jueves, 15 de mayo de 2014

La infancia de Jesús





La infancia de Jesús, de J M Coetzee

Esta novela de J M Coetzee, publicada en 2013, se aleja de lo que hasta ahora caracterizaba la narrativa de este escritor sudafricano, premio Nobel en 2003.  Lo que nos conmovía de otras obras de Coetzee, además de la transparencia y distante elegancia de su estilo, era la delicada y poética verosimilitud con que nos guiaba hacia el interior del hombre corriente, sus triviales ansias y existenciales frustraciones. Las contradicciones de sus personajes -muchas veces adultos vencidos y solitarios (Verano) o mujeres como Elizabeth Costello, esa poderosa y malhumorada anciana en lucha con el mundo- se suelen manifestar mediante una agria o resignada dialéctica  entre ellos y las convenciones sociales y morales que limitan sus vidas. En este caso, la infancia de Jesús explora otros territorios narrativos y vitales, donde los conflictos de los inmigrantes arrojados a países extraños aparecen asociados a simbólicas metáforas que remiten a la reescritura de la evangélica figura del Jesús-niño. 

El relato  desarrolla la historia de David y su cuidador Simón en un desconocido país, desde su llegada clandestina y su paso por las casas de acogida, los trabajos de subsistencia, las viviendas sociales y la educación estándar, hasta su salida hacia otros paisajes existenciales y espirituales más prometedores y adecuados a sus deseos. El tránsito de los personajes foráneos por una sociedad, ajena y a veces inexplicable, supone para los personajes, y también para el lector, todo un viaje sentimental y  anímico en el que  ambos parecen desorientados y perdidos, tanto en el trance de la supervivencia como en el de la literatura.

En cualquier caso, Coetzee construye un universo dual en el que se oponen claramente los dos mundos: el de los que llegan frente a los ya afincados, el de los inmigrantes frente al sistema que les acoge. Los primeros sufren la desorientación, el cansancio y la angustia del hambre y de la falta de techo, versus una sociedad, estructurada en función de criterios basados en la eficiencia racional y deshumanizada, con unos funcionarios tan amables como ausentes. Su extrañeza ante el nuevo ámbito se impregna de patetismo ante una  comunidad conformista y anestesiada, donde las normas se cumplen sin crítica alguna, donde no tiene cabida la ironía, donde los deseos son anestesiados y la integración consiste en la pérdida de la identidad y de la memoria.


 En la atonía y el conformismo de este espacio, que recuerda a las distopías orwellianas o las de un Mundo aparentemente Feliz, el eufemismo lingüístico está a la orden del día, el hambre se llama dieta moderada, y la medicina pública consiste en aconsejar a los pacientes que no enfermen. Las reglas que rigen en la colectividad se construyen alrededor de valores estandarizados, propios de las sociedades occidentales y supuestamente civilizadas: la atención a las necesidades básicas de subsistencia, el trabajo mecánico y alienante, la instrucción ajustada a las normas de uniformidad y burocracia, y la consiguiente regeneración de los rebeldes e indómitos en centros especiales. La educación como tal no existe o se acerca a la extravagancia de los estudios absurdos, como la filosofía de la silla, algo que, salvando las distancias, recuerda los currícula de algunas universidades.

Un sistema, en suma, totalitario y aniquilador del individuo, en aras de una colectividad apática y sin trascendencia alguna, cuyo principal fundamento es una economía que reduce al  ser humano al absurdo. El mantenimiento de las ratas para que se coman el grano de los grandes silos  y así salvaguardar  los puestos del trabajo, es, sin duda, una metáfora del  sometimiento de la humanidad a una leyes mercantilistas y tiránicas, propias de la arbitrariedad dictatorial de las tiranías.

En ese espacio dominado por una racionalidad extremista y fanática, la peripecia del adulto Simón y el niño David adquiere las tonalidades de la rebelión y huida de los que siguen siendo extranjeros y ajenos a las ideas y valores oficiales. Su singularidad se asienta en la falta de respuestas a las preguntas vitales, en el relativismo de la duda, en la  defensa de la intuición y en la  necesidad de acceder a un mundo nuevo. Las connotaciones evangélicas del niño y sus acompañantes se hacen evidentes a medida que avanza el relato y se desarrolla el argumento.



Con el paso del tiempo, es  David el que toma las riendas de la vida del grupo, ya que  los apuros de Simón por  alcanzar los mínimos de una vida material satisfactoria, son sustituidos paulatinamente por las insólitas demandas del niño. Poseído por  cierta rara clarividencia, envuelve la historia  en una amalgama de mágicas premoniciones, poéticos y herméticos discursos salpicados de parabólicas fábulas. Y no olvidemos la extraña búsqueda de una madre para el niño ya nacido (al revés que en los evangelios) encarnada en Inés, esa mujer de clase superior, que también será seducida por la insólita conducta de su nuevo  y excéntrico hijo.

Por otro lado, la ambigüedad del discurso narrativo y la aparente inconsistencia de los diálogos impregnan el relato de una ironía que no podemos ignorar, lo que plantea al lector bastantes dudas sobre las verdaderas intenciones del autor. La discusión entre Simón e Inés sobre la inconveniencia de que David coma salchichas  es una buena muestra:

-Es una cuestión de higiene. De higiene ética. Si uno come cerdo se convierte en cerdo. En parte. No totalmente, pero sí en parte. Uno es parte del cerdo.

-Está usted loco –dice Inés. Luego se vuelve hacia el niño-: no le hagas caso, ha perdido el juicio.

-No estoy loco. Se llama consustanciación. ¿Por qué crees que hay caníbales? Un caníbal es alguien que se toma en serio la consustanciación. Si nos comemos a otra persona nos convertimos en ella. Eso creen los caníbales. […]

-Cuéntame una fábula…[…] Una de los hermanos del cielo.

-Si no le cuenta lo de los hermanos, cuéntele la de Caperucita Roja –dice él- Cuéntele cómo el lobo se traga a la abuela de la niña y se convierte en una abuela, una abuela-lobo. Por consustanciación.

Hay que considerar que si  las palabras de Simón intentan imbuir de sarcástico  ingenio los dislates del hijo y las prejuiciosas convenciones de la madre, ¿cuál es en realidad la función de este personaje? Pues no debemos olvidar que su oposición al iluminado discurso del niño se irá debilitando paulatinamente hasta plegarse a sus deseos de dar el salto a ese nuevo futuro… Del mismo modo, caen en el fracaso sus vigorosos deseos de mejorar la sociedad y las condiciones de trabajo de sus colegas estibadores, pues como dice su amigo Álvaro, anticipando la capitulación de Simón:

-Por qué está tan seguro de que queremos que nos salven, Simón? […] Aquí no hay sitio para la inteligencia, sólo para la cosa misma.

El personaje del niño no sólo aparece como alguien dotado de  aptitudes especiales en lo que respecta a su  singular y críptica  percepción del mundo, sino que  además proyecta un perfil  humano cuyos infortunios y desengaños configuran un sujeto contradictorio en su doble naturaleza. El azaroso destino le reserva elevadas misiones pero el sufrimiento es un obstáculo que frustra su felicidad. Ante su madre se queja de no haber podido salvar a un polluelo aunque quería echarle el aliento, y su mentor y guía le recuerda en qué consiste su tarea:

-En primer lugar, crecer para ser un buen hombre. Como la buena semilla que se planta muy hondo y echa raíces fuertes, y, luego, cuando llega el momento, sale a la luz y da muchos frutos. Así es como deberías ser. Como don Quijote. Don Quijote rescataba doncellas. Protegía a los pobres de los ricos y poderosos. Tómalo a él como modelo. No al señor Daga. Protege a los pobres. Salva a los oprimidos. Y honra a tu madre.

Tan alto cometido, semejante al ideario evangélico, contrasta con la conciencia del  dios caído e incapaz de resucitar a su querido caballo Rey  y de obrar otros milagros. De nuevo, la ironía del narrador se filtra en esa identificación del niño con don Quijote, un loco imaginario nacido de la literatura y confinado al universo de los mitos.  Pero mientras el perturbado caballero manifiesta ocasionalmente  los lúcidos juicios y sensatas conductas, que le permiten sobrevivir y superar con naturalidad su particular conflicto, el niño-David, enviado excelso, evidencia el desasosiego de su dual naturaleza en la angustia existencial del que  se ve  proyectado a un destino que no ha elegido.

A lo largo de la novela, el niño experimenta  una transformación que va desde la inocencia a la conciencia de su esencia como sujeto de la historia. El libro y su argumento conforman el territorio donde se forman y formulan  las grandes preguntas: los padres, el dinero, el trabajo, el matrimonio, la muerte y los sentimientos. Pero a pesar de lo que ha aprendido, no consigue evitar el temor de caer en el vacío, en las grietas de las que hablaba al comienzo del relato.  Así lo dice Simón, al intentar  explicar el pensamiento intuitivo del niño:

Es como si los números fuesen islas que flotaran en el vasto y negro mar de la nada… Y si pasar del uno al dos es tan difícil –me preguntaba-, ¿Cómo podré pasar del cero al uno? De ninguna parte a algún sitio: parecía requerir un milagro cada vez.

Claro que ante esta concepción difusa y compleja, Eugenio, el racional compañero de los muelles, opone su maniquea teoría de las dos clases de infinitos, un edificio conceptual sólidamente construido, y sin fisuras que nos  atemoricen y nos hagan caer:

Un infinito malo es encontrarte dentro de un sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño y así eternamente […] pero los números son un infinito bueno, porque, al ser infinitos en número, llenan todos los espacios del universo y se apilan unos a otros como ladrillos. Y así estamos seguros. 

Pero tanto se puede creer una teoría como la otra. Cuestión de fe. La infancia de Jesús finaliza cuando su personaje se pone al frente del grupo de discípulos y emprende el éxodo hacia  una vida nueva, otro nivel de la existencia. Y si cuestionamos su nombre –David- ya dice él que ése no es su nombre verdadero y que quizás se ponga otro. Todo es, al final, relativo, arbitrario y aleatorio. O al menos así lo afirma el  doctor García, el hombre de ciencia.

Por supuesto, no hay números aleatorios a los ojos de Dios. Pero no vivimos a los ojos de Dios.

El principio de azar se impone al de causalidad a través de este personaje que deja ir al grupo de elegidos mientras los observa con una sonrisa. Cuando es invitado a seguirles, se levanta y dice: Es muy generoso por tu parte incluirme en tus planes, jovencito.[…] No necesito que me salven, gracias.

Por si no nos hemos enterado, lo único que queda claro en esta extraña novela es que todo queda abierto, lleno de dudas, de preguntas…, y de la sensación de que hay mucho más de lo que parece, escondido entre los intersticios del relato, en el vacío que rodea las palabras. Pero si alguien lo sabe y quiere decirlo, que lo diga. GB





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