos hacia
Blanca, cuya férrea voluntad no hubiera permitido imposición alguna.
Virtudes
y defectos, miedos, debilidades, heridas psíquicas incurables, misterios un
tanto indescifrables y reflexiones acerca de la religión, salpican las páginas
sin apartarse del tema dominante, cuya consecuencia final, antes de la muerte o
la melancolía, es el repetitivo sentimiento de culpa —evidenciado en las
figuras de Valls y Aguiló— o el de perversa justicia mal llamada divina en
todos y cada uno de los componentes de la curia.
En
ellos y unos cuantos de sus amigos podemos encontrar todos los pecados
capitales —y algunos más— que tanto condena la iglesia. Al inquisidor Fermosino,
cuando las disputas verbales no consiguen su efecto, le basta llenarse de ira
y señalar que no hay salvación fuera de la religión católica, aplicando el
tormento como único método de hacer entrar en razón a los infieles. A Rafael
Cortés “Costura”, en su calidad de orfebre, le tienta la avaricia de
conseguir el jugoso encargo de una custodia y a su confesor el Padre Ferrando
la del puesto de rector alentando más si cabe al malsín para que le entregue la
delación. El Padre Amengual es un soberbio de sus obras literarias
inspiradas en vidas de actuales o futuros santos. Ambos jesuitas se odian pero
también les corroe la envidia por si lo que consigue uno es superior a
lo que consigue el otro. El virrey Nepomuceno, aborrece a su mujer Onofrina y
aunque intenta no hacer daño a los judíos, le puede la lujuria
proyectada en los cuerpos de sus esclavas moritas. El Juez de Bienes Jaume
Llabrés alimenta su gula con los “quartos embatumats” que le preparan
las monjas clarisas en las tertulias de Montesión y al cronista Angelat, por
mantenerse al margen de toda opinión y limitarse a lo que considera su
obligación de no añadir ni quitar punto a lo que escucha, le asignaremos con el
beneficio de la duda, el de la pereza.
Pienso
que erigirse como siervos de Dios, Adonay, Alá o el Altísmo, constituyen
demasiadas veces la excusa para eludir las responsabilidades humanas y mucho me
temo que si aquellos seres sobrenaturales supieran las cosas que se hacen en su
nombre, en su misma confusión bajarían para decir que no existen.
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