Los detectives salvajes: Ironía y mucho juego
Escribe Gloria Benito
¿Qué habrá querido decir el autor? Esta es la gran pregunta que se hace el amigo lector tras acabar Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. No hay respuesta fácil. Esta novela se escapa a cualquier clasificación convencional, pues mientras resulta relativamente sencillo explicar cómo está estructurada, no lo es tanto acercarse a qué se ha querido contar o para qué se ha hecho. A primera vista parece una crónica de la situación de la poesía mexicana de los años 70. Pero, ¿es sólo eso? La respuesta se escurre como lo hace el autor cuando, en las entrevistas, opta por generalizar y hablar de literatura en lugar de desvelar los enigmas de sus obras. Como las resbaladizas y huidizas serpientes, Bolaño se desliza pausadamente para desaparecer por infinitos agujeros. No quiere concretar ni cerrar un tema o una conversación ni pontificar sobre sí mismo. Como en esta novela, su discurso se dispersa, de forma sinuosa, en múltiples y diversas direcciones, para volver sobre sí mismo una y otra vez, acercándose y alejándose en un itinerario aparentemente errático.
Cuando Bolaño reflexiona sobre su concepto de creación literaria suele hablar de búsqueda y juego, es decir, de no repetir formas ya existentes y divertirse en el proceso. La estimulante ironía ya se percibe en la primera parte del libro, contada a modo de diario por el insignificante poeta real visceralista Juan García Madero, durante su iniciática búsqueda del arte verdadero y, de paso, del sexo. Como voz narradora, J.G.Madero es el primer personaje que crea el autor. Su función es conducir la narración e imprimir en ella tono y actitud, elegir la perspectiva desde la que contar la historia y dosificar la información que va a proporcionar al lector.
En Mexicanos perdidos en México (1975), la primera parte —de las tres que componen la estructura de la novela— el narrador da cuenta de las ocurrencias de los movimientos poéticos mexicanos, entre los que el infra realismo o real visceralismo, se muestra como el más juvenil, transgresor y libertario. Heredero del romanticismo decadente de Lautréamont y Rimbaud, su credo se nutre de las actitudes y objetivos de las vanguardias europeas, pues desde su rebeldía declaran la muerte de Dios y de las convenciones. En su imaginario, el Bosco, Byron y Queneau son compatibles, por lo que no huyen de lo grotesco ni del espanto. Como niños traviesos, su mayor deseo es provocar al establishment, especialmente al estético.
La ingenuidad de las aventuras, tan literarias como vitales, del grupo al que pertenecen Arturo Belano (el alter ego de R. Bolaño) y Ulises Lima (Mario Santiago), es propia de los cenáculos juveniles, entusiastas buscadores del verdadero Arte, de la verdadera Poesía. Resulta llamativa la escasa información que hay sobre el dúo protagonista que supuestamente lidera el movimiento. Ambos, Belano y Ulises, sobrevuelan los ambientes nocturnos y marginales propios de una bohemia joven, sin que se sepa qué hacen o qué piensan. Sus idas y venidas se cuentan de forma indirecta, por intermediarios o rumores. Son como fantasmas de una representación en la que el ambiente es más importante que las personas y las ideas.
Un truco narrativo, la huida inesperada de los caballerosos poetas en busca de la desaparecida madre y fundadora del real-visceralismo, Cesárea Tinajero, cierra esta parte, cuya continuidad cronológica ocupa la tercera (Los desiertos de Sonora, 1976). En ésta, los personajes emprenden un desquiciado y perturbador viaje donde se constatan el desencanto y desmoronamiento del real visceralismo y la disolución del movimiento y sus seguidores. Al finalizar esta singular road-novel el narrador se esfuma en el olvido, en la nada. Hasta aquí, la crónica. Pero ¿Qué pasa en la segunda parte? ¿Qué significa y quiénes son Los detectives salvajes?
Segunda parte: veinte años (1976-1996) de largo y tortuoso recorrido —esta vez geográfico e interior— a través de México, Francia, España (Barcelona, Galicia), África… Aquí Bolaño se apropia del perspectivismo cervantino dejando el relato en manos de más de medio centenar de voces, todas pertenecientes al mundo de la cultura y el arte. El relato de Amadeo Salvatierra se inserta esporádicamente entre los del resto de narradores, como el hilo invisible que enlaza las partes y como depositario de la memoria del real visceralismo y de su fundadora. Entre los vapores alcohólicos del aguardiente— significativamente llamado “Los Suicidas” y compartido durante una larga noche con Belano y compañía— Amadeo va construyendo la historia de C. Tinajero y su circunstancia.
De forma cronológica, cada voz aporta su punto de vista sobre la poesía mexicana y los poetas, configurando la urdimbre de un relato donde las opiniones sobre Belano y Lima se incrementan con la situación de cada narrador y su especial contexto vital. Todos hablan de todo, de todos y, más que nada de sí mismos. De este modo la diversidad de perspectivas de los relatos enlaza y anuda vidas, cultura y arte en una narración coral que conforma el paisaje y paisanaje de aquella agitada veintena del pasado siglo. Así, la novela adquiere cierto carácter de criatura orgánica, pues el relato no progresa linealmente sino de forma tridimensional, como una galaxia que es algo más que la suma de sus astros. El resultado es un mural narrativo poblado por una galería de personajes cuyas vidas y voces tejen el tapiz de las circunstancias que rodearon la vida de Ulises Lima y Arturo Belano.
Ambos personajes atraviesan los relatos por los que transitan como sombras en búsqueda de algo que dé sentido a sus vidas. Su brumoso perfil está oscurecido por la tristeza y melancolía de quien se ha asomado a su propio abismo y ha perdido la esperanza. Este, creo yo, es el tema principal de la novela: mostrar el desencanto y declive de una generación cuyo crecimiento necesita de esa búsqueda inagotable. Personificada en el universo existencial de Belano, configura un espacio interior que no acepta ni tolera una respuesta cerrada, sino que se obliga a mantener abierto el horizonte de la pregunta y la duda. De tal multiplicidad de voces emerge además un escepticismo vital teñido de irónicos episodios —interpolados al modo cervantino— que rozan lo surrealista o lo kitsch, con la función de añadir algún rasgo o matiz a la nebulosa figura de Belano, siempre a la fuga.
La anoréxica Edith Oster, el pintoresco emigrante Andrés Ramírez con sus mágicos aciertos en las quinielas y el extravagante abogado Xosé Lendoiro tienen en común haber conocido circunstancialmente a Belano, como el resto de narradores. Lo describen como alguien alto, desgarbado y bondadoso, que lleva a cuestas sus derrotas y secretos. El doloroso enigma, sostenido y persistente, es también una de las claves del libro. El ejemplo más claro lo encontramos en la equívoca conversación entre Norman Bolzman y Daniel Grossman. En su retrospectivo análisis de lo que les pasó a Belano y Lima, ambos buscan respuesta a su propio malestar, respuesta que nunca llega. Norman parece conocerla, pero muere cuando está a punto de revelar su velado e impreciso misterio revestido de ambigüedad:
Y entonces Norman dijo: no se trata de los real visceralistas, no has entendido nada, buey. […] y después dijo: de la vida, de lo que perdemos sin darnos cuenta, de lo que podemos recobrar.
[…] ¿dónde durmió Ulises mientras estuvo en nuestra casa? En el sofá, dije. ¡En el puto sofá!, dijo Norman. Hipóstasis del amor romántico. Umbral. Tierra de nadie.
[…] En este asunto yo no tengo nada que ver. Claudia no tiene nada que ver. Incluso, en ocasiones, el cabrón de Ulises no tiene nada que ver. Sólo los sollozos tienen algo que ver. Pues no, dije, no te entiendo.
Y es que no se entiende, ¿quizás porque no es cuestión de entender sino de mirar o percibir? ¿Qué significan los poemas visuales de Cesárea Tinajero? ¿Una broma real visceralista? En ese caso el bromista sería el autor, responsable a conciencia del contenido y tono de la novela. Y si no me creen, observen la última imagen, ese rectángulo de lados formados por líneas discontinuas y la reiterativa pregunta ¿Qué hay detrás de la ventana?
La ventana tiene una doble función: a) definir el segmento de espacio que selecciona y limita su marco; b) servir de frontera entre dos mundos, el del observador y lo observado. Por eso la ventana, menos opaca que el espejo, permite acceder —con la imaginación, por ejemplo— a los enigmas de la realidad que está al otro lado, la verdad oculta bajo las apariencias, que todos buscan.
Preguntas: ¿Qué clase de ventana es esta cuyo marco deja huecos por los que se pueden fugar el espacio, los misterios y quizá el observador?
¿Se tratará de la antiventana? El juego está abierto. Y la novela también. Pues, ¿qué clase de relato acaba con una pregunta y una no-ventana?
¿Los detectives salvajes?
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