viernes, 12 de marzo de 2021

Claus y Lucas - Comentario



 


“EL GRAN CUADERNO”, “LA PRUEBA” y “LA TERCERA MENTIRA” de Agota Kristof

Por José Luis Vicent Marin.

 

Como sabemos, “La trilogía de Claus y Lucas” reúne estas tres obras publicadas con una diferencia total de casi seis años.

“El gran cuaderno” sorprende, desconcierta, inquieta y envuelve. Son algunos de las sensaciones que he tenido al leerlo.

Seguro que trasmite muchas más, pero ni esas ni ninguna otra destilan entre los protagonistas principales a los largo de las escasas ciento treinta páginas que lo componen. Por tanto, se puede leer de una sentada, o de muchas tan cortas como lo son sus capítulos, dos o tres páginas directas y al grano, punzantes como estocadas.

La verdad es que me enganchó tanto desde el comienzo, que me costó tomar la decisión en cuanto a cómo proceder, porque al deseo de no detenerme se oponía la de relamer lo leído y así, de paso, dominar la ansiedad de pensar en ese momento sublime en que retomaría la lectura del rato (no del día) anterior. Al final opté por la discutible virtud del término medio sabiendo además, que al menos me quedaban otros dos para completar la trilogía, que en estos momentos, sin haber leído aún e importe o no, dudo si la autora los había tenido previstos cuando escribió el primero.

En el libro del mes pasado descubrimos un pequeño párrafo sobre estrategias a la hora de escribir en primera, segunda o tercera persona. Pero no en qué tiempo ni en qué número. Seguramente no será el único, pero es la primera vez que leo un libro escrito en el presente de la primera persona del plural, así que he tenido que prestar mucha atención en ver cómo resolvía la necesidad de que en un momento dado tuviera que darle voz a uno de los dos niños gemelos. Muy sencillo. Lo hace referenciando “uno de nosotros” aunque nunca sabemos de cuál de los dos se trata ni por supuesto sus nombres que no se desvelan nunca como tales y solo ellos dicen verlos escritos en la cruz que preside la tumba del abuelo. Los del resto son muy simples y aclaratorios: la abuela, el padre, la madre, la vieja ciega, Cara de Liebre, el oficial, el ordenanza, la prima, el cura, la sirvienta del cura, el zapatero, el librero, etcétera, designación, a mi modo de ver, más efectiva que la invención de nombres que no aportan nada y que nos obligan a un innecesario esfuerzo de asociación.

Como efectiva es la solución para los diálogos donde a veces resulta fácil enredarse buscando originalidad para evitar la redundancia, cuando quizá lo original sea justamente aplicar la sencillez aunque resulte redundante. Y a fe que lo ha encontrado añadiendo la conjugación en el presente de indicativo del verbo decir detrás del nombre del personaje o del pronombre personal referido al personaje. Así con “nosotros decimos” “la abuela dice” o “ella dice”, asunto resuelto. Tras ello, llega el párrafo corto, conciso, con las palabras justas para describir y entender la acción como si lo observáramos desde el objetivo de una cámara donde solo existe lo que se ve, lo que el narrador ve, lo que los niños ven.


Claro, los niños hablan así, pero esta estrategia estilística que se vendría abajo si nos atenemos a su demostrada extraordinaria inteligencia que les permitiría hacerlo de otro modo, se consolida desde el momento en que deciden escribir en el cuaderno (el mismo que estamos leyendo) hechos y solo hechos, nada de reflejar opiniones ni sentimientos. Ellos mismos se corrigen mutuamente las redacciones en base a varios principios: “debe ser verdadera, debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos”. Por tanto hay una coherencia absoluta en sus expresiones y en su ausencia de sentimientos para desembocar en actitudes que no son las de unos niños al uso, ni siquiera en esos tiempos de guerra en los que se desarrolla la narración. Y si queremos buscar una razón en el pasado, solo gozamos de una pequeña pista en ese único capítulo que estando escrito en presente, retrocede unos años cuando por su bien intentaron separarlos en distintas clases de la escuela y no lo consiguieron, seguramente merced al primer ejercicio de sobre actuación. Mientras la madre estaba convencida de que no soportarían separarse, al padre le resultaba inquietante su indivisibilidad y su excesiva inteligencia. El resto del libro es prácticamente un aquí y ahora, en la

“pequeña ciudad” donde por motivos de seguridad, los niños son trasladados a casa de la abuela de la mano de su madre, que no los recibe de buen grado tras muchos años sin saber de ella. Es allí donde se desarrolla toda la acción y es allí, con la convicción de que ser dos en uno les hace fuertes, donde elaboran sus estrategias para sobrevivir y lo que es más importante: para hacer frente al dolor, al hambre o al frío sin pestañear, merced a una serie de ejercicios de resistencia e incluso de crueldad, como aquella que practicaron  con ciertos animales para, “saber matar cuando sea necesario”. Para ello aplican su propio código ético. Un código ético adaptado a los tiempos de guerra por los que con absoluta frialdad, benefician o perjudican a los demás en una discutible balanza entre el comportamiento ajeno y sus propios intereses. Pero, si exceptuamos a “la prima” que aparece al final y al cura, del que consiguen prácticas lecturas y que a pesar de considerarlo amigo chantajean por un bien mayor como es conseguir dinero para su vieja vecina ciega y su hija a la que apodan “Cara de Liebre”, el resto de personajes también desprende una peculiaridad reseñable. Como la sirvienta del cura que con la excusa de lavarlos se insinúa ante ellos; o la propia Cara de Liebre que con sus rasgos de zoofilia (al final dice que a ella solo le quieren los animales) es protegida por los gemelos, tanto para facilitarle alimentos y leña, como de los intentos de agresión sexual por parte de los demás niños; o el Ordenanza y el Oficial extranjero cuyas inclinaciones sexuales no son óbice para sacar a los niños de un apuro en comisaría; o sobre todo la abuela, a la que en el pueblo le llaman Bruja porque piensan que envenenó a su marido y que pasa de llamar a sus nietos “hijos de perra”, a sentirse necesitada de ellos.

Y llegado al punto final, con la brevísima aparición de la madre (y lo que ocurre con ella) y posteriormente la del padre (y lo que hacen que ocurra con él), la abrumadora sensación de haber rebasado el extremo de lo creíble por el que ha discurrido toda la novela, me trae a la mente aquel capítulo del ensayo del mes pasado dedicado casi exclusivamente a Kafka cuando decía que toda lectura debería quebrar el mar helado de nuestro interior.

Pues vaya si lo ha quebrado.

Tras leer “La prueba”, me siguen asaltando las mismas dudas en cuanto a si, tanto esta como la siguiente las tendría previstas cuando inició o terminó “El gran cuaderno”, ya que la segunda fue publicada dos años después de la primera y la tercera otros tres después de la segunda. En cualquier caso, prefiero seguir restando importancia a esta duda.

Lo que sí tiene importancia y mucha, es la obra, otras escasas pero densas cien páginas que, aunque en menor medida, me han seguido sorprendiendo a pesar o quizá gracias a las diferencias. Sirva de ejemplo que en la primera, ambos hermanos estuvieron juntos hasta el final y en esta, tras su separación, seguirán separados hasta el final donde ambos alcanzarán la edad de cincuenta años. Otra diferencia es que aquí ya se revelan los nombres de las personas (atención a las letras que componen los nombres de los gemelos) aunque no de los lugares y que Lucas protagoniza el noventa por ciento de la novela mientras su hermano Claus solo lo hace en el octavo y último capítulo, numeración de la que carecía la primera y que no parece arbitraria si atendemos a lo que se dice en la última página en el post-scriptum de las autoridades de la ciudad de K. relacionadas con la autoría de los cuadernos, que curiosamente estaban divididos como en esta novela, en ocho capítulos.

Además, aquí la autora ha optado de forma calculada, por un narrador en tercera persona de manera que ya no sabemos quién cuenta la historia, pero mantiene el tiempo presente, y solo los diálogos nos trasladan al pasado. Diálogos que, también a diferencia de aquella,  alternan la brevedad con la abundancia, sobre todo en boca de otros, como el librero Víctor, el funcionario Peter o la bibliotecaria Clara que nos ofrecen un resumen más o menos detallado de sus vidas en varios súper párrafos en contraste con las ya habituales frases concisas de los gemelos en “el gran cuaderno”, que, todo hay que decirlo, aquí en “la prueba” son algo más extensas.

En esta obra, Lucas empieza con quince años y se observa un cambio de actitud, una maduración, unas bondades mucho más humanas centradas en la educación de Mathías, hijo de Yasmine a la que encuentra con su niño helada de frío en el puente que con su hermano construyó sobre el río. Los acoge en casa y hace vida familiar con ellos pero Mathías, que ha nacido con alguna deformación física pero con mucho talento, ambas cosas muy perjudiciales en su vida escolar, va llenándose de oscuros perfiles psicológicos como si fueran un reflejo del propio Lucas, es decir, el hermano gemelo que ahora no está.  

Al sorprendente Mathías cuyo peso en la novela es casi comparable al del propio Lucas habría que añadir los personajes enunciados de Yasmine a la que nunca considerará su mujer, Clara a la que sí considerará su amante o Víctor, protagonista no solo de un monólogo genial retratando su existencia, sino además, de un manuscrito creado bajo macabras condiciones que se convertiría en ese libro que nunca fue capaz de escribir, relatando la tortuosa relación con su hermana y su trágico final. Pero sobre todo Peter, el funcionario y militante del partido, obligado a esconder no solo su homosexualidad sino sus pensamientos políticos cuando el país pasa de unas manos a otras sin que sus gentes puedan pronunciarse. Lucas lo considera su verdadero amigo y solo a él confiesa con su frialdad habitual su incapacidad para querer a alguien y a quien confía sus cuadernos tras los trágicos sucesos de Víctor. Todos ellos importantísimos en la vida de Lucas, amén de otros de menor nivel más no por ello menos interesantes, como el cura (proveniente del primer libro), la vitalista niña y luego joven Agnés y el insomne Michael que se convierte en confidente de Lucas cuando este adquiere la librería y vigilante de su casa hasta servirle de alarma en ese otro espeluznante final de Mathías.


Pero si hablamos de diferencias también deberíamos hacerlo de similitudes, como ese velado fondo social y político al que todos los personajes parecen estar sujetos con escasas posibilidades de escaparse, ya sea en un régimen o en otro, ya sean ocupados por unos o liberados por otros. O las extrañas conductas sexuales como en este caso, la de Yasmine con su padre.

También forma denominador común la importancia que en ambas obras se le da a la literatura: la librería donde los gemelos compraban los cuadernos y los lápices, actúa como un imán atrayendo a Lucas constantemente, y la bibliotecaria Clara procura rescatar algunos libros antes que el censor del poder dictatorial los retire.

Como toda ópera prima de esas que se convierten en insuperables, “el gran cuaderno” me cautivó más, pero buscando otra igualdad, ambas terminan con sorpresa. Si en la primera fue la fugaz aparición del padre y sus consecuencias, en esta es la de Claus y todo lo que lleva consigo, especialmente ese post-scriptum antes mencionado donde se revelan las dudas acerca de la autoría y autenticidad de los cuadernos de Lucas, que entregados por Peter a Claus, presentó este para demostrar la existencia de su hermano.  

Con “La tercera mentira”, mis dudas respecto a si esta trilogía fue premeditada no se han resuelto. Es más, creo que han aumentado. Está claro que en las dos anteriores dejó una puerta abierta, pero el portazo ha sido tan mayúsculo que a veces veo la puerta rebotando y otras la veo atascada. En cualquier caso, han sido otro centenar de páginas para disfrutar si no nos distraemos demasiado buscando la salida del laberinto. Creo que de nuevo sutilmente, vuelve a la a la primera persona tratando de poner nombre al narrador, ¿pero qué nombre?, y aunque se mueva por espacios alejados temporalmente, posee la habilidad de narrar en presente lo que sucedió en el pasado sin apenas darnos cuenta. No me entretendré demasiado porque la verdad es que no sabría por dónde empezar, pero al menos se mantiene otra vez el mismo denominador común con las dos anteriores: la escritura como medida redentora, una medicina para el alma o una vía de escape a la soledad. Sirva de ejemplo que ya en el comienzo, Claus (en realidad Lucas) encarcelado esperando que se resuelva su proceso de extradición, entabla amistad con el guardián con quien juega a las cartas y con el oficial del centro con quien juega al ajedrez (también lo hacía de niño con el cura) y recibe visitas de la librera (personaje inédito salido de la nada) que le trae alimentos y a la que confiesa que a pesar de querer escribir cosas que han ocurrido de verdad, la historia insoportable le obliga a modificarla y embellecerla y que por muy triste que sea un libro, nunca lo será tanto como la vida. Toda una declaración de intenciones. Más adelante, Claus (o quien quiera que sea), bajo el nombre de Klaus-Lucas se convertirá en un prestigioso poeta. Con ese lío de nombres, está claro que toda la narración ha consistido prácticamente en desmontar las otras dos. Y lo hace de nuevo con una hermosa historia, o dos, porque la ha dividido en dos partes. En la primera parte que vaga a menudo por el terreno de lo onírico, desmonta y monta la verdadera historia de Lucas reeditando los personajes de Clara y Peter principalmente. Y en la segunda, lo hace con la de Klaus (antes Claus), creándole la vida que no supimos y alterando la poca que supimos apoyándose  en otros nuevos personajes como Antonia, Sarah y su propia madre. En el final de la primera parte se habla de tres mentiras. La primera relacionada con el hombre muerto al intentar cruzar la frontera. La segunda, con la edad del muchacho que lo acompañaba y la tercera con su verdadero nombre que no era Claus sino Lucas. Yo, como lector, me he visto confundido y como esa mosca que nos revolotea por la oreja, he perdido demasiado tiempo en buscar los encajes, envuelto en una descolocación tan inmensa que pienso si esta tercera novela que intenta revelar toda la verdad no será también la tercera mentira que exhibe en su título a la que precedieron las otras dos.

Podría preguntarme, ¿para qué quiero saber cuál es la auténtica si en todas ellas me satisface esa lección de literatura que la autora confesó no interesarle?,  ¿para qué quiero saber la verdad si todas las mentiras me satisfacen? Es cierto, me satisfacen incluso aunque me pierda en ese enredo que trata de coser todas las puntas con una cuadratura de un círculo difícil de componer, pero la segunda más que la tercera y la primera más que la segunda.


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