CAPÍTULOS XXV-XXIX
Estos
cuatro capítulos que preceden el encuentro de DQ y Sancho con los duques y sus
teatrales comitivas abundan en los rasgos que caracterizan la novela:
comicidad, reflexión sobre temas generales y dualidad entre el idealismo
ficcional y el pragmatismo impuesto por la realidad. Así, el relato que el
extraño alabardero cargado de armas intercala
en la narración novelesca, es como una rama que crece desde el tronco para conformar con el resto de
historias un sólido árbol narrativo, de espeso
follaje y sólida estampa. Este cuento, chiste o chascarrillo, que ejemplifica
con contundente claridad los extremos de la estupidez humana, deja pequeña la
locura de DQ ante la estulticia de los dos pueblos enfrentados en encarnizada
disputa por ver cuál de ellos rebuzna más y mejor. Ante tal dislate, la
demencia del caballero queda minimizada por la histérica chifladura de los
miembros de las dos poblaciones en pugna.
Por
otro lado, caballero y escudero son saludados y recibidos como tales por los personajes
itinerantes que salen a su encuentro, de modo que no sólo manifiestan su
quijotesca actitud y buena disposición a seguirle la corriente, sino su
evidente carácter picaresco, mediante el cual se muestran proclives a sacar el mayor beneficio de aquellos
incautos que se les crucen en el camino. Pues el disfrazado y llamado don Pedro
encarna a la perfección al pícaro literario, siempre pronto a timar y estafar a
un público, inclinado a creer cualquier prodigio que le saque de la monotonía
cotidiana o a disfrutar de cualquier entretenimiento. En esta línea están el
episodio del mono adivino y la representación del teatro de títeres, con su
morisco y sentimental relato de don Gaiferos, Carlomagno y Melisenda.
Respecto
al primero, es notable el discurso de DQ sobre los falsos adivinos y sus
fraudes, a los que atribuye algún
concierto con el demonio, observando con gran lucidez que, curiosamente,
siempre responden a cosas presentes o
pasadas (XXV). Se extraña nuestro héroe de que no les haya prendido el Santo
Oficio, haciéndonos ver que este mono no
es astrólogo ni sabe hacer horóscopos echando
a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia.
Estos juicios, que esconden la opinión cervantina sobre las supercherías del
pueblo y la impudicia de los que se aprovechan de ellas, sitúan de nuevo al
personaje de DQ en la esencial ambigüedad que une cordura y locura como dos
partes o caras del mismo ser, y que, juntas y opuestas, se atraen y
complementan.
Del
mismo modo se articulan ficción y realidad en el ataque de DQ a los muñecos que encarnan a los personajes de la
representación del titerero(XXVI). La
comicidad de tan violenta arremetida contra seres, que sólo son reales en la
enajenada imaginación de DQ, no excluye la naturalidad con que éste se disculpa ante don Pedro y su decisión de
pagar los desperfectos ocasionados por su disparatada conducta. En este
momento, el lector tiene la sensación de que la parte cuerda de DQ se impone a
su desvarío, como si el personaje tomara
conciencia de las contradicciones de su doble naturaleza e intentara compensar los desequilibrios de su esquizofrénico
comportamiento.
El
capítulo XXVII nos ofrece una muestra del control que el narrador ejerce sobre
su historia. Escudado tras la presencia del Cide Hamete, hace retroceder el
tiempo para aclarar al lector quién era
maese Pedro, el dueño del mono y del teatrillo, resultando ser aquel Ginés
de Pasamonte, compendio de delitos y bellaquerías, que él mismo compuso en un gran volumen. Enterados de las andanzas
y picardías del ladrón del rucio de Sancho Panza, se nos informa de su
conversión en adivino y timador, así como de lo que un asombrado DQ contempla y
escucha en los caminos ribereños del Ebro, que presumiblemente le conducirían a
Zaragoza y sus justas.
Vuelto
el relato al presente de la historia, el estilo cervantino se manifiesta de
nuevo en su gusto por la descripción de los escenarios en que sucede la acción,
como si de un texto dramático se tratara. Adelantándose a su época y con una
originalidad cercana al lenguaje naturalista del cine, primero muestra los
efectos sonoros que preceden a las imágenes. El resultado es una escena de gran
fuerza dramática donde un gran rumor de
atambores, trompetas y arcabuces, enmarcan la más extravagante procesión de
más de doscientos hombres armados de las más diferentes suertes de armas, como
si dijésemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos
arcabuces y muchas rodelas. La visión de tal ejército, contemplado por
nuestros protagonistas desde una cima –como un plano en picado- transforma la
solemnidad de la cabalgata en comicidad, al visualizarse los estandartes en los
que estaba pintado un asno muy al vivo.
Dialogando amo y criado sobre si los rebuznadores eran regidores o alcaldes, la
cuestión se resuelve mediante el sabio ingenio de Sancho, cuyo discurso analiza
los hechos tanto como universaliza su mensaje (XXVII):
-Señor, en eso no ha de
reparar, que bien puede ser que los regidores que entonces rebuznaron viniesen
con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden llamar con
entrambos títulos; cuanto más que no hace al caso a la verdad de la historia
ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una hayan
rebuznado, porque tan a pique está de rebuznar un alcalde como un regidor.
Una
vez establecida la imbecilidad de los gobernantes, interesa el discurso
pacifista de DQ ante los miembros de la comitiva, su argumentación a favor de
la contención de la cólera y del diálogo, así como de las únicas causas que
justificarían la guerra: la defensa de la Iglesia, el rey y el honor de los
pueblos. Una escala de valores acorde con el espíritu de la época, con los
principios de la andante caballería, y con la experiencia biográfica del
Cervantes soldado.
La
gravedad de la disertación contrasta con la comicidad con que concluye este
capítulo, pues el insensato intento de Sancho por demostrar su habilidad como
rebuznador eminente, no podía tener otro final que ser receptor de la gran
somanta de palos que le propinan los ofendidos pueblerinos, burlados ante
tamaña exhibición. Resulta curioso el
comportamiento de DQ y su cobarde huida, dejando a su escudero a merced de la
colérica multitud.
En
el capítulo siguiente, justifica el caballero su conducta en la defensa de la
prudencia ante las batallas perdidas, sin parar en la injusticia que supone el
abandono de su escudero. Todo un ejemplo de pragmatismo, que aleja a DQ de sus
ideales caballerescos. El diálogo entre amo y criado transcurre entre los
argumentos de DQ sobre la compatibilidad
de la valentía con la temeridad y la mesura, y las quejas de Sancho ante el dolor provocado por la paliza y lo que
él llama “la estupidez de la caballería”.
La reclamación de un salario por su escuderil tarea es tema recurrente en la
novela, y en esta ocasión culmina en riña y en el enfado de DQ, expresado en los agrios y variados
insultos dirigidos a Sancho:
“Pero dime, prevaricador de
las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto tú, o
leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en
me habéis de dar cada mes porque os sirva? Éntrate, éntrate, malandrín, follón
y vestiglo […] oh, hombre que tiene más de bestia que de persona…
En
cambio, cuando Sancho llora de miedo a
caer al agua, en el capítulo del barco encantado, la diatriba de DQ hacia su
escudero adquiere otros tonos, tan eficaces como expresivos (XXIX):
¿De qué temes, cobarde
criatura? ¿de qué lloras, corazón de mantequilla? ¿quién te persigue o quién te
acosa, ánimo de ratón casero?
La
locura aventurera por las aguas del río y las proyecciones fantásticas de un DQ,
semejante a un niño que juega a sus alucinadas y utópicas quimeras, contrasta
otra vez con su positiva y utilitaria reacción al pagar los estragos
resultantes de sus desatinos. Sólo Sancho se lamenta de la disminución de los
dineros de la bolsa, pues la sensatez de DQ y la renuncia a un final glorioso y
caballeresco deja a todos admirados y sin entender el final de la aventura. La
ficción se torna en realidad y cada personaje vuelve a sus tareas:
..y teniéndoles por locos, les
dejaron y se recogieron a sus aceñas, y los pescadores a sus ranchos. Volvieron
a sus bestias y a ser bestias… y este fin tuvo la aventura del encantamiento.
A
partir de aquí, y tras este episodio ribereño que parece cumplir una función de
relleno, las cosas serán muy distintas. El encuentro con los duques a lo largo
de veintisiete capítulos, desde el XXX al LVII, conforma un conjunto unitario
de acción, con los rasgos y la singularidad que
precisan un comentario aparte. GB
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