jueves, 22 de abril de 2021

Nuestra parte de noche - Comentario


 

“NUESTRA PARTE DE NOCHE” de Mariana Enríquez

Por José Luis Vicent Marin.

 

En la Argentina de principio de los ochenta, en plena dictadura militar, Juan viaja en coche desde Buenos Aires con su hijo Gaspar de seis años, hacia el norte, camino de la localidad de Posadas, provincia de Misiones, junto a las cataratas del Iguazú.

Así comienza la novela. Y en ese comienzo solo sabemos que Juan tiene problemas de salud (lleva tensiómetro y botella de oxígeno) y Gaspar tiene alguna visión que a su padre le preocupa. La visión es la de su madre Rosario, recientemente fallecida atropellada por un colectivo, es decir, un autobús. Muy interesante e instructivo el descubrimiento de esas y otras muchas palabras del vocabulario popular argentino, así como su singular pronunciación.

A partir de ahí, nos espera un desarrollo monumental, que visto con la perspectiva de quien ha terminado la lectura, me lleva a una primera conclusión: si la narración hubiera sido expuesta en orden cronológico, el interés hubiera menguado notablemente. Y es que las idas y venidas temporales, no solo en los seis capítulos que componen la obra, sino dentro de ellos, mantienen un interés inusitado para los que, como en mi caso, no poseen una especial predilección por las historias relacionadas con espiritismos, presencias fantasmales o fenómenos sobrenaturales. Por suerte, tampoco son el único recurso para mantener la tensión dentro de esas casi setecientas páginas que de entrada asustan y no precisamente porque creamos estar ante una novela de terror, que aunque digan que lo es, a mí no me ha parecido tanto, sino por las dudas acerca de si nos vencerá el decaimiento antes de llegar al final. Pues bien, a mí no me ha vencido y he llegado hasta él con una sensación más grata de lo que al principio pude imaginar.  

Lo que sí hice a no tardar, cuando observé que el número de personajes podía rebasar las cuentas de mi memoria, fue elaborar un árbol genealógico, un tanto destartalado, que iba creciendo a medida que aparecían nuevos nombres, no solo de familiares sino ampliado a amistades o sujetos presuntamente relevantes. Al final, al menos un par de líneas inesperadas han reconectado ciertas cuadrículas atravesando el folio de parte a parte, para añadir algo de factor sorpresa a una obra compleja que al menos abarca tres generaciones, pero escrita de manera tan simple como prodigiosa y que girando sobre un eje principal, consigue que no sea el único elemento a considerar.

Así, nos encontramos con que, por mucho santo o demonio que se inmiscuya, se crea en Dios o en otros fantasmas, las relaciones humanas están siempre presentes incluso en aquellos personajes alejados de lo que entendemos por ser humano al uso. Claro, un sujeto tan especial como Juan Peterson, un hombre con un destino inevitable y trágico desde que tras sufrir de niño un serio problema cardíaco, cayó casualmente en manos de un cirujano vinculado por parentesco a la jefatura del clan para médium de la Orden, no puede tener una relación normal con su hijo, llamado a ser su heredero en contra de la voluntad paterna. Pero aun así, existe. Y existe para bien aunque a veces parezca lo contrario, sobre todo a ojos de Gaspar que ama a su padre tanto como dice su padre amarlo a él, pero la incomprensión de métodos violentos le hace en más de una ocasión desear su muerte. Esta relación paternal en su versión más humana, se repite cuando Luis Peterson, hermano de Juan, se hace cargo de Gaspar y a nosotros, lectores, nos hace quererlo tanto como a su propio sobrino.

El valor de la verdadera amistad lo encontramos en los inseparables cuatro niños Gaspar, Vicky, Adela y Pablo, pero la poderosa personalidad del primero, con sus recurrentes migrañas y su severo semblante, hace que ejerza como un imán, de manera que todos se sienten más atraídos por él que por el resto, hasta que el trágico suceso protagonizado por Adela en la extraña casa de dimensiones imposibles sita en la calle Villarreal del que Gaspar se siente culpable, les dejará una marca imborrable que en el futuro no les impedirá seguir siendo amigos pero sí sentirse distintos, y ni siquiera Marita, a la que conocerá tiempo después en el centro cultural Princesa, será capaz de sustituirla.

L'Ange déchu - Alexandre Cabanel

Con el trasfondo del momento histórico que atraviesa el país donde los disturbios y las revueltas se solucionan por la vía rápida mediante el uso y abuso del poder, observamos cómo la Orden mantiene el suyo intacto dentro de una jerarquía liderada entonces por tres mujeres descendientes de aquellos amigos William Bradford y Thomas Mathers que en 1752 comenzaron la búsqueda de médiums por cualquier parte del mundo. Ahora son Mercedes Bradford, madre de Rosario y por tanto abuela de Gaspar, Florence Mathers y la tía de ésta, Anne Clarke, quienes forman una especie de triunvirato. Así lo expresa Rosario negándose a que utilicen a Juan del mismo modo que utilizaron a otros como Eddie, hermano menor de Stephen, cuando en esos saltos temporales ya sabemos que morirá (a modo de curiosidad, solo ese capítulo de Rosario y otro de la periodista Olga Gallardo –que en principio no sabemos si morirá-  están narrados en primera persona). Del triunvirato, son Florence y sobre todo Mercedes quienes más ondean el estandarte de la maldad, mientras sus respectivos maridos Pedro Margarall y Adolfo Reyes juegan un papel, digamos más humano, a la sombra de sus escalofriantes mujeres. 

   Igual que sucede en el propio país, con los ejecutados por el régimen militar al amparo de sus dictados, también en la Orden la muerte es una constante, especialmente como medio para alcanzar un fin al dictado de esa Oscuridad que les guía mediante argumentos imaginarios que no están al alcance de cualquiera (de ahí la necesidad de encontrar al Médium) y que se van anotando para su interpretación posterior. Podríamos decir que ambos dictados se descifran según el criterio de los de arriba y ni unos ni otros van a echar de menos los desaparecidos, muchos de los cuales, sean adultos, bebés o niños robados, aguardan enjaulados su destino para servir de Iniciados en los sangrientos Ceremoniales.

A veces, la magia está más en cómo contar las cosas que las propias cosas en sí. Aquí nos encontramos con una conjunción perfecta que no chirría entre lo que apreciamos como puramente real donde los personajes, perfectamente definidos, sufren, sienten, aman y viven como cualquiera de nosotros, y lo fantástico donde por ejemplo, los seres más adelantados son capaces de comunicarse entre susurros sin que los de alrededor escuchen nada, o de levitar causando daños solo a veces reparables por ellos mismos, o de transitar entre extraordinarias y macabras visiones sobre escenarios magistralmente descritos intercalando sendas, ríos y montañas con bosques de esqueletos o cuerpos mutilados, mientras se avanza por extraños túneles hacia la Oscuridad tras atravesar las puertas que dan al Otro Lugar. Unos y otros, más reales o más imaginarios, son elementos que se han equilibrado entre sí girando sobre el eje de la inmortalidad. Una búsqueda que por otro lado no ha dejado de ser una constante ante la incomprensión y el temor a la muerte. Bastaría hacer un repaso a los films y obras literarias (ahora mismo hay una curiosa serie en televisión) que han tratado este tema desde múltiples puntos de vista.  

Se suele decir que nuestros seres queridos solo mueren cuando los olvidamos, es decir, cuando nuestra conciencia deja de retenerlos, pero aquí se trata de no morir uno mismo y para que eso ocurra, nuestra conciencia debe emigrar al cuerpo de un vivo antes de que el nuestro se desplome. Cómo llegar a ello responde a una tarea imaginativa que al menos, en el tiempo de esta lectura, a mí me ha mantenido vivo sin necesidad de trasladar mi conciencia a otro individuo más adecuado, y en cualquier caso, a nadie debe pillar desprevenido, porque de ello ya fuimos advertidos en la primera página con una elocuente cita de Adolfo Bioy sacada de su obra “La invención de Morel” respecto a la resistencia a la muerte y el enigma de cómo buscar la conservación de lo que le interesa a la conciencia

 


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