sábado, 24 de mayo de 2014

Mujeres de ojos grandes

MUJERES DE OJOS GRANDES de ANGELES MASTRETTA



COMENTARIO (José Luis Vicent)

Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños y mis abuelas vivían, escuchábamos a veces las historias de su pasado que a menudo colocaban a nuestra madre o nuestras tías en el lugar que entonces ocupábamos. Sí, sí, es cierto, mujeres sobre mujeres que podían o no incluir a hombres. Pocas veces se daba el caso contrario.

Seguramente el limitado interés de las mismas, nuestra escasa atención, o tal vez el conjunto de ambas, han ido apartándolas de nuestra memoria.
O será que realmente no hay tantas vidas diseñadas para ser contadas, ni tantas personas diseñadas para contar vidas.

Creo que la genialidad de esta obra estriba en la magistral labor de su autora para escoger y colocar en primer plano lo que fue la esencia de estas mujeres de personalidad y nombres propios como el propio nombre de cualquiera de nuestras tías, destacando en relativamente escasos renglones, sus actitudes y rasgos más significativos con la facilidad que un excelente caricaturista las obtendría de sus rostros.

Así lo he visto yo, como una lectura gráfica de imágenes. Una secuencia construida con las fotografías de nuestra madre o abuela conservadas en una caja de zapatos sobre la que se han ido vertiendo las palabras adecuadas y precisas que dan testimonio de los momentos trascendentes de las retratadas obviando el resto, ese noventa y tantos por cien que en la vida de cada uno no es más que una repetición del día anterior (tal vez perfecto para ser repetido pero no para ser contado).



A este confort relajado del oyente ensimismado y a menudo ávido en la necesidad de superación de cada nueva historia hay que añadir la facilidad y armonía descriptivas  en la que no sobran ni faltan palabras para trasmitir la idea justa que data al personaje, a la mujer en estos casos, de la personalidad destacable que impide haberla dejado caer en el olvido.
Mujeres adheridas al hombre, ya sea padre, marido o amante, como novedad o como costumbre, con entusiasmo o apatía, pero siempre determinantes en sus objetivos.
Porque todas ellas, arreglando la casa, horneando galletas, enhebrando agujas con que coser las ropas del marido y de sus no menos de cuatro o cinco hijos, educándolos, llevándolos y trayéndolos de la escuela, escogiendo hábilmente la compra de alimentos o esperando en la noche las necesidades del cónyuge, todas, todas, poseen escondido en un rinconcito de su corazón el momento en que cambió su vida para eso o para dejar de ser eso.

Así las hemos encontrado, a veces presas de un instante, como aquel escalofrío provocado por el beso en la nuca una noche de intrigante luna, aquellos labios perturbadores preguntando sobre el guardián de sus ojos, aquellos aromas a orégano o níspero sujetos al olfato desde el primer furtivo encuentro en la despensa o sobre el frutal, aquella corbata al cuello como abrazo en mitad de la calle, aquellas inteligentes palabras, espejo de  falsas virtudes destinadas a descubrir idioteces, o  aquellos temblores al simple roce de un abrigo.

Presas, sí, en el silencio cada vez más lejano de sus sueños, pero tan firmes, que el tiempo, quizá vencido, quizá generoso, devuelve un día al inevitable reencuentro, dichoso o frustrante pero siempre liberador. 

También enloqueciendo por el marido infiel al que figuradamente matan y resucitan al son de sus turbulentas meditaciones y las guerras desatadas entre el rencor y el cariño, o buscando eternamente nuevas cosas en las palabras y el cuerpo del hombre al que queriendo, siempre temieron sentir como su último encuentro.

La enorme pena de la que mantuvo y despertó durante cincuenta años la luz que encendió su cuerpo al son de la voz y la guitarra del novio asesinado sin que jamás pudieran terminar con la parte que de él se quedó para sí misma.

El coraje de esa otra que desafiando el papel establecido, torció su premeditado futuro de abnegación para brindar sus triunfos en los negocios a la memoria de un padre que la defendió a ella tanto como a las causas perdidas en favor de los trabajadores levantados, o la tozuda que no quiso morir hasta confiar el secreto que horrorizaba su nueva vida en el otro mundo. 

Y cómo no, la bellísima historia de aquellas gemelas enamoradas el mismo día, siguiendo el mismo camino bajo distinta visión, el conformismo positivo frente al anhelo de ser y vivir como otras, desmesurado y finalmente vencido por el único deseo de no perder a la hermana enferma.

Las consecuencias y sobre todo las sensaciones que surgen de cada uno de esos momentos en los que se da un tirón al rumbo de la vida o la vida misma a través de la ventana de la muerte lo sacude frenando su velocidad de crucero, son la excusa perfecta para que esa aparente sobrina de todas las tías, homenajeadas  hábilmente en el último retrato, nos los cuente con nitidez, sensibilidad y extraordinaria poesía. 


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