Guerra santa y odio anticlerical
Julián Casanova, España partida en dos. Breve historia de la Guerra Civil española. Ed. Crítica, 2014. (entresacado del cap. 2, pp. 47 a 80)
El catolicismo era la única religión existente en España, identificada con el conservadurismo político y el orden social. Pese a las revoluciones liberales del siglo XIX, el Estado confesional había permanecido intacto. (…) El anticlericalismo, presente ya en el siglo XIX, con intelectuales liberales y la izquierda burguesa dispuestos a reducir el poder del clero en el Estado y en la sociedad, entró en el siglo XX en una nueva fase más radical a la que se sumaron los militantes obreros. (…)
Para la Iglesia y la mayoría de los católicos españoles, la denominada «cuestión social» era a comienzos del siglo XX un asunto secundario. (…) Pero la industrialización, el crecimiento urbano y la agudización de los conflictos de clase cambiaron sustancialmente las cosas durante las tres primeras décadas del siglo XX. (…) los pobres urbanos desconfiaban profundamente del catolicismo, siempre al lado de los ricos y los propietarios, y la Iglesia era considerada como un enemigo de clase. (…) Muchos curas de las comarcas latifundistas andaluzas y extremeñas llamaban a menudo la atención sobre la hostilidad creciente que hacia ellos y la Iglesia mostraban muchos jornaleros (…)
Las cláusulas más anticlericales de la Constitución republicana, aprobadas en el parlamento en los últimos meses de 1931, declaraban la no confesionalidad del Estado, eliminaban la financiación del clero, introducían el matrimonio civil y el divorcio y, lo más doloroso para la Iglesia, prohibían el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas.
(…) Tras unos meses de desorientación, sin organizar, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. Como ha señalado Santos Juliá, los fundadores de la República, con Manuel Azaña a la cabeza, nunca lo contemplaron en su justa medida, lo despreciaron como una reacción de esa Iglesia que olía a rancio.
(…) Desde el lado del anticlericalismo, su versión más radical y destructiva tuvo también la oportunidad de manifestarse. En (…) octubre de 1934 en Asturias, 34 seminaristas y sacerdotes fueron asesinados, (…) 58 iglesias, el palacio episcopal, el Seminario con su espléndida biblioteca, y la Cámara Santa de la catedral fueron quemados o dinamitados. La represión llevada a cabo por el Ejército y la Guardia Civil fue durísima (…) y miles de militantes socialistas y anarcosindicalistas llenaron las cárceles de toda España. (…) la Iglesia católica aparecía identificada con el capitalismo «opresor» y los sindicatos católicos tenían como única finalidad la defensa de la Iglesia y del capitalismo: «Guste o no», reflexionaba [el canónigo] Arboleya, eso es lo que pensaban «casi todos nuestros trabajadores».
(…) Con la proclamación de la República, la Iglesia perdió, o sintió que perdía, una buena parte de su posición tradicional. (…) La sublevación no se hizo en nombre de la religión. (…) Pero la Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de esa causa. (…) La sublevación fue «providencial», escribía el cardenal Isidro Gomá, primado de los obispos españoles, en el «Informe acerca del levantamiento cívico-militar» que envió a secretario de Estado del Vaticano (…) Otro obispo, Enrique Pla y Deniel, titular de la diócesis castellana de Salamanca, que se iba a convertir en el ideólogo de la cruzada, apologeta de una guerra
«necesaria», publicó su famosa carta pastoral «Las dos ciudades» el 30 de septiembre de 1936, (…) definía la guerra española como el combate (…) a un lado, la ciudad terrenal de los «sin Dios»; al otro, «la ciudad celeste de los hijos de Dios». (…)
El éxito de esa movilización religiosa, de esa liturgia que creaba adhesiones de las masas en las diócesis de la España «liberada», animó a los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión, ausentes en las proclamas del golpe militar (…) El 1 de octubre de 1936 el general Francisco Franco fue nombrado en Salamanca máxima autoridad militar y política de la zona rebelde, (…) A partir de ese momento, Franco fue tratado por la jerarquía de la Iglesia católica como un santo, el salvador de España y de la cristiandad. (…) y Pla y Deniel le cedió su palacio episcopal en Salamanca (…) el «cuartel general» (…)
La «Carta colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero» estaba fechada el 1 de julio de 1937 (…) [decía que] la Iglesia fue «víctima inocente, pacífica, indefensa» de esa guerra. (…) Cuando apareció esa «Carta colectiva», varias decenas de miles de «rojos» habían sido ya asesinados. La mayoría del clero, con los obispos a la cabeza, no sólo silenció esa ola de terror, sino que la aprobó e incluso colaboró (…) Administrar los últimos sacramentos a los que iban a ser asesinados se convirtió en una de las principales preocupaciones del clero católico. (…) El clero no dudó en achacar todos los males de la sociedad moderna a la «labor disolvente» de intelectuales y maestros. (…)
Una cosa parece indiscutible, confirmada por todas las investigaciones: el clero y las cosas sagradas constituyeron el primer objetivo de las iras populares, de quienes participaron en la derrota de los sublevados y de quienes protagonizaron la «limpieza» emprendida en el verano de 1936. (…) El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas comarcas donde la derrota del golpe militar abrió un proceso revolucionario súbito y destructor. (…) más de 6800 eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas y santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones (…) Si hay un terror «caliente», ese es el que se le aplicó al clero (…)
No fueron los revolucionarios quienes desataron la revolución. (…) Fue causada, se sabe bien, por un golpe militar frustrado (…) Una vez desencadenada, sin embargo, el clero apareció como un objetivo fácilmente identificable. (…) Se acusaba al clero católico de «traición al Evangelio», de «fariseísmo» (…) Desde el joven Lerroux al obrero anarquista, pasando por las publicaciones anticlericales más corrosivas (…) compartían la idea de que el clero tenía un ansia insaciable de poder y dinero. (…) A los clérigos se les representaba siempre en los grabados de esa prensa anticlerical gordos y lustrosos, rodeados de sacos de dinero que esconden mientras piden limosna. (…)
Pero el tema preferido de los periódicos y revistas anticlericales, según ha demostrado también Álvarez Junco, era la vida sexual de los clérigos, a quienes se atribuye una conducta «antinatural», unas veces por defecto, que les lleva a todo tipo de «aberraciones», o la mayoría de ellas por exceso. (…) La cosa podrá sorprender hoy a muchos (…) La historia dice, sin embargo, que en los asaltos a los conventos durante la
Semana Trágica [1909] y casi treinta años después, durante la Guerra Civil, la muchedumbre mostraba una morbosa curiosidad por las tumbas de frailes y monjas, donde seguro que ocultaban, según se suponía, fetos o sofisticados artilugios pornográficos. (…) El ritual de desenterrar cuerpos de monjas se repitió abundantemente en las jornadas de violencia anticlerical y revolucionaria del verano de 1936. Pero el número de monjas asesinadas es infinitamente menor que el de frailes y sacerdotes. (…)
Según el estudio que el obispo Antonio Montero Moreno publicó en 1961, principal referente de autoridad por lo que respecta a las cifras, fueron asesinadas en toda España 283 monjas. Muchas (…) no hubiera tenido que haber ninguna que sufriera ese martirio. Pero muy pocas si se compara con los 4184 sacerdotes diocesanos y los 2365 religiosos que corrieron esa fatal suerte. (…) Por ejemplo, en las zonas de dominio anarquista dejaron casi siempre vivas a las monjas, aunque se las obliga a abandonar los conventos y los hábitos, destinándolas a la asistencia social o a la servidumbre. (…) En Cataluña, donde tanto abundaron las matanzas colectivas de frailes, asesinaron sólo a 50 religiosas.
(…) Da la impresión, por lo tanto, de que había razones específicas para respetar más la vida de las monjas que la de los frailes o curas. Estaría, en primer lugar, esa sospecha de que las mujeres jóvenes ingresaban en los conventos bajo coacción, (…) En el «imaginario colectivo» anticlerical, y en la realidad, las monjas estaban menos politizadas que los clérigos varones. Ellas no eran «culpables»; los curas y frailes, sí. (…) Liberar a las monjas, matar a los curas y frailes y prender fuego a todos los edificios religiosos. El fuego como símbolo de destrucción de lo viejo y de purificación. (…)
Todo lo que habían intentado los republicanos y socialistas que crearon la Constitución republicana de 1931, para modernizar, según ellos, el Estado y la sociedad española, se ponía ahora en práctica sin frenos ni restricciones. (…) Toda esa violencia anticlerical no representaba tanto un ataque a la religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia católica, estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos. (…) predicaban la pobreza y ambicionaban la riqueza. (…) Eran una plaga, decía la prensa republicana y obrera, la desgracia nacional que impedía al pueblo avanzar.
(…) Habrá quienes acudan al tópico socorrido de la responsabilidad anarquista, aunque esa violencia anticlerical adquirió buena dosis de desmesura en muchas zonas (…) El anticlericalismo violento (…) no aportó, sin embargo, beneficio alguno a la causa republicana. (…) Sirvió también para que los vencedores ajustaran cuentas con los vencidos (…) Después de la guerra, las iglesias y la geografía española se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los «caídos por Dios y la Patria», mientras se pasaba un tupido velo por la «limpieza» que en nombre de Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. (…) el derramamiento de sangre de los «sin Dios», de los «hijos de Caín», era justo y legítimo, (…) El ritual y la mitología montados en torno a esos mártires le dio a la Iglesia todavía más poder y presencia entre quienes iban a ser los vencedores de la guerra, anuló cualquier atisbo de sensibilidad hacia los vencidos (…)
Resulta imposible (…) pasar por alto la dimensión religiosa de la Guerra Civil española, una guerra «santa y justa» por un lado, y de arrebato airado contra el clero por otro, que ha dejado importantes huellas en los recuerdos y memorias de los españoles.
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