“TIERRA DE CAMPOS” de David Trueba
Por José Luis Vicent Marin.
Creo que los que ya conocemos las anteriores obras de Trueba, si leemos
ésta ocultando el autor daríamos en el clavo atribuyéndosela a él porque a
pesar que cada una de ellas posee registros distintos en clara evolución,
existen numerosos sellos identificativos o al menos a mí así me lo parece. Por
ejemplo, el itinerario, el viaje como curso y discurso de la vida. La familia,
siempre un peso pesado en sus relatos. La sexualidad sin ambages en esta obra
apenas se percibe pero incluso cuando existe, no deja el rastro de otras que
focalizaban demasiado la atención de algunos lectores. La sencillez con que
expone cualquier idea, momento o sentimiento por profundo que sea sin recurrir
a frases complicadas y la habilidad para no romper el ritmo narrativo cuando se
establecen diálogos simplemente separados —o conectados— por comas son otras
señas cada vez más acentuadas. Y cómo no, el amor y la amistad, sobre todo la
amistad como uno de los valores supremos de esta vida, a menudo incluso por
encima del amor y casi nunca fundidos o confundidos. Los vemos inequívocamente grabados
a fuego en esta obra narrada en modo biográfico por un tal Dani... ¿Dani qué?
Su vida contada en dos partes encabezadas por citas que intentan ofrecer
alguna pista, otro rasgo significativo. Cara-A con una de Claudio Rodriguez señalando
en mi opinión la importancia del niño que fuimos y nunca abandonamos del todo “y aún a pesar nuestro, vuelve, vuelve ese
destino de niñez que estalla por todas partes” y Cara-B con la de nuestro
estimado y conocido Thomas Bernhard en la que parece referirse al valor de
seguir manteniendo ilusión por la vida aunque nuestro alrededor parezca
derribarse “No se había dejado destruir por la destrucción de sus esperanzas”.
Dos caras como dos partes de un disco de vinilo que el mismo Dani compositor,
músico y cantante, todavía estuvo a tiempo de grabar antes de su desaparición y
sustitución por otros formatos. Entre ellas, decenas de capítulos camuflados
—otro punto de distinción y originalidad que de alguna manera siempre inserta
en sus obras— entre la frase que repite como final del último o como inicio del
siguiente, bien para dar continuidad, bien para saltar en el tiempo. Como todos
hacemos sin apenas darnos cuenta, un paso real hacia delante, mil pasos
mentales hacia atrás. Las dos velocidades por las que nos regimos, la de los
sesenta segundos por minuto y la de los inmedibles momentos por segundo. En
este caso cerca de treinta años iniciados desde los quince y narrados —recordados—
en el transcurso de un día sin su noche.
Cara-A, el camino: de Madrid al pueblo natal de su padre a bordo del
coche fúnebre que lo transporta para enterrarlo por segunda vez —la ironía
nunca se echa de menos— en el lugar que él hubiera deseado. El preparativo, la
partida, el trayecto contemplativo o las leves conversaciones con el chófer ecuatoriano
Jairo —otro latinoamericano de excelente factura incrustado en su obra— son la
excusa perfecta para modelar la estructura que va componiendo la vida de Dani
desde que formara el grupo musical “Las
Moscas” con sus compañeros de colegio Gus y Animal —la amistad— hasta su relación
con Oliva y Kei —el amor— y el más que apreciado regalo de sus hijos Maya y Ryo
—quizá la esperanza.
Cara-B, el destino: la llegada a Garrafal de Campos —tampoco los nombres
son gratuitos— donde se encontrará con un gran recibimiento por parte de personas
que dejaron algunas huellas en sus escasos días de veraneo, como Jandrón, el
niño con quien comparte un secreto guarro, ahora alcalde empeñado en recibirlo
con todos los honores, y otras que tuvieron relevancia en la gestación física
de su propia vida, como Juliana, la madre de Lurditas, la enigmática muchacha muerta
en las misiones africanas cuyo nombre encuentra un día entre algunos documentos
de su padre.
Entre acto y acto el repaso a una vida ganada a base de impulsos, a base
de seguir más el camino de las emociones que el de las razones, “sin emociones no hay existencia” viene a
decir refiriéndose con pena a su madre, víctima temprana de la enfermedad de Alzheimer
que sobrevivirá a su marido, un padre demasiado cargante, demasiado en contra
de a lo que se dedica su hijo “¿cantante?,
eso no es una profesión”, pero que conservará toda su colección bien
ordenada, eso sí, sin desenfundar.
Profesión nacida casi de la casualidad por la iniciativa de Don Jesús, el
cura “enrrollao” del colegio que
permite la creación de grupos para un concurso escolar, aprendida —en lo que a
tocar guitarra se refiere— por medio de Aniceto, dueño de una tienda de música cercana
a su casa —un callejón sin salida que denominan La estrecha muy significativamente— que le ofreció clases
gratuitamente, y cultivada a base del desarrollo de su propio espíritu creativo
influido por su estado de ánimo y contrarrestado por sus inseparables revitalizadores —en el
escenario y en la vida— Animal con sus cervezas y su batería rompedora y Gus,
el chico de Ávila que en el colegio consiguió pasar de villano a héroe haciendo
que todos a su alrededor superaran el efecto incómodo de su sexualidad ambigua
con su infinita capacidad de trasmitir entusiasmo al público. Su extraña muerte
dejará a Dani hundido en la pena absoluta “sin
Gus no hay grupo” pero su pasión por la música o quizá su pasión por
reflejar sus emociones en ella será motivo suficiente para no abandonarla.
Dos grandes amigos —para siempre— “amigos
nada más, el resto es selva”, algunos escarceos sexuales de adolescente
incluyendo otro clásico: la relación intergeneracional en este caso con la
asistenta de su madre, infidelidades en aventuras de una sola noche obtenidas
sin esfuerzo como consecuencia del rédito al éxito profesional y dos grandes
amores a los que pierde progresivamente: Oliva porque su naturaleza reposada y
amante de la naturaleza no cuadra con la de un músico cuyo hogar consiste en
viajar de lado a lado y Key porque su flechazo en Japón tomó una consistencia
basada en muchas cosas, entre ellas la admiración “yo inventé a Key y ella me inventó a mí”, pero quizá no contó con
el insondable poder de una cultura tan distinta. Tal vez sí, en ella sí, madre
de sus hijos, transformó el gran amor en una buena amistad.
Dos caras de un mismo vinilo, de esos que algunos escuchábamos sin hacer
otra cosa en un lugar concreto escogido para ello y que tanto estimamos, no
solo por su material sino a menudo por el mayor porcentaje de calidad que
concentraban. Cada generación escoge su música, eso está claro, la que en ese
momento existe. Pero ¿y la que persiste? quizá también se trate de un guiño a
un pasado musical bastante destrozado con la llegada, uno tras otro, de
múltiples formatos capaces de aglutinar millones y millones de notas con escaso
orden y menos concierto como le ocurre cuando observa la cantidad de piezas que
Paula —la jovencita que aporta un rayo de luminosidad y vida entre aquellas
gentes del pueblo— concentra en su ordenador y entre las que no figura ninguna
obra suya. Tal vez Dani no sabía si buscaba persistir, y si su padre insistía
en que para ser feliz bastaba con conformarse, él, casi siempre insatisfecho,
buscaba serlo con la música muy direccionada en trasmitir lo que sentía con sus
letras bobas, románticas, tristes o distendidas.
A pesar de los momentos más bien fríos en los que trata de documentar los
entresijos oscuros e interesados de algunos intermediarios y profesionales del
mundo musical, esta obra se leería bien en un espacio íntimo como el rinconcito
de su última casa donde trataba de componer sus canciones y respecto a aquella
pregunta de inicio, tengo serias dudas en decir que esa primera persona tan
melancólica en su expresión ha sido Dani Campos hablando de Dani Mosca o Dani
Mosca hablando de Dani Campos.
Una confusión tan propia de mí como lector, como quizá de él, que al
final, a la mirada interrogativa de su hija acerca de quién o cómo es su padre
responde mentalmente no saberlo a ciencia cierta. Quizá la respuesta, si es que
tiene importancia, venga dada bajo el recuerdo de personajes tan dispares como su
padre —un Campos práctico y anclado al pasado— o como Gus —un Mosca idealista maravilloso
que renegaba de las raíces— para llevarle—llevarnos— a la conclusión de que al
fin y al cabo no somos mucho más que lo que hacemos sin importar demasiado de
dónde venimos.
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