sábado, 21 de abril de 2018

Tierra de campos


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TIERRA DE CAMPOS” de David Trueba


Por José Luis Vicent Marin.

Creo que los que ya conocemos las anteriores obras de Trueba, si leemos ésta ocultando el autor daríamos en el clavo atribuyéndosela a él porque a pesar que cada una de ellas posee registros distintos en clara evolución, existen numerosos sellos identificativos o al menos a mí así me lo parece. Por ejemplo, el itinerario, el viaje como curso y discurso de la vida. La familia, siempre un peso pesado en sus relatos. La sexualidad sin ambages en esta obra apenas se percibe pero incluso cuando existe, no deja el rastro de otras que focalizaban demasiado la atención de algunos lectores. La sencillez con que expone cualquier idea, momento o sentimiento por profundo que sea sin recurrir a frases complicadas y la habilidad para no romper el ritmo narrativo cuando se establecen diálogos simplemente separados —o conectados— por comas son otras señas cada vez más acentuadas. Y cómo no, el amor y la amistad, sobre todo la amistad como uno de los valores supremos de esta vida, a menudo incluso por encima del amor y casi nunca fundidos o confundidos. Los vemos inequívocamente grabados a fuego en esta obra narrada en modo biográfico por un tal Dani... ¿Dani qué?

Su vida contada en dos partes encabezadas por citas que intentan ofrecer alguna pista, otro rasgo significativo.  Cara-A con una de Claudio Rodriguez señalando en mi opinión la importancia del niño que fuimos y nunca abandonamos del todo “y aún a pesar nuestro, vuelve, vuelve ese destino de niñez que estalla por todas partes” y Cara-B con la de nuestro estimado y conocido Thomas Bernhard en la que parece referirse al valor de seguir manteniendo ilusión por la vida aunque nuestro alrededor parezca derribarse  “No se había dejado destruir por la destrucción de sus esperanzas”. Dos caras como dos partes de un disco de vinilo que el mismo Dani compositor, músico y cantante, todavía estuvo a tiempo de grabar antes de su desaparición y sustitución por otros formatos. Entre ellas, decenas de capítulos camuflados —otro punto de distinción y originalidad que de alguna manera siempre inserta en sus obras— entre la frase que repite como final del último o como inicio del siguiente, bien para dar continuidad, bien para saltar en el tiempo. Como todos hacemos sin apenas darnos cuenta, un paso real hacia delante, mil pasos mentales hacia atrás. Las dos velocidades por las que nos regimos, la de los sesenta segundos por minuto y la de los inmedibles momentos por segundo. En este caso cerca de treinta años iniciados desde los quince y narrados —recordados— en el transcurso de un día sin su noche.

Cara-A, el camino: de Madrid al pueblo natal de su padre a bordo del coche fúnebre que lo transporta para enterrarlo por segunda vez —la ironía nunca se echa de menos— en el lugar que él hubiera deseado. El preparativo, la partida, el trayecto contemplativo o las leves conversaciones con el chófer ecuatoriano Jairo —otro latinoamericano de excelente factura incrustado en su obra— son la excusa perfecta para modelar la estructura que va componiendo la vida de Dani desde que formara el grupo musical “Las Moscas” con sus compañeros de colegio  Gus y Animal —la amistad— hasta su relación con Oliva y Kei —el amor— y el más que apreciado regalo de sus hijos Maya y Ryo —quizá la esperanza.


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Cara-B, el destino: la llegada a Garrafal de Campos —tampoco los nombres son gratuitos— donde se encontrará con un gran recibimiento por parte de personas que dejaron algunas huellas en sus escasos días de veraneo, como Jandrón, el niño con quien comparte un secreto guarro, ahora alcalde empeñado en recibirlo con todos los honores, y otras que tuvieron relevancia en la gestación física de su propia vida, como Juliana, la madre de Lurditas, la enigmática muchacha muerta en las misiones africanas cuyo nombre encuentra un día entre algunos documentos de su padre.

Entre acto y acto el repaso a una vida ganada a base de impulsos, a base de seguir más el camino de las emociones que el de las razones, “sin emociones no hay existencia” viene a decir refiriéndose con pena a su madre, víctima temprana de la enfermedad de Alzheimer que sobrevivirá a su marido, un padre demasiado cargante, demasiado en contra de a lo que se dedica su hijo “¿cantante?, eso no es una profesión”, pero que conservará toda su colección bien ordenada, eso sí, sin desenfundar.

Profesión nacida casi de la casualidad por la iniciativa de Don Jesús, el cura “enrrollao” del colegio que permite la creación de grupos para un concurso escolar, aprendida —en lo que a tocar guitarra se refiere— por medio de Aniceto, dueño de una tienda de música cercana a su casa —un callejón sin salida que denominan La estrecha muy significativamente— que le ofreció clases gratuitamente, y cultivada a base del desarrollo de su propio espíritu creativo influido por su estado de ánimo y contrarrestado  por sus inseparables revitalizadores —en el escenario y en la vida— Animal con sus cervezas y su batería rompedora y Gus, el chico de Ávila que en el colegio consiguió pasar de villano a héroe haciendo que todos a su alrededor superaran el efecto incómodo de su sexualidad ambigua con su infinita capacidad de trasmitir entusiasmo al público. Su extraña muerte dejará a Dani hundido en la pena absoluta “sin Gus no hay grupo” pero su pasión por la música o quizá su pasión por reflejar sus emociones en ella será motivo suficiente para no abandonarla.

Dos grandes amigos —para siempre— “amigos nada más, el resto es selva”, algunos escarceos sexuales de adolescente incluyendo otro clásico: la relación intergeneracional en este caso con la asistenta de su madre, infidelidades en aventuras de una sola noche obtenidas sin esfuerzo como consecuencia del rédito al éxito profesional y dos grandes amores a los que pierde progresivamente: Oliva porque su naturaleza reposada y amante de la naturaleza no cuadra con la de un músico cuyo hogar consiste en viajar de lado a lado y Key porque su flechazo en Japón tomó una consistencia basada en muchas cosas, entre ellas la admiración “yo inventé a Key y ella me inventó a mí”, pero quizá no contó con el insondable poder de una cultura tan distinta. Tal vez sí, en ella sí, madre de sus hijos, transformó el gran amor en una buena amistad.

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Dos caras de un mismo vinilo, de esos que algunos escuchábamos sin hacer otra cosa en un lugar concreto escogido para ello y que tanto estimamos, no solo por su material sino a menudo por el mayor porcentaje de calidad que concentraban. Cada generación escoge su música, eso está claro, la que en ese momento existe. Pero ¿y la que persiste? quizá también se trate de un guiño a un pasado musical bastante destrozado con la llegada, uno tras otro, de múltiples formatos capaces de aglutinar millones y millones de notas con escaso orden y menos concierto como le ocurre cuando observa la cantidad de piezas que Paula —la jovencita que aporta un rayo de luminosidad y vida entre aquellas gentes del pueblo— concentra en su ordenador y entre las que no figura ninguna obra suya. Tal vez Dani no sabía si buscaba persistir, y si su padre insistía en que para ser feliz bastaba con conformarse, él, casi siempre insatisfecho, buscaba serlo con la música muy direccionada en trasmitir lo que sentía con sus letras bobas, románticas, tristes o distendidas.

A pesar de los momentos más bien fríos en los que trata de documentar los entresijos oscuros e interesados de algunos intermediarios y profesionales del mundo musical, esta obra se leería bien en un espacio íntimo como el rinconcito de su última casa donde trataba de componer sus canciones y respecto a aquella pregunta de inicio, tengo serias dudas en decir que esa primera persona tan melancólica en su expresión ha sido Dani Campos hablando de Dani Mosca o Dani Mosca hablando de Dani Campos.


Una confusión tan propia de mí como lector, como quizá de él, que al final, a la mirada interrogativa de su hija acerca de quién o cómo es su padre responde mentalmente no saberlo a ciencia cierta. Quizá la respuesta, si es que tiene importancia, venga dada bajo el recuerdo de personajes tan dispares como su padre —un Campos práctico y anclado al pasado— o como Gus —un Mosca idealista maravilloso que renegaba de las raíces— para llevarle—llevarnos— a la conclusión de que al fin y al cabo no somos mucho más que lo que hacemos sin importar demasiado de dónde venimos. 


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