“EN EL ULTIMO AZUL” de Carme Riera. Resumen.
Por
José Luis Vicent Marin.
Resumir
sin omitir e intentando no excederme. Ese será, a pesar de su frialdad, mi
primer objetivo, y lo haré en las mismas tres partes que contiene esta obra
basada en hechos históricos y amenizada con otros inventados fácilmente
identificables.
La primera parte se desarrolla en 1687 en “Ciutat” de Mallorca gobernada por Antonio
Nepomuceno, virrey algo permisivo con los judíos de cuyo compromiso con la
Iglesia duda el inquisidor Rodríguez Fermosino sirviéndose de la rivalidad de
los padres Ferrando y Amengual por ocupar una rectoría, para perseguirlos.
La
espita se enciende a los diez años de una historia similar cuya parte erótica
escuchada por el marino Joao Peres en boca del capitán Harts, intenta repetir
acudiendo al lugar donde aquél era recibido con los ojos vendados en los
aposentos de una misteriosa dama, pero antes de conseguirlo escucha unos gritos
y acude en auxilio de Aina Cortés a quien encuentra ensangrentada cerca de su
amante herido y de un muchacho —su hermano—con el sexo dañado.
El
tío de Aína, el orfebre Rafael Cortés, apodado Costura, que desde que murió su
joven esposa se pasa las noches en la azotea vigilando La Calle —donde moran
los judíos supuestamente conversos— lo ha visto y no duda en acudir al padre de
ésta —otro Rafael Cortés apodado Cap de Trons—porque imagina que es el
causante. Costura, que a diferencia de su primo, solo busca los beneficios de
no ser judío, pretende delatarle ante el Padre Ferrando a fin de que influya en
su favor por el encargo de una custodia, pero camino de la Iglesia es abordado
por Valls que para conminarlo a retirar la denuncia lo invita a comer en su
huerto en compañía de otros judíos a quien se dice que alecciona. Costura
acepta porque piensa que el Rabí es el único que podría evitar perder una deuda
de su primo si este fuera condenado, y de paso retiene algunos hechos punibles
que actúen a su favor como sacar agua en domingo o las conversaciones —algunas
disparatadas— de Josep Tarongí apodado “el Cónsul”, de Pere Onofre Aguiló o del
propio Valls que se da cuenta y mirándole a los ojos se lamenta de que no
exista una máquina capaz de grabar con exactitud todo lo que se habla para que
nadie pueda tergiversarlo.
Ya
a solas, recuerdan la historia de Harts. El Cónsul cree que se fracasó por
culpa de Blanca Mª Pires. Valls no piensa igual y ahora con ella en Livorno
—ciudad condescendiente y próspera—, vela por sus intereses en la isla, ya que
al fallecer su marido Andreu Sampol, compró sus posesiones antes que fueran
incautadas. Recuerda un triste episodio de asedio que de niño le llenó de furia
y cree que ha llegado el momento de intentar una nueva fuga porque de lo
contrario, el tema de Costura y Cap de Trons se volverá contra ellos.
Este
tema también se debate en la Iglesia de Montesión donde cada semana se reúnen
en aburridas tertulias los dos jesuitas, el cronista Angelat, el Juez de Bienes
Jaume Llabrés, y el sobrino letrado del virrey Sebastiá Palou. Al Juez de
Bienes le encantan los “quartos embatumats” de las monjas clarisas pero no le
gusta que el Padre Ferrando hable bien de Costura ensalzando su papel delator.
El Padre Amengual solo está interesado en su cursi obra sobre la vida de sor
Noreta —sobrina de la virreina a la que su marido aborrece pensando en los
bailes de sus esclavas moritas. Sebastía Palou se burla abiertamente de las
frases rimbombantes del padre Amengual y el cronista Angelat alude que su papel
—a diferencia de los poetas— es contar la verdad sin añadir ni quitar punto.
Aparece Costura llorando porque su primo se muere y el Padre Ferrando insta al
malsín a sacarle más cosas antes de que fallezca.
El
virrey, informado por su sobrino, dice que hablará con Valls en cuyo huerto se
ha refugiado Costura herido por unas pedradas. El Rabí, hospitalario, lo
atenderá tras hablar con Pere Onofre Aguiló —único con salvoconducto para
entrar y salir de la isla—instándole a que acuda a Blanca en busca de dinero
para poder pagar la huida porque hay “celo
inquisitorial” y Sebastiá Palou, de paso, le entrega unos pergaminos
perfumados. De regreso a Mallorca con el dinero de la viuda de Sampol en el
pecho, Aguiló recuerda su amistad y sus diferencias con Valls pero ahora
coincide en que el Mesías está por venir y desea que Jacob Mohasé, Rabí de
Livorno, se decante por el hijo de Blanca, con cuyos ojos —según su mujer
Esther Vives— encandila a los hombres.
En
el ínterin, el inquisidor Fermosino ha recibido la carta de Costura de manos
del Padre Ferrando a quien considera un “insecto
repulsivo” largándolo sin aclarar lo que hará. Tampoco Amengual le gusta
pero al menos no le molesta con sus vidas de santos. Aunque sabe, por muchos
casos que hojee —como el de los tratos carnales del Obispo con “la coixa”, la
más prestigiosa prostituta del burdel—, que el de la delación es el único que
llenará sus arcas vacías.
La segunda parte empieza con el intento de fuga de un grupo de judíos acaudillados por
Gabriel Valls que envenenó a Costura con una dosis tan escasa que le dio tiempo
de delatar antes de morir. El grupo salió de Ciutat como cualquier domingo
después de escuchar la misa cristiana, hasta llegar al jabeque patroneado por
el capitán Willis que los escondió en la bodega conminándoles a que no rezaran
hasta alcanzar “el último azul”, pero
el mal tiempo les impidió zarpar, el bebé de Aína se ahoga, Valls empieza a
sentirse culpa y tienen que regresar antes del cierre de puertas. En Ciutat, la
loca Caterina Bonnín —suegra de Valls— ha vociferado que Madó Grossa se ha
llevado a su hija alarmando al alguacil y su ayudante que se topan con los
grupos separados en hombres por un lado y mujeres y niños por otro. A uno de
ellos se le escapa decir que vienen de un jabeque y son llevados a la “Casa
Negra” donde comparecen ante el Juez de Bienes y ante el escribano encargado de
relacionar los bienes confiscados, como las casas que inmediatamente son
cerradas con maderas y listones paseando a sus ex dueños por delante de ellas.
El
Rabí en su celda cree que si interrogan a Willis están perdidos, pero mantiene la
esperanza en su hijo Rafael a quien aconsejó esconderse en el burdel y se anima
recordando a Blanca y sus conversaciones acerca de Cristo, Dios o Adonay y otra
con Aguiló asegurándole que Joao Peres trabaja para ella.
Su
hijo es ayudado por Beatriu Más, “la coixa” que le cayó bien desde el principio
atendiéndolo en todas las facetas, tanto humanas como las propias de su
profesión, procurándole un hábito de monje para salir del burdel.
En
la tertulia de Montesión, el padre Ferrando duda de la lealtad de Sebastiá
Palou que intenta disculpar a Gabriel Valls mientras que el padre Amegual se
ofrece a escribir una nueva obra de la que solo posee el título: “Cánticos a favor de la fe triunfante”.
El cronista Angelat anima a los dos jesuitas envueltos en su pelea de gallos a
que trabajen juntos: uno basándose en datos de los presos y el otro con el
ornato de la pluma.
En
la calle, una turba capitaneada por el líder de los “bandejats”, Sen Boiet, se levanta bramando contra los judíos y de
paso protestando contra el virrey por el precio del trigo. Rafael Valls vestido
de monje aprovecha la contienda para salir de Ciutat pensando en su madre, en
su prometida y en “la coixa”, pero cuando va a atender a un moribundo que
resulta ser Sen Boiet, es descubierto por la ausencia de coronilla en la
cabeza.
En
la Catedral, llena incluso por los familiares de los fugitivos, el sermón del
Obispo está repleto de calamidades infernales, calderas hirvientes y
agradecimientos al “viento insuflado por
la boca de Cristo” que impidió la huida de los herejes y “que salvó a los fugitivos de morir en el mar
concediéndoles la posibilidad de ver el cielo”. En la oratoria, el propio
virrey se siente aludido y piensa que las moritas —a las que un día de
borrachera agredió sexualmente— han cantado y por eso la Iglesia le persigue, a
pesar de saber de buena mano que las revueltas fueron instigadas precisamente
por ella.
La tercera parte empieza en Livorno. Los cuarenta días que tarda en presentarse de vacío
el capitán Willis, hacen dudar a Blanca y Aguiló de la verdad de sus
explicaciones pero éste se siente responsable y decide volver a Mallorca donde
han comenzado las declaraciones. Primero niños y mujeres a las que como hembras
consideran poco capacitadas, y después los hombres. Los tormentos van
consiguiendo su objetivo. Algunos niños dan detalles de su estancia en el
jabeque y María Pomar con los brazos descoyuntados, admite que Costura tenía
razón y que Valls les enseñó el padrenuestro judaico. Madó Grossa se los
recoloca y en su celda recibe los cuidados de la visionaria Sara dels Olors que
la trata como su “virgencita” y de “la coixa” que se gana su amistad tras los
primeros recelos, sobre todo cuando a cambio de algunos favores sexuales al
alcaide, consigue que éste permita a su prometido Rafael—detenido con el hábito
de monje— visitarla unas horas con la discreta presencia de sus amigas. Su padre, Gabriel Valls que también consiguió
verlo un rato, se pregunta en la oscuridad y silencio de su celda, por la
suerte de su mujer María Aguiló a la que ama como una imposición a sí mismo y
no puede evitar compararla con la inolvidable viuda de Sampol que jamás hubiera
acudido como ella, sumisa y triste al embarque. Valls sigue con su sentimiento
de culpa y sus reflexiones, hasta creer que Adonay y el Dios cristiano solo
están en la tozudez humana, mientras el Padre Ferrando desiste de hacerle
razonar y es relevado por Amegual que se limita a leerle textos de autores anti
judíos.
Desde
que el virrey volviera de Madrid donde acudió en busca de apoyo con la excusa
de concretar detalles de una próxima visita real, y mosqueado por la presencia
de un cura que le miraba mal junto a la Reina Mariana de Austria, los poderes
eclesiásticos y cívicos en la isla están cada vez más distanciados. El fiscal
Llabrés pretende acelerar los procesos “talando
todo árbol sano por mucho fruto que dé” aun a costa de arruinar Mallorca y
Sebastiá le dice a su tío que le van a relevar y que él se va a casar con la
fea y devota hermana de la virreina Onofrina porque a su prometida le han
confiscado los bienes.
Mientras
tanto, Aguiló sufre un accidente con la yegua que le transportaba y convencido
de que el destino lastrará su culpa de por vida se hunde en la melancolía.
Blanca toma las riendas mientras reflexiona sobre los misterios de su origen y
el posible parentesco con Joao Peres a quien enviará en sustitución de aquél
con la esperanza de llegar a tiempo de realizar pactos mercantiles porque los
“bandejats”, según le escribió Sepastiá Palou, odian a los judíos.
Valls,
insiste en que le interroguen para presentarse como único culpable o se dejará
morir en la celda y en una tensa disputa verbal con el fiscal niega ser
apóstata aunque nunca renunciará a ser judío porque “no puede dejar de serlo”. El inquisidor le recuerda sus
conversaciones en el huerto apuntando que no hay salvación fuera de la religión
católica y que habrá tormento para hacerle entrar en razón.
Las
sentencias solo libran a los niños, a “la coixa” por seguir su causa abierta, y
a unos pocos con penas de 15 años a perpetua. El resto, excepto Isabel Tarongí
y Gabriel Valls que serán quemados vivos, han aceptado la religión cristiana y
por tanto tendrán la suerte de pasar por el garrote antes de la hoguera.
Cuando
llega Joao, Ciutat es una fiesta. Habla con Sebastiá en la misma casa donde
Blanca recibió al capitán Harts intentando aclarar lo que entonces sucedió,
para concluir que ahora ya es demasiado tarde y ni el dinero ni el anillo con
sus iniciales hubieran hecho cambiar al tribunal. Joao, a cierta distancia pero
intentando que Valls descubra en sus ojos una muestra de gratitud y
comprensión, observa cómo finalmente mirando al mar se retuerce entre las
llamas.
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