Coetzee, J.M.
Discurso de aceptación del Premio Nobel
Él y su hombre.
Pero regresando a mi nuevo compañero. Estaba muy contento con él y me
propuse enseñarle todo lo que fuera adecuado para convertirle en alguien útil,
práctico y capaz de ayudar. Pero sobre todo para que pudiera hablar y entenderme cuando yo hablaba. Y nunca hubo
estudiante más apto que él.
―Robinson Crusoe, Daniel Defoe
Boston, en la costa de Lincolnshire, es una hermosa población, escribe su hombre. En ella se encuentra
el campanario de iglesia más alto de Inglaterra. Los timoneles de embarcación
lo usan como punto de referencia. Boston está rodeado de terrenos pantanosos.
Abundan los avetoros, unas aves ominosas que emiten una llamada grave y
lastimera y tan fuerte que se oye a tres kilómetros de distancia, como la
detonación de un arma de fuego.
Los pantanos también albergan otras muchas especies de aves, escribe su
hombre: patos y patos reales, cercetas y patos silbones, y para capturarlos los
hombres de los pantanos crían patos amaestrados, a los que llaman patos señuelo
o duckoys.
La gente de la zona llama a esos pantanos fens. Hay pantanos por toda
Europa y por todo el mundo, pero no se llaman fens. Fens es una palabra inglesa
que se resiste a emigrar.
A esos patos señuelo de Lincolnshire, escribe
su hombre, se los cría en estanques señuelo y se los amaestra dándoles de
comer a mano. Luego, cuando llega la temporada, se los envía a Holanda y a
Alemania. Allí conocen a otros de su especie y cuando ven las vidas tan tristes
que tienen esos patos holandeses y alemanes, cómo en invierno se les congelan
los ríos y se les cubre la tierra de nieve, no pueden evitar comunicarles, en
una forma de lenguaje que les permite ser entendidos, que en su tierra natal de
Inglaterra las cosas son distintas: que los patos ingleses tienen costas llenas
de comida y mareas que invaden libremente los arroyos. Que tienen lagos,
manantiales, estanques abiertos y estanques recogidos. También tierras llenas
de maíz que dejan atrás los espigadores. Y ni escarcha ni nieve, o muy poco de
ambas.
Mediante semejantes descripciones, escribe
él, que se llevan a cabo en su totalidad en el lenguaje de los patos,
ellos, los patos señuelos o duckoys, reúnen grandes cantidades de aves y, por
decirlo de algún modo, las raptan. Las guían de vuelta a través del mar desde
Holanda y Alemania y las instalan en sus estanques señuelo de los pantanos de
Lincolnshire, graznándoles y parloteándoles todo el tiempo en su idioma,
diciéndoles que esos son los estanques de los que les hablaban y que ahora
vivirán a salvo en ellos.
Y mientras están así ocupados, los criadores de señuelos, los amos de los
patos señuelo, se ponen a cubierto en refugios que han construido con cañas en
los pantanos y sin ser vistos arrojan puñados de maíz al agua. Y los patos
señuelo o duckoys los siguen y a su vez son seguidos por sus invitados
extranjeros. Y así es como durante dos o tres días llevan a sus invitados por
vías fluviales cada vez más estrechas y los van llamando todo el tiempo para
enseñarles lo bien que se vive en Inglaterra, hasta el lugar donde se han
extendido las redes.
Luego los criadores de señuelos envían a su perro señuelo, que ha sido
perfectamente adiestrado para nadar detrás de las aves y ladrar mientras nada.
Extremadamente alarmados por aquella criatura terrible, los patos echan a
volar, pero los obliga a descender de nuevo la red arqueada que hay encima de
ellos, de modo que es bajo la red que deben nadar o perecer. Pero la red se va
estrechando más y más, como una bolsa, y al final de la misma están los
criadores de señuelos, que van atrapando uno por uno a sus cautivos. A los
patos señuelo los acarician y los tratan de maravilla, pero a sus invitados los
matan a palos, allí mismo, los despluman y los venden a centenares y a
millares.
Todas estas
historias de Lincolnshire las escribe su hombre en una
caligrafía pulcra y rápida, con unas plumas que afila con su navaja todos los
días antes de sentarse de nuevo ante la página.
En Halifax, escribe su hombre,
había, hasta que fue retirada en el reinado del Rey Jaime I, una máquina de
ejecuciones que funcionaba del modo siguiente. Al condenado lo ponían con la
cabeza en la base o cuenco del cadalso. Luego el verdugo sacaba de un golpe un
perno que sujetaba en alto una cuchilla enorme. La cuchilla bajaba por un marco
tan grande como una puerta de iglesia y decapitaba al hombre tan limpiamente como
un cuchillo de carnicero.
Era costumbre en Halifax, sin embargo, que si entre el momento de sacar el
perno y el momento en que bajaba la cuchilla el condenado conseguía ponerse de
pie de un salto, bajar corriendo la colina y cruzar el río a nado sin que lo
volviera a coger el verdugo, se lo dejaba libre. Pero en todos los años que
estuvo la máquina en Halifax esto nunca sucedió.
Él (no su hombre sino él) está
sentado en su habitación junto a los muelles de Bristol, leyendo esto. Se está
haciendo mayor. Ya casi se puede decir que es un anciano. La piel de su cara,
que el sol del trópico casi había ennegrecido antes de que se fabricara una
sombrilla de hojas de palmera o sabal para protegerse, se ha vuelto más pálida,
aunque sigue siendo tan correosa como el pergamino. En la nariz tiene una llaga
causada por el sol que no se le cura.
Todavía tiene la sombrilla en su habitación, de pie en una esquina, pero el
loro que regresó con él ya falleció. "¡Pobre Robin!", chillaba el
loro posado en su hombro. "¡Pobre Robin Crusoe! ¿Quién salvará al pobre
Robin?". Su esposa no soportaba las lamentaciones del loro. "Pobre
Robin" día sí y día también. "Le retorceré el cuello", decía
ella, pero no tenía valor para hacerlo.
Cuando regresó a Inglaterra de su isla con su loro, su sombrilla y el cofre
lleno de tesoros, vivió una temporada, tranquilo, con su anciana esposa en la
finca que había comprado en Huntingdon, ya que se había convertido en un hombre
rico y se enriqueció todavía más cuando se imprimieron sus aventuras. Pero los
años en la isla, y luego los años de viajes con su sirviente Viernes (pobre
Viernes, se lamenta para sus adentros, graznido, graznido, porque el loro nunca
pronunciaba el nombre de Viernes, solamente el de él), hicieron que la vida de
terrateniente le resultara aburrida. Y si hay que ser francos, la vida de
casado también lo decepcionó amargamente. Se descubrió a sí mismo retirándose
cada vez más a menudo a sus establos con sus caballos, que por fortuna no
hablaban por los codos, sino que relinchaban suavemente cuando llegaba para
mostrar que lo reconocían y luego se quedaban callados.
Tras regresar de su isla, donde hasta la llegada de Viernes había vivido en
silencio, le dio la impresión de que en el mundo se hablaba demasiado. Cuando
estaba junto a su mujer en la cama le parecía que le estaban lloviendo
guijarros sobre la cabeza, con un repiqueteo constante, cuando lo único que él
deseaba era dormir.
Así que cuando su anciana mujer pasó a mejor vida se vistió de luto pero no
se apenó. La enterró y transcurrido un lapso decente ocupó una habitación en la
posada The Jolly Tar de los muelles de Bristol, dejando las propiedades de
Huntingdon a cargo de su hijo. Únicamente se llevó consigo la sombrilla de la
isla que lo había hecho famoso, el loro muerto y fijado a su percha y unos
pocos artículos de primera necesidad, y allí es donde ha vivido desde entonces,
paseando de día por los muelles, mirando al oeste por encima del mar, ya que
todavía tiene buena vista, y fumando en pipa. En cuanto a las comidas, se las
hace subir a la habitación. Porque después de haberse acostumbrado a la soledad
en su isla ya no le agrada estar con otra gente.
No lee, pues ha dejado de gustarle, pero la escritura de sus aventuras le
infundió la costumbre de escribir y eso le proporciona un recreo bastante
agradable. Por las tardes, a la luz de las velas, saca sus papeles, afila sus
plumas y escribe un par de páginas de su
hombre, el hombre que envía informes sobre los patos señuelo de Lincolnshire,
sobre la gran máquina letal de Halifax, la que permite huir si antes de que
caiga la atroz cuchilla uno puede ponerse de pie de un salto y bajar corriendo
la colina, y sobre otras muchas cosas. Desde todos los sitios que visita envía
informes, ésa es la ocupación principal de ese atareado hombre suyo.
Paseando junto a los muros del puerto y reflexionando sobre la máquina de
Halifax, él, Robin, a quien el loro llamaba el pobre Robin, deja caer un
guijarro y escucha. Un segundo, menos de un segundo, tarda en llegar al agua.
La gracia de Dios es rápida, ¿pero acaso no lo es más una cuchilla enorme de
acero templado, más pesada que una roca y engrasada con sebo? ¿Cómo se puede
escapar de ella? ¿Y qué clase de hombre
puede dedicarse a ir de un lado para otro por todo el reino, de un espectáculo
de muerte a otro (apaleamientos, decapitaciones), enviando informe tras
informe?
Un hombre de
negocios, se dice a sí mismo. Que sea un hombre de negocios,
un mercader de granos o de pieles. O un fabricante y abastecedor de tejas de
algún lugar donde abunde la arcilla, como por ejemplo Wapping, forzado a viajar
mucho por razones de trabajo. Que sea próspero, que tenga una mujer que lo
quiera y no hable mucho y le dé hijos, sobre todo hijas. Que goce de una
felicidad razonable. Y que su felicidad se acabe de golpe. Un invierno crece el
Támesis y se lleva por delante los hornos donde se cocían las tejas, o bien los
graneros, o la curtiduría. Y su hombre se arruina. Los acreedores descienden
sobre él como moscas o como cuervos. Se ve obligado a abandonar su casa, a su
mujer y a sus hijas y buscar refugio en la zona más ruinosa de Beggars Lane
bajo un nombre falso y disfrazado. Y que todo esto -la crecida del río, la
ruina, la huida, la miseria, los harapos y la soledad-, que todo esto sea una representación del naufragio y de la isla
donde él, el pobre Robin, pasó veintiséis años aislado del mundo y estuvo a
punto de enloquecer (¿Y ciertamente quién puede decir que hasta cierto punto no
enloqueció?).
O bien que el hombre sea un
talabartero con una casa y un taller en Whitechapel y un lunar en la
barbilla y una mujer que le quiera y no hable mucho y le dé hijos, sobre todo
hijas, y le reporte una gran felicidad, hasta la llegada de la peste a la
ciudad. Corre el año 1665 y todavía no ha tenido lugar el Gran Incendio de
Londres. La peste desciende sobre Londres: día a día, parroquia a parroquia, el
recuento de víctimas crece, entre los pobres y entre los ricos, porque la peste
no distingue clases sociales, y toda la fortuna mundana del talabartero no lo va
a salvar. Así que envía a su mujer y a sus hijas al campo y hace planes para
escapar él también, pero al final no se marcha. "No temerás a los horrores
de la noche", lee cuando abre la Biblia por una página al azar, "ni a
la flecha que vuela de día. Ni a la pestilencia que camina en la oscuridad, ni
a la destrucción que arrasa a mediodía. Un millar caerán a tu lado, y diez mil
a tu derecha, pero a ti no te tocará el mal".
Alentado por esa señal, una señal que es como un salvoconducto, se queda en
la ciudad aquejada de la enfermedad y empieza
a escribir informes. Me encontré con una multitud en la calle, escribe, y
en medio de la misma una mujer señalaba al cielo. "¡Mirad!", gritó la
mujer. "¡Un ángel vestido de blanco empuñando una espada de fuego!".
Y toda la multitud empezó a asentir. "Lo es, es cierto", dijeron.
"¡Un ángel con una espada!". Pero él, el talabartero, no vio ningún
ángel y tampoco ninguna espada. Lo único que vio fue una nube de forma extraña
que brillaba más por un lado que por el otro, como resultado de la luz del sol.
"¡Es una alegoría!", gritó la mujer de la calle, pero él no vio
nada parecido a una alegoría. Eso dice
en su informe.
Otro día, mientras camina junto al río en Wapping, su hombre, el que antes era talabartero pero ahora carece de
ocupación, observa cómo una mujer llama desde el umbral de su casa a un hombre que rema a bordo de una barca
a vela. "¡Robert, Robert!", lo llama ella. Y entonces el hombre rema
hasta la orilla, coge un saco de la barca, lo deja encima de una roca junto a
la orilla del río y se aleja remando. Y la mujer va a la orilla y recoge el
saco y se lo lleva a casa, con aspecto muy afligido.
Él se acerca al hombre llamado
Robert y habla con él. Robert le informa de que la mujer es su esposa y de
que en el saco hay provisiones para una semana para ella y para sus hijos,
carne, harina y manteca, pero que no se atreve a acercarse más, ya que todos
ellos, la esposa y sus hijos, tienen la peste. Y eso le rompe a él el corazón.
Y todo esto -la historia de Robert y su mujer manteniéndose unidos mediante
llamadas de un lado a otro del río y sacos dejados en la orilla- ciertamente
posee un significado propio, pero también es una representación de la soledad de él, de Robinson, en la isla, donde
en sus horas de desesperación más oscura iba hasta la orilla y llamaba a sus
seres queridos de Inglaterra para que lo salvaran, y otras veces nadaba hasta
el barco naufragado en busca de provisiones.
Más informes de
aquella época de tristeza. Ya incapaz de soportar el dolor de las hinchazones
en la entrepierna y en el sobaco que son las señales de la peste, un hombre sale corriendo y gritando,
completamente desnudo, a la calle, a Harlow Alley, en Whitechapel, donde su
hombre el talabartero se queda mirando cómo salta y hace cabriolas y toda clase
de gestos extraños, y su mujer y sus hijos corren detrás de él gritando y
diciéndole que vuelva a casa. Y esos
saltos y esas cabriolas son una alegoría de sus propios saltos y cabriolas
cuando tras la calamidad del naufragio, después de registrar la playa en busca
de huellas de sus compañeros de a bordo y al no encontrar a ninguno, al no
encontrar nada más que un par de zapatos desparejados, entendió que había
naufragado completamente solo en una isla desierta y que ciertamente no tenía
esperanzas de salvarse.
(¿Pero sobre qué otra cosa canta en secreto, se pregunta a sí mismo, ese pobre hombre afligido acerca del que
está leyendo, además de su desolación? ¿Qué está invocando, a través de las
aguas y a lo largo de los años? ¿Qué está tratando de extraer de su fuego
interior?)
Hace un año, él, Robinson, le
pagó dos guineas a un marinero por un loro que el marinero se había traído,
según le dijo, de Brasil: un pájaro no tan magnífico como su amado animal pero
por lo demás espléndido. Tenía plumas verdes, cresta escarlata y hablaba muy
bien, si había que dar crédito al marinero. Y ciertamente el pájaro se le
posaba en el hombro en su cuarto de la posada, con una cadenita en la pata en
caso de que intentara irse volando, y decía las palabras "¡Pobre Poll!
¡Pobre Poll!" una y otra vez hasta que él se veía obligado a taparlo con
una capucha. Pero no le pudo enseñar a decir ninguna otra cosa. "¡Pobre
Robin!", por ejemplo. Tal vez era demasiado viejo para aquello.
Pobre Poll, mirando por el ventanuco la enorme extensión gris del Atlántico
que se ve más allá de los mástiles: "¿Qué isla es ésta?", pregunta el
pobre Poll, "a la que he sido arrojado, tan fría y lúgubre? ¿Dónde estás,
mi Salvador, en esta hora en que tanto te necesito?".
Un tipo, borracho y en plena madrugada (otro de los informes de su hombre), cae dormido en un umbral en
Cripplegate. El carro que se lleva a los cadáveres viene en su dirección
(seguimos en el año de la peste), y los vecinos, creyendo que el tipo está
muerto, lo ponen en el carro entre los cadáveres. Al poco rato, el carro llega
a la fosa de Mountmill y el carretero, con la cara tapada para protegerse de
los efluvios, lo coge para echarlo dentro. Él se despierta y forcejea, confuso.
"¿Dónde estoy?", dice. "Estás a punto de ser enterrado con los
muertos", le dice el carretero. "¿Pero estoy muerto?", dice el
hombre. Y esto también es una
representación de él en la isla.
Algunos londinenses continúan con sus asuntos, creyendo que están sanos y
que saldrán vivos. Pero en secreto tienen la peste en la sangre: cuando la
infección les llegue al corazón caerán fulminados, informa su hombre, como si
les alcanzara un rayo. Y eso es una
representación de la vida misma, de la vida en general. Preparativos
adecuados. Tendríamos que hacer preparativos adecuados para la muerte o bien
caer fulminados. Tal como él, Robinson, se vio forzado a ver cuando de repente,
en su isla, se encontró un día con la huella de un hombre en la arena. Era una
huella, y por tanto una señal: la señal de un pie, de un hombre. Pero también
de otras muchas cosas. "No estás solo", decía la señal. Y también:
"No importa hasta dónde navegues, no importa dónde te escondas, serás
encontrado".
En el año de la peste, escribe su
hombre, otros, presa del terror, lo abandonaron todo, sus casas, a sus
mujeres e hijos, y huyeron lo más lejos que pudieron de Londres. Cuando la
peste pasó, su huida fue condenada unánimemente como cobardía. Pero olvidamos, escribe su hombre, la clase de valentía
que hace falta para afrontar la peste. No es el simple valor de un soldado
cuando coge el arma y dispara contra el enemigo: es como disparar a la Muerte
misma a lomos de su caballo blanco.
Ni siquiera en su mejor momento, su loro de la isla, su favorito de los
dos, dijo ninguna palabra que no le hubiera enseñado su amo. ¿Cómo es posible
que su hombre, que es una especie de
loro y a quien no tiene en demasiada estima, escriba tan bien como su amo o
mejor? Porque lo cierto es que su hombre
es hábil con la pluma. "Como disparar a la Muerte misma a lomos de su
caballo blanco". El talento de él, adquirido en la contaduría, consiste en
hacer cálculos y cuentas, no en elaborar frases. "La Muerte misma a lomos
de su caballo blanco": a él no se le habrían ocurrido esas palabras. Solamente cuando deja paso a su hombre
aparecen esas palabras.
Y los patos señuelo o duckoys: ¿qué sabía él, Robinson, de los patos
señuelo? Nada en absoluto hasta que su hombre empezó a enviarle informes.
Los patos señuelo de los pantanos de Lincolnshire, la gran máquina de
ejecuciones de Halifax: informes de una gran gira que su hombre parece estar
llevando por la isla de Gran Bretaña y que es la representación de una gira que él llevó a cabo por su isla en el
esquife que se había construido, la gira que reveló que había una parte
remota de la isla, escarpada, oscura e inhóspita, que después de aquello evitó
siempre, aunque si en el futuro llegaban colonos a la isla tal vez la
explorarían y se asentarían en ella. Aquello
también era una representación, del lado oscuro del alma y del luminoso.
Cuando las primeras bandadas de
plagiadores e imitadores se cernieron sobre su historia de la isla y le
endilgaron al público sus propias historias falsas sobre la vida de un náufrago,
a él no le parecieron distintos en absoluto a una horda de caníbales
descendiendo sobre su carne, es decir, sobre su vida. Y no tuvo escrúpulos a la
hora de decirlo. "Cuando me estaba defendiendo de los caníbales, que
intentaban abatirme, asarme y devorarme", escribió, "pensaba que me
estaba defendiendo de la cosa en sí. Poco imaginaba", escribió, "que
aquellos caníbales no eran más que representaciones de una voracidad mucho más
diabólica, que roería la sustancia misma de la verdad".
Pero ahora, después reflexionar más sobre ello, parece que empieza a infiltrarse
en su pecho un toque de complicidad con
sus imitadores. Porque ahora le parece que en el mundo solamente hay un
puñado de historias. Y si a los jóvenes se les prohíbe que se alimenten de sus
mayores, se los está condenando a guardar silencio para siempre.
Así pues, en el relato de sus
aventuras en la isla cuenta que una noche se despertó aterrado y convencido
de que tenía encima de él en su cama al demonio bajo la forma de un perro
enorme. Así que se puso de pie de un salto, cogió un alfanje y lo blandió a
derecha e izquierda para defenderse, mientras el pobre loro que dormía junto a
la cama chillaba alarmado. Tardó muchos días en comprender que no se le había
subido encima ningún diablo y tampoco ningún perro, sino que había sufrido
alguna clase de parálisis pasajera, y al no poder mover la pierna había llegado
a la conclusión de que había alguna criatura acostada sobre la misma. Da la
impresión de que la lección de aquella aventura es que todas las aflicciones,
incluida la parálisis, proceden del diablo y son el mismo diablo. Que una
visita de la enfermedad puede ser representada por una visita del diablo, o por
un perro que represente al diablo, y que viceversa, la visitación puede
representarse como una enfermedad, como en la historia del talabartero y la
peste. Y por tanto que nadie que escriba historias sobre una cosa u otra, sobre
el diablo o sobre la peste, debería por ello ser considerado un mero
falsificador o un ladrón.
Cuando años después decidió poner en papel el relato de su isla, descubrió
que no le salían las palabras, que la pluma no fluía, que sus dedos estaban
rígidos y no le respondían. Pero día a día, paso a paso, acabó por dominar la
técnica de la escritura, hasta que durante la época de sus aventuras con
Viernes en el norte helado las páginas le salían con facilidad, casi sin
pensarlo.
Pero aquella vieja facilidad de redacción, ay, lo había abandonado. Cuando
ahora se sienta ante el pequeño escritorio frente a la ventana que domina los
muelles de Bristol, siente la mano más torpe que nunca y la pluma un
instrumento más ajeno que nunca.
¿Y acaso al otro, a su hombre, le
resulta más fácil escribir? Los relatos que escribe acerca de patos,
máquinas letales y Londres bajo la peste fluyen con bastante facilidad, pero
antaño a él le pasaba lo mismo. Tal vez lo está juzgando mal, a ese hombrecillo
atildado de paso rápido y con un lunar en la barbilla. Tal vez en este mismo
momento esté sentado a solas en un cuarto de alquiler en alguna parte del ancho
reino mojando la pluma en tinta y volviéndola a mojar, lleno de dudas,
vacilaciones y reconsideraciones.
¿Cómo hay que entenderlos a su
hombre y a él? ¿Como amo y esclavo? ¿Como hermanos, como gemelos? ¿O como
rivales y enemigos? ¿Qué nombre le dará a ese compañero sin nombre con quien
comparte las veladas y a veces también las noches, que solamente se ausenta de
día, cuando él, Robin, está caminando por los muelles e inspeccionando las
nuevas llegadas y su hombre galopa por el reino llevando a cabo sus
inspecciones?
¿Acaso ese hombre vendrá alguna vez a Bristol en el curso de sus viajes? Él
ansia conocer al hombre en carne y hueso, darle la mano, dar un paseo con él
por los muelles y escuchar de su boca la historia de su visita a la parte norte
de la isla o de sus aventuras como escritor. Pero se teme que no habrá ninguna
reunión, no en este mundo. Si tuviera que hacer una comparación entre ellos
dos, su hombre y él, escribiría que son
como dos barcos que navegan en direcciones contrarias, uno hacia el oeste y
el otro hacia el este. O mejor dicho, que son marineros ocupados en las
jarcias, el uno a bordo de un barco rumbo al oeste y el otro en un barco que va
al este. Sus naves pasan cerca la una de la otra, lo bastante cerca como para
que se saluden. Pero el mar está encrespado, hay tormenta: con los ojos
salpicados por la espuma y con las manos descarnadas por las sogas, pasan el
uno junto al otro, demasiado ocupados
para saludarse.
Nota
El discurso de Coetzee nos ha llegado por gentileza de nuestro amigo y contertulio Antonio rey. La negrita la he puesto yo por aquello de resaltar de quién habla Robinson: de su creador, Defoe, de sí mismo y de otros personajes.
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