viernes, 22 de enero de 2021

El infinito en un junco - Comentario

 


Comentarios sobre El infinito en un junco tras la reunión telemática

 

“EL INFINITO EN UN JUNCO” de Irene Vallejo
Por José Luis Vicent Marin.


Biblioteca de Alejandría (Reconstrucción)
 

Dice la autora nada más comenzar que Alejandro fue lo que fue inspirado en las lecturas de la Ilíada, que junto a una daga cobijaba cada noche bajo su almohada. Alejandro fue calificado como “el Magno”, es decir, “el Grande”. Pues bien, yo me atrevo a decir que esta obra que va de palabras y de libros, también lo es.

El I+D tan reivindicado por la ciencia cobra sentido en la cultura si nos atenemos únicamente a las veintisiete páginas de “notas” referenciando libro, capítulo y/o número de página de donde ha obtenido información, amén de una bibliografía que comprende más de cien autores y un índice onomástico con cuatrocientos cincuenta nombres que han sido citados en la obra en mayor o menor grado.
Pero no es solo la cantidad lo que para mí la hace “grande” sino la forma en que esa cantidad se nos ha ido representando. Valga de ejemplo que a emblemáticos personajes de la filosofía, la literatura, la política, el poder, la guerra, la historia o la mitología, que sin duda pueden parecernos lejanos (no solo en el tiempo), se le han colado otros mucho más cercanos (tampoco solo en el tiempo) pertenecientes al séptimo arte (algunos también a la música y por supuesto a la literatura), que no he tenido la paciencia de contar porque no todos los que salen están incluidos en la lista. Y es que las incursiones en el mundo del cine, han sido frecuentes y han gozado del acierto y la  habilidad necesarias para plasmar la relación directa de una escena con el tema que en ese momento ha estado tratando, de manera que a lo que pudimos ver y escuchar en la sala de proyección le otorga una extensión comprensiva y una significación que quizá entonces no advertimos. Lo mismo hace con las demás ramas, orientando el foco a extractos concretos de numerosas obras, tratados, discursos o hechos que le sirven de modelo para establecer paralelismos de ideas. Si nos detenemos un poco en ese índice onomástico observaremos los nombres más mencionados, trascendentales sin duda, como Alejandro, Aristóteles, Cicerón, Heródoto, Homero, Marcial, Ovidio o Platón. A estos les siguen de cerca Augusto, Calímaco, Caracalla, Cleopatra, Esquilo, Eurípides, Hesíodo, Horacio, Julio César, Plutarco, Safo, Sócrates, Tácito y Virgilio, así hasta cuatrocientos cincuenta, e incrustado entre el mundo antiguo, nuestro prácticamente contemporáneo Borges que en su obra “La biblioteca de Babel” presenta, en una alegoría profética, al bibliotecario como el buscador virtual de hoy en día en un mar de abundancia, donde la costosa elección impide disponer de tiempo para leer, ¡qué lejos de aquel museo biblioteca de Ptolomeo en Alejandría que cumpliendo  el deseo de Alejandro de reunir todos los libros para así poseer de otra manera el mundo, designó a Demetrio de Falero como el primer bibliotecario encargado de poner orden al caos y permitiendo que los eruditos allí instalados gozaran de todo el tiempo para pensar!

Piedra de Rosetta
De todos los nombres ha extraído algo interesante que contarnos y que aportara contenido al estudio, como el abierto e irreverente poeta Marcial que copiaba y repartía sus propias obras sin prejuicios por quien las leyera, nacido en el siglo I en Hispania, en la ciudad romana de Bíbilis, junto a la actual Calatayud y por tanto compatriota de la zaragozana Irene Vallejo. Su gran conocimiento del mismo y su deseo de compartirlo han edulcorado  muchas páginas de esta obra, y entre ellas, la del capítulo 31 de la segunda parte, donde la voz narradora, como si de una pitonisa se tratase, se dirige al propio Marcial hablándole de lo que será su vida a partir de su regreso al lugar donde nació. Un lugar de paz y tranquilidad que había inspirado a sus poemas trasladándolo a ellos con nostalgia cuando estaba lejos, pero en esa calma dejará de escribir y quizá con el tiempo le llegue el aburrimiento y  la añoranza de las reuniones, el bullicio y los placeres que dejó en Roma. Tal vez ese estilo narrativo y ese contenido más terrenal en medio de lo trascendental, me han concedido como a Marcial, un sosiego en medio de una lectura que a pesar de todo, no ha sido tan pesada como pudiera parecer en una obra catalogada como “ensayo”, y si lo es, permítaseme la simpleza, le ha salido muy bien. También ha contribuido a ello sus incursiones autobiográficas siempre bien acogidas y siempre ajustadas al tema, además de las múltiples curiosidades, anécdotas, aventuras y episodios refrescantes, que contagian al lector del mismo interés que la autora, de niña, ponía al escuchar los cuentos que le leía su madre, de manera que a mí, me ha instalado en una lectura que va más allá o más acá del ensayo.
La historia de la palabra, hablada, escuchada,  escrita, leída e interpretada, da para mucho, y se trata sin duda del mayor logro de la humanidad. El ser humano se distingue por su capacidad de pensar y razonar en un proceso genético que ha durado y sigue durando cientos de miles de años. Y de ese proceso nació el invento. Primero en forma de signos que después felizmente a lo largo de los siglos y tras la plasmación de los sonidos en aquellas veintidós primigenias consonantes de un fenicio desconocido,  terminaron en palabras. Esas palabras que para no perderlas de generación en generación alguien las había convertido en poesía porque su lenguaje rítmico resultaba más fácil de recordar y esas palabras que al ser al fin escritas alargaban su vida intentando impedir con ello que se disolvieran en el pasado para siempre. Aunque no todos estaban de acuerdo, recordemos que nada menos que Sócrates pensaba que la escritura haría perezosa a la memoria y que además en su pasividad jamás podría defenderse de nuestras preguntas. Pero sin ellas no estaríamos donde estamos, lo que nosotros aprendimos en poco tiempo pasando de la oralidad a la escritura, a la humanidad le costó miles de años y por eso debemos sentirnos obligados a conservarlas, a mimarlas y a entenderlas aplicando para ello el conocimiento de otras palabras que las expliquen.
Rollo de papiro
Al hilo de las anécdotas (ese hilo que también destaca la autora en su vocabulario afín entre textos y tejidos), me viene a la mente algo que me sucedió hace solo unos días. Caminando por el centro de Valencia me encontré con tres de nuestras compañeras y hablando de esto y de lo otro surgió la pregunta de qué significaba y por qué se llamaba así la calle donde nos encontrábamos. Bueno, la calle estaba escrita en valenciano, pero aunque lo hubiese sido en castellano, el origen no quedó totalmente aclarado hasta que una de ellas recurrió al Santísimo Google. Si nadie se hubiera tomado la molestia de insertar ese conocimiento en documentos oficiales o en otras páginas reales o virtuales y el boca a boca se hubiese cortado digamos en la generación anterior, ahora mismo estaríamos condenados a leer y pronunciar su rótulo sin saber su significado o el motivo por el que se le brindó esa placa, hasta que el ayuntamiento, aburrido y decepcionado por la desidia o la sinrazón de sus antepasados, la retirase.   
Ya sé, tal vez sea una exageración, pero no lo es tanto si de lo que hablamos es de libros. Esta obra recorre el tortuoso camino desde las inscripciones en piedra (recordemos esa Rosetta felizmente hallada que sirvió para traducir jeroglíficos y gramática egipcia) o en tabletas de arcilla, los rollos de papiro obtenidos a partir de los juncos, los pergaminos a partir de las pieles o los códices como antesala del libro propiamente dicho y la inestimable contribución de los copistas hasta la invención de la imprenta, porque como hemos advertido entre tantas curiosidades, reflexiones, introspecciones y enseñanzas lingüísticas (de un sinfín de palabras hemos conocido su raíz), el formato acuartillado y paginado, ya sea en papel o en electrónico, no ha cambiado desde hace siglos, tal como tampoco lo han hecho determinados utensilios básicos en nuestra vida. En ese camino lleno de obstáculos, las guerras, la barbarie, el vandalismo, las catástrofes (como Pompeya en la que curiosamente, la solidificación de la lava contribuyó a rescatar algo) o la simple negligencia, se ocuparon de arrasar buena parte de las bibliotecas que guardaban el conocimiento sin fronteras temporales ni geográficas y que tanto tardaron en extenderse, como los poemas de la griega Safo quemados por Gregorio VII dieciséis siglos después. Por suerte, una parte de obras condenadas a su destrucción se conservaron escondidas paradójicamente en los monasterios, otras se han recuperado en vertederos dos mil años después y alguna más reciente por pura casualidad, como esa de Shakespeare encontrada por un bibliómano en las hojas de papel de wáter de una pensión inglesa.
Como dice la autora, un largo y sinuoso río lleno de meandros, bifurcaciones, paradas en seco y resurgimientos donde los libros y la sabiduría contenida en ellos, se han conservado gracias a los juncos, la piel, los harapos, el árbol y la luz.
Pues bien, esta obra, posee la gran virtud de mostrarnos por dónde transcurrió ese río, de manera que ya nunca perdamos el conocimiento de cómo se produjo ese fascinante recorrido.

 




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