La infancia
de Jesús,
de J M Coetzee
Esta novela de J M
Coetzee, publicada en 2013, se aleja de lo que hasta ahora caracterizaba la
narrativa de este escritor sudafricano, premio Nobel en 2003. Lo que nos conmovía de otras obras de Coetzee,
además de la transparencia y distante elegancia de su estilo, era la delicada y
poética verosimilitud con que nos guiaba hacia el interior del hombre
corriente, sus triviales ansias y existenciales frustraciones. Las
contradicciones de sus personajes -muchas veces adultos vencidos y solitarios (Verano) o mujeres como Elizabeth Costello, esa poderosa y
malhumorada anciana en lucha con el mundo- se suelen manifestar mediante una agria
o resignada dialéctica entre ellos y las
convenciones sociales y morales que limitan sus vidas. En este caso, la infancia de Jesús explora otros
territorios narrativos y vitales, donde los conflictos de los inmigrantes
arrojados a países extraños aparecen asociados a simbólicas metáforas que
remiten a la reescritura de la evangélica figura del Jesús-niño.
El relato desarrolla la historia de David y su cuidador
Simón en un desconocido país, desde su llegada clandestina y su paso por las
casas de acogida, los trabajos de subsistencia, las viviendas sociales y la
educación estándar, hasta su salida hacia otros paisajes existenciales y
espirituales más prometedores y adecuados a sus deseos. El tránsito de los
personajes foráneos por una sociedad, ajena y a veces inexplicable, supone para
los personajes, y también para el lector, todo un viaje sentimental y anímico en el que ambos parecen desorientados y perdidos, tanto
en el trance de la supervivencia como en el de la literatura.
En cualquier caso,
Coetzee construye un universo dual
en el que se oponen claramente los dos mundos: el de los que llegan frente a
los ya afincados, el de los inmigrantes frente al sistema que les acoge. Los
primeros sufren la desorientación, el cansancio y la angustia del hambre y de
la falta de techo, versus una sociedad, estructurada en función de criterios
basados en la eficiencia racional y deshumanizada, con unos funcionarios tan
amables como ausentes. Su extrañeza ante el nuevo ámbito se impregna de
patetismo ante una comunidad conformista
y anestesiada, donde las normas se cumplen sin crítica alguna, donde no tiene
cabida la ironía, donde los deseos son anestesiados y la integración consiste
en la pérdida de la identidad y de la
memoria.
En la atonía y el conformismo de este espacio,
que recuerda a las distopías orwellianas
o las de un Mundo aparentemente Feliz, el eufemismo lingüístico está a
la orden del día, el hambre se llama dieta
moderada, y la medicina pública consiste en aconsejar a los pacientes que
no enfermen. Las reglas que rigen en la colectividad se construyen alrededor de
valores estandarizados, propios de las sociedades occidentales y supuestamente
civilizadas: la atención a las necesidades básicas de subsistencia, el trabajo
mecánico y alienante, la instrucción ajustada a las normas de uniformidad y
burocracia, y la consiguiente regeneración de los rebeldes e indómitos en
centros especiales. La educación como tal no existe o se acerca a la
extravagancia de los estudios absurdos, como
la filosofía de la silla, algo que, salvando las distancias, recuerda los currícula de algunas universidades.
Un sistema, en
suma, totalitario y aniquilador del individuo, en aras de una colectividad
apática y sin trascendencia alguna, cuyo principal fundamento es una economía que
reduce al ser humano al absurdo. El
mantenimiento de las ratas para que se coman el grano de los grandes silos y así salvaguardar los puestos del trabajo, es, sin duda, una
metáfora del sometimiento de la
humanidad a una leyes mercantilistas y tiránicas, propias de la arbitrariedad
dictatorial de las tiranías.
En ese espacio
dominado por una racionalidad extremista y fanática, la peripecia del adulto
Simón y el niño David adquiere las tonalidades de la rebelión y huida de los que
siguen siendo extranjeros y ajenos a las ideas y valores oficiales. Su
singularidad se asienta en la falta de respuestas a las preguntas vitales, en
el relativismo de la duda, en la defensa
de la intuición y en la necesidad de
acceder a un mundo nuevo. Las connotaciones
evangélicas del niño y sus acompañantes se hacen evidentes a medida que
avanza el relato y se desarrolla el argumento.
Con el paso del
tiempo, es David el que toma las riendas
de la vida del grupo, ya que los apuros
de Simón por alcanzar los mínimos de una
vida material satisfactoria, son sustituidos paulatinamente por las insólitas demandas
del niño. Poseído por cierta rara
clarividencia, envuelve la historia en
una amalgama de mágicas premoniciones, poéticos y herméticos discursos
salpicados de parabólicas fábulas. Y no olvidemos la extraña búsqueda de una
madre para el niño ya nacido (al revés que en los evangelios) encarnada en
Inés, esa mujer de clase superior, que también será seducida por la insólita
conducta de su nuevo y excéntrico hijo.
Por otro lado, la
ambigüedad del discurso narrativo y la aparente inconsistencia de los diálogos
impregnan el relato de una ironía
que no podemos ignorar, lo que plantea al lector bastantes dudas sobre las
verdaderas intenciones del autor. La discusión entre Simón e Inés sobre la
inconveniencia de que David coma salchichas
es una buena muestra:
-Es una cuestión de higiene. De higiene
ética. Si uno come cerdo se convierte en cerdo. En parte. No totalmente, pero
sí en parte. Uno es parte del cerdo.
-Está usted loco –dice Inés. Luego se vuelve
hacia el niño-: no le hagas caso, ha perdido el juicio.
-No estoy loco. Se llama consustanciación.
¿Por qué crees que hay caníbales? Un caníbal es alguien que se toma en serio la
consustanciación. Si nos comemos a otra persona nos convertimos en ella. Eso
creen los caníbales. […]
-Cuéntame una fábula…[…] Una de los hermanos
del cielo.
-Si no le cuenta lo de los hermanos,
cuéntele la de Caperucita Roja –dice él- Cuéntele cómo el lobo se traga a la
abuela de la niña y se convierte en una abuela, una abuela-lobo. Por
consustanciación.
Hay que considerar
que si las palabras de Simón intentan
imbuir de sarcástico ingenio los
dislates del hijo y las prejuiciosas
convenciones de la madre, ¿cuál es en realidad la función de este personaje?
Pues no debemos olvidar que su oposición al iluminado discurso del niño se irá
debilitando paulatinamente hasta plegarse a sus deseos de dar el salto a ese
nuevo futuro… Del mismo modo, caen en el fracaso sus vigorosos deseos de
mejorar la sociedad y las condiciones de trabajo de sus colegas estibadores,
pues como dice su amigo Álvaro, anticipando la capitulación de Simón:
-Por qué está tan seguro de que queremos que
nos salven, Simón? […] Aquí no hay sitio para la inteligencia, sólo para la
cosa misma.
El personaje del
niño no sólo aparece como alguien dotado de aptitudes especiales en lo que respecta a
su singular y críptica percepción del mundo, sino que además proyecta un perfil humano cuyos infortunios y desengaños
configuran un sujeto contradictorio en su
doble naturaleza. El azaroso destino le reserva elevadas misiones pero el
sufrimiento es un obstáculo que frustra su felicidad. Ante su madre se queja de
no haber podido salvar a un polluelo aunque
quería echarle el aliento, y su mentor y guía le recuerda en qué consiste
su tarea:
-En primer lugar, crecer para ser un buen
hombre. Como la buena semilla que se planta muy hondo y echa raíces fuertes, y,
luego, cuando llega el momento, sale a la luz y da muchos frutos. Así es como
deberías ser. Como don Quijote. Don Quijote rescataba doncellas. Protegía a los
pobres de los ricos y poderosos. Tómalo a él como modelo. No al señor Daga.
Protege a los pobres. Salva a los oprimidos. Y honra a tu madre.
Tan alto cometido,
semejante al ideario evangélico, contrasta con la conciencia del dios caído e incapaz de resucitar a su
querido caballo Rey y de obrar otros
milagros. De nuevo, la ironía del narrador se filtra en esa identificación del
niño con don Quijote, un loco imaginario nacido de la literatura y confinado al
universo de los mitos. Pero mientras el
perturbado caballero manifiesta ocasionalmente los lúcidos juicios y sensatas conductas, que
le permiten sobrevivir y superar con
naturalidad su particular conflicto, el niño-David, enviado excelso, evidencia
el desasosiego de su dual naturaleza en la angustia existencial del que se ve
proyectado a un destino que no ha elegido.
A lo largo de la
novela, el niño experimenta una transformación que va desde la
inocencia a la conciencia de su esencia como sujeto de la historia. El libro y
su argumento conforman el territorio donde se forman y formulan las grandes preguntas: los padres, el dinero,
el trabajo, el matrimonio, la muerte y los sentimientos. Pero a pesar de lo que
ha aprendido, no consigue evitar el temor de caer en el vacío, en las grietas
de las que hablaba al comienzo del relato. Así lo dice Simón, al intentar explicar el pensamiento intuitivo del niño:
Es como si los números fuesen islas que
flotaran en el vasto y negro mar de la nada… Y si pasar del uno al dos es tan
difícil –me preguntaba-, ¿Cómo podré pasar del cero al uno? De ninguna parte a
algún sitio: parecía requerir un milagro cada vez.
Claro que ante
esta concepción difusa y compleja, Eugenio, el racional compañero de los
muelles, opone su maniquea teoría de las dos clases de infinitos, un edificio
conceptual sólidamente construido, y sin fisuras que nos atemoricen y nos hagan caer:
Un infinito malo es encontrarte dentro de un
sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño y así eternamente […] pero los
números son un infinito bueno, porque, al ser infinitos en número, llenan todos
los espacios del universo y se apilan unos a otros como ladrillos. Y así
estamos seguros.
Pero tanto se
puede creer una teoría como la otra. Cuestión de fe. La infancia de Jesús finaliza cuando su personaje se pone al frente
del grupo de discípulos y emprende el éxodo hacia una vida nueva, otro nivel de la existencia. Y
si cuestionamos su nombre –David- ya dice él que ése no es su nombre verdadero y
que quizás se ponga otro. Todo es, al final, relativo, arbitrario y aleatorio.
O al menos así lo afirma el doctor
García, el hombre de ciencia.
Por supuesto, no hay números aleatorios a
los ojos de Dios. Pero no vivimos a los ojos de Dios.
El principio de
azar se impone al de causalidad a través de este personaje que deja ir al grupo
de elegidos mientras los observa con una sonrisa. Cuando es invitado a
seguirles, se levanta y dice: Es muy
generoso por tu parte incluirme en tus planes, jovencito.[…] No necesito que me
salven, gracias.
Por si no nos
hemos enterado, lo único que queda claro en esta extraña novela es que todo
queda abierto, lleno de dudas, de preguntas…, y de la sensación de que hay
mucho más de lo que parece, escondido entre los intersticios del relato, en el
vacío que rodea las palabras. Pero si alguien lo sabe y quiere decirlo, que lo
diga. GB
No hay comentarios:
Publicar un comentario